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domingo, 27 de mayo de 2018

Centenario del Greco.

El entierro de don Gonzalo Ruiz de Toledo, señor de la Villa de Orgaz.

Escrita por Enrique Bernardo Núñez en septiembre de 1941.
Tomado del libro “Viaje por el país de las máquinas” de Enrique Bernardo Núñez. Biblioteca Ayacucho, Caracas, Venezuela, 2017.

Nadie recuerda el centenario del Greco. El espíritu humano está concentrado en las peripecias del terrible conflicto. Sin embrago, este año se cumple el cuarto centenario del nacimiento de Doménikos Theotokópoulus, por otro nombre el Greco. La partida de defunción copiada por Maurice Barrés, dice Domeniko Greco. Era bastante difícil para escribirlo en un libro de entierros o pronunciarlo en las calles de Toledo. La fecha de su nacimiento (1541) puede leerse al pie del cuadro de la Asunción de la Virgen María, en el Instituto de Artes de Chicago. Cuadro tizianesco lo llama Frank Gray Griswold en su libro El Greco, edición de 300 ejemplares (1930), y adquirido por la cantidad de 38.648,34 dólares. Al Greco le habría parecido hoy irrisoria semejante cantidad, pues es fama que sabía valorar sus cuadros. El Greco trabajó en el estudio del Tiziano y también en el de Jacobo de Ponte. Nació en Creta, en el lugar llamado Phodele, cerca de Candía. Sobre su cuna, pues, se ha desarrollado en los mismos días de sus centenario uno de los episodios culminantes de la presente guerra. El bramido de los aviones se dejaba oír en el mismo cielo que vio extinguirse la llama de civilizaciones antiquísimas. Murió el 16 de abril de 1614, dos años antes de Cervantes y en los mismos días en que este publicaba la segunda edición del Quijote. Dice Frank Gray Griswold en el prefacio de su libro ya citado: “No soy crítico, no pretendo ser conocedor de arte. Este libro es una apreciación de mi amigo el Greco. Amigo, añade, porque he cultivado su conocimiento desde mi llegad a España, por espacio de treinta años”. “¡Mi amigo el Greco!”. Es una expresión envidiable. Una expresión que el simple admirador no podría concretar y tal vez requiere tiempo, como en el caso de Griswold, para encontrarla. El Greco trabajó también en El Escorial, el palacio de las doce mil ventanas. Parece que Felipe II halló alguno de sus cuadros, El martirio de san Mauricio, impropio del templo. Griswold ve al Greco con pupila propia de su tiempo. Lo describe como adaptándose a las circunstancias. “Se veía obligado a salvar su alma con el objeto de salvar su cuerpo”, dice Griswold, lo cual es suponerlo un oportunista, un falsificador de  su arte. En cambio, muchos otros lo suponían loco. Todavía Barrés oye hablar de él como de un demente. Los inquisidores hallan a veces demasiado largas las alas de sus ángeles.

La colección completa de las obras del Greco conocidas hasta hoy ha sido catalogada por A. Hartmann y M[aurice] Legendre (Domenikos Theotokópoulus Called El Greco, París, Ediciones Hyperion, 1937). Las obras pictóricas, porque sus esculturas han desaparecido o nadie sabe dar razón de ellas, y también se ignoran sus trabajos de arquitecto. Las obras filosóficas, anotaba Barrés cuando seguía en Toledo las huellas del Greco, se hallan quizás olvidadas en alguna celda o en la sala capitular de algún convento. Hartmann y Legendre se guían en sus apreciaciones por la obra de Manuel B. Cossío. Dice este autor, cita de Hartmann y Legendre, que el Greco solo tuvo un discípulo: Velásquez, y este un maestro; el Greco. Pacheco suegro de Velásquez, conversaba con el Greco cuando este trabajaba en su cuadro más famoso: El entierro de don Gonzalo Ruiz de Toledo, señor de la Villa de Orgaz. Don Gonzalo era de origen greiego como el propio Theotokópoulos, según los citados críticos. Allí se retrató varias veces el Greco, afirma Griswold. “El Greco, dice Barrés, alarga los cuerpos divinos; los ve semejantes a llamas, agrandados por las tinieblas. Rodea todas sus visiones de una claridad estelar”.

Estos retratos del Greco, estos caballeros vestidos de negro que miran hacia lo alto en el entierro del señor Orgaz, esa mujer de la piel de armiño o la de la flor en el tocado, nos dan una idea de los hombres y mujeres que oraban en las penumbras de nuestros templos en el siglo XVII, ante esos dorados altares salvados hasta hoy. Theotokópoulos, aunque griego, nació español, pues no es fácil cambiar de idioma y hay quienes nacieron para expresarse de este o aquel modo. El Greco no pudo ser italiano. Temía mucho que lo tomasen por imitador de Tiziano. Fue a encontrar en España su propio idioma. Es lo que, en realidad, no puede cambiarse o no admite trueque alguno.

miércoles, 16 de mayo de 2018

Haití.

Toussaint-Louverture (1743-1803)

Escrita por Enrique Bernardo Núñez en mayo 1941.
Tomado del libro “Viaje por el país de las máquinas”. Biblioteca Ayacucho, 2017.

La bandera azul y roja flota bajo el cielo de Haití, la antigua Quisqueya, la montañosa, LA Española. La tierra de Anacaona y del rey Bohechio de quienes habla tan prolijamente el padre Las Casas. La tierra de los areytos  indios y de los ritos africanos, de los terribles conjuros a la luz de la luna. La isla donde el blanco comete sus primeras perfidias y se encienden los primeros fuegos de la libertad. Es la fiesta de la bandera. El 18 de mayo de 1803 Dessalines futuro emperador suprime el blanco del pabellón francés y enarbola esos dos colores. Por todas partes se lee: “Homenaje al presidente Lescott”. Celébrese también la iniciación de un nuevo período presidencial.

La carne negra reluce bajo los andrajos. Hombres y mujeres medio desnudos junto a las frutas raquíticas extendidas en el suelo. Tienen en los ojos la sombra de un dolor apenas olvidado. Esa raza tan humilde y miserable ha combatido bravamente por su libertad. Cuando Simón Bolívar implora el auxilio de Pétion, el “hombre que no hizo derramar lágrimas a sus conciudadanos sino el día de su muerte”, según reza una descripción en el modesto monumento que le está consagrado, ya los haitianos tenían su experiencia. Se habían rebelado contra el blanco. Habían tenido su guerra a muerte. Habían opuesto tenaz resistencia a los franceses enviados a someterlos. Habían tenido su imperio, sus guerras civiles, y por último habían proclamado la República. El blanco había capitulado ante los negros rebeldes. La lucha adquiere así en Haití la plenitud de su significado liberador. No se trata de un grupo de criollos y europeos que quieren fundar su república, sino de la liberación de una raza oprimida, la liberación de la raza negra. En las escuelas de Haití se puede enseñar así que Simón Bolívar, siguiendo el ejemplo de los fundadores de la emancipación de Haití, quería también libertar a su país de la dominación de España. (Tengo a la vista un compendio de [la] historia de Haití por Windsor Bellgard, exalumno de la Escuela Normal Superior Secundaria en el Ministerio de Instrucción Pública, Oficial de Academia, etc., etc.). A cambio de ese auxilio Pétion solo exige la liberación de sus hermanos de raza en toda la América española. Libertad de la que luego no se habló más. Los criollos propietarios harán mucho tiempo dela vista gorda, no obstante los decretos y las promesas. Viene a ser la emancipación de los esclavos durante la primera mitad del siglo XIX uno de tantos lemas románticos, motivo de discursos y litografías. El temor a las castas es uno delos mayores obstáculos que encuentra la independencia entre los blancos dueños de la tierra. Pero también el esclavo llega a ser compañero del blanco en los campamentos, y aun admitido en el Olimpo de los héroes. Montilla (Quizá se refiera a Mariano Montilla), entre otros, amenaza con lanzar cien mil negros para decidir a los más recalcitrantes. En Haití los negros acuden a la rebelión contra los amos que se niegan a ejecutar los decretos liberadores de la Convención. Entre unos y otros no hay otra relación sino el foete y los suplicios, el trabajo y la miseria. Un Marqués de Caradeux entierra vivo y de pies a uno de sus obreros más hábiles, y luego le deshace a pedradas la cabeza que ha dejado fuera. Los blancos pasean en lujosos coches y celebran grandes festines. Se creían nacidos en un mundo feliz donde otros debían trabajar para ellos. Y esta creencia la defendían como un derecho. Otros, en cambio, habían nacido para ser azotados. Grandes señores tenían el privilegio del comercio de negros. Una noche las plantaciones arden y quedan reducidas a cenizas. Los amos son degollados. La libertad decretada por los comisarios de la Convención.

El más ilustre de los servidores del ideal de liberación de su raza es, sin duda, Toussaint-Louverture, quien se eleva de la condición de simple esclavo hasta merecer el odio del primer Cónsul. Toussaint tiene todos los rasgos de las almas grandes. Napoleón lo hizo arrojar en una prisión donde sucumbió tras pocos meses de cautiverio. Toussaint ambicionaba para los suyos los conocimientos del blanco. A fin de adquirir experiencia en los asuntos militares llega hasta enrolarse en las tropas españolas. Es el ideal de todos los que luchan por la liberación. Dessalines solo perdona la vida a los artesanos, a los que tienen conocimientos científicos.

En 1804 Dessalines se proclama emperador. Hay en todo esto un cierto sincronismo con los sucesos políticos en Francia.  Puesto que en Francia había un emperador, el título de gobernador vitalicio parecía insignificante a Desslines. En cambio, [Faustin-Élie] Soulouque lo hace dos años antes que Napoleón III en 1849. Hubo también un presidente, Cristóbal [Henri Christophe], que forma en el norte de la isla un reino aparte. Este Cristóbal emprende grandes construcciones, entre otras el castillo de las 365 puertas. Cristóbal protege las artes, la agricultura, la instrucción pública. Estos reinados son breves y terminan de manera sangrienta.

Haití exporta pacas de fibras de maguey. Las casas de los nuevos colonos se levantan en medio de las plantaciones. En torno de estas casas la misma gleba de los bajos salarios que permiten mayores y seguras ganancias. Se trata en realidad de una nueva organización colonial. Una organización algo distinta a la anterior. Y uno se pregunta si no habrá otro cambio, si esa misma organización colonial no recibirá otra forma. Si no estará a punto de producirse ese cambio. Es en Fort-Liberté, a pocos kilómetros de la ciudad del Cabo, capital de del reino de Cristóbal, precisamente cerca de los montes donde resonó en la noche el tambor que convocaba a la rebelión. De esa gleba sudorosa se elevó Toussaint. Una suave brisa estremece las aguas de la bahía solitaria sobre la cual cae la menguante de una luna de mayo. Por supuesto, Haití tiene su lotería.

Por favor, aún no.