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viernes, 1 de septiembre de 2017

La aviación y sus encantos.





[Crónicas morrocoyunas]
De Miguel Otero Silva.
1945

Voy a hablar sinceramente de lo que sufro cada vez que me monto en un bicho de esos, así se trate del más poderoso pentamotor del mundo y así vaya al volante el coronel Charles Lindbergh, que es bastante fascista pero ostenta laureles de gran aviador.
Mis tribulaciones se inician al llegar al aeródromo, cuando me pesan y gritan delante de todo el mundo, como si yo fuera un boxeador:
-¡Ochenta y cinco kilos!
-Caramba, qué gordo estoy- me disculpo avergonzado- ¿Y para qué quería ustedes saber mi peso?
El empleado, muy amable, me explica:
-Porque si le metemos peso excesivo al avión, se cae.
Y dice “se cae” deportivamente, como si se tratara de una piñata.
Después le pesan a uno el equipaje y le cobran diez dólares de exceso. Por lo menos a mí siempre me han cobrado exactamente diez dólares, nunca nueve setenta y cinco, así lleve una maletica, un baúl, una máquina de escribir o un escaparate. Estoy tan acostumbrado que los llevo preparados, en moneda americana.
Luego viene el turno de las despedidas. La gente que se despide de los que van a volar en avión acostumbra a poner una cara expectante y agorera. No es igual cuando la partida se efectúa en barco o en ferrocarril. En estos casos los familiares se quedan en el muelle o en el andén aleteando pañuelos, empuñando ramos de flores, deshojando sonrisas, contando cuentos. “Feliz viaje”. “Que te diviertas mucho”. “No dejes de escribirnos” la gente que se queda en los aeropuertos, en cambio, adopta una actitud más reservada. No dicen nada, prudentemente. Pero observe con detenimiento a una novia de aeropuerto y adivinará sus pensamientos: “Ay, Virgen de Coromoto que no se haga tortilla el futuro padre de mis hijos” Pero ya está uno cómodamente sentado, herméticamente cautivo, sonriendo a los stewardess, azafata o aeromoza que se acerca con un chiclet en una bandejita. Nunca he llegado a comprender la finalidad de ese chiclet en ayunas, ni me he explicado tamaño despilfarro en esta época de escasez de cauchos. Al principio supuse que nos los daban para propiciar un juego infantil que nos distrajera durante la travesía: pegarle el correoso  residuo de goma en el cabello al ocupante del asiento delantero. Pero deseché en seguida la tentación al comprobar que mi vecino de adelante pesaba diez kilos más que yo y era un pitcher negro importado por el “Magallanes”. Preferí tragarme el chiclet.
Se había encendido un letrero imperativo: “¡Abróchese el cinturón!” No me agrada cumplir órdenes ciegamente, sin investigar la razón que las determina. No soy tomista, soy cartesiano. Llamo a la aeromoza:
-¿Por qué motivo debo abrocharme el cinturón?
Ella esgrime la más dulce de sus miradas:
-Para que no se rompa la cabeza contra el techo, si nos caemos.
-Y si nos caemos en el mar, ¿cómo hago para desabrocharme el cinturón?
Esta vez ella se encoge de hombros, fatalista, como si dijera: “Si nos caemos en el mar, morituri te salutant”. Y se consagra a explicarnos práctica y minuciosamente los movimientos que debemos hacer para ponernos el salvavidas, en el caso de un accidente: “Meta la cabeza por entre estas dos cintas, así: sople este tubito, así, procure que este cojincito le quede justamente sobre el tercer espacio intercostal izquierdo, así; coloque los brazos en posición yoga, así; haga un lazo con el remate de estas trenzas, así”. Mucho más complicado que ponerse el frac y las condecoraciones. ¿Quién se va a acordar de tantos detalles en el segundo del estrellamiento? Prefiero la visión del paisaje. Las colinas son granos de arroz verde; los ríos son tallarines de plata; debemos estar a diez mil pies. Me asaltan siniestras reminiscencias de mis estudios de Física. La ley de gravedad dice que los cuerpos sólidos, abandonados en el aire a su propio peso, se vienen para abajo como si los halara una cabuyita, y mientras más pesado sea y más lejos se encuentre el armatoste tan obeso, Newton y su manzana me asedian como fantasmas. Abrigo la esperanza de que existan otras leyes no menos físicas que obstaculicen el derrumbamiento del perol. Pero las desconozco porque mis estudios académicos concluyeron en el tercer año de bachillerato.
            Invento antídotos contra el pánico. El primero es la humillación de parangonearme con la viejita que viaja en un sillón cercano, hojeando una revista. Contemplo su pasmosa tranquilidad, su indiferencia de gaviota, su confianza en nuestro feliz aterrizaje. ¿Cómo es posible que esa anciana sea más valiente que tú, más hombre que tú, un paisano de Tigre Encaramado y de Eulalia Buroz? ¿No te da vergüenza? La verdad es que no me da.
            Busco un segundo antídoto, más científico. Basado en la teoría de las probabilidades, nada menos. Saco las cuentas en un papelito. En el mundo se levantan cerca  de dos millones de aviones diarios. No se cae sino una cada quince días, aproximadamente. Luego, para que se caiga éste en que voy volando, existe una posibilidad contra treinta millones a mi favor. Pero-discute mi yo pesimista- ¿quién me garantiza a mí que éste no va a ser el uno que se cae sino uno de los treinta millones que no se caen? Vamos- insiste mi yo optimista-, muchísimo más fácil sería sacarse el primer premio de la lotería para una persona que jugara un solo sorteo en su vida, y tú llevas veinticinco años jugándola y no has visto el primer premio ni por el forro. (Su lógica matemática es contundente). Para corroborarla interrumpo a la viejita que lee:
-Señora, ¿usted se ha sacado alguna vez el primer premio de la lotería? ¿Verdad que no?
-Pues se equivoca, caballero. Me lo ha ganado tres veces: dos con centenas y otra con un once mil. No es tan difícil, no lo crea.
Sonrío defraudado y nervioso.  Y luego debo enfrentarme a lo  más espantoso: los baches o vacíos. Son saltos de caballo que protagoniza el avión en la vía láctea. El estómago se nos arrima al maxilar inferior, el corazón desciende hasta el astrágalo, una nube color desgracia nos tapa el cielo, “abróchese el cinturón”, “no fumes”, “rece un padrenuestro”, sospecho que la ley de gravedad vuelve por sus fueros. Con rostro cadavérico le pregunto al piloto-el piloto pasa rumbo al baño, ha dejado sola la cabina, ¿quién estará manejando este sarcófago volante, Dios mío?-, le pregunto al piloto:
-¿Qué sucede? ¿Nos caemos?
-No se preocupe. Son bolsas de aire-responde despectivo.
-¡Mentira! Aquí no hay más bolsa de aire que yo-confieso.
En efecto, ¿Quién me mandó a montarme en esta cripta de aluminio? Y dígame si, por una maldita casualidad, se sale con la suya Monseñor Pellín y resulta que las cosas no son como yo las pienso sino como las piensa él, y después que nos estrellemos resulta que hay otra vida más allá de la muerte, y me recibe un diablo peludo y hediondo a azufre, con un tenedor en la mano, haciéndome el inventario: tantos pecados de ira, tantos de gula, tantos de pereza, y en cuanto a codiciar la mujer de tu prójimo, ni hablar. No me salva ni Cristo.
Los oídos me atormentan como si me hurgaran con un tirabuzón; debe ser el chiclet que me desarticuló los maseteros; no los mascaba desde el colegio. Menos mal que estamos aterrizando. “Abróchese el cinturón”, otra vez. La aeromoza se pinta los labios, los pasajeros se peinan, la viejita impertérrita sigue hojeando su revista. ¡Hemos llegado! Yo desciendo la escalera en cuatro saltos para besar la tierra y gritar:
-¡Viva la serpiente! ¡Abajo el águila!
No obstante, a los cuatro días vuelvo a tomar un avión. ¿Qué querían ustedes que hiciera? No podía regresar a pie desde la Gran Sabana.
           


lunes, 7 de agosto de 2017

BIOGRAFÍA DE UN SOBADOR


[Crónicas morrocoyunas]
Por Miguel Otero Silva.
[1943]

Hoy, cuando los grandes titulares de los periódicos más venerables son acaparados por las hazañas de gánsteres en cuadrillas, los contrabandistas de drogas, los tratantes de blancas, las bandas fascistas y otros peligrosos especímenes del subgénero humano, nos hemos sentido reconfortados al enterarnos de la reciente y desusada  aparición de un sobador por los lados del Callejón Lourdes. El sobador  es una silueta evocadora de las cariñosas costumbres venezolanas del siglo pasado; una sutil remembranza de las deleitables historias que nos relataban nuestras tías solteronas entre aromas de albahaca y versos de Abigaíl Lozano.
Yo te saludo, sobador caraqueño que brotaste anacrónico a mediados del siglo veinte, trasnochado exponente de un goce humilde e inofensivo, intrépido galán que –lejos de escurrirte cobardemente entre las multitudes como los rascabucheadores modernos- expones las facciones de tu cara al furor de las uñas de tus homenajeadas. Yo ensalzo la sinceridad de tus intenciones, tu preocupación hedonista en demostrar que no todos los rumores nocturnos son pisadas aviesas de rateros en ejercicio, sino que todavía existes tú, Quijote del amor fugaz, Romeo de la caricia escamoteada, Abelardo de las Eloísas desconocidas, dispuesto a arriesgar la libertad y la vida en aras de una platónica percepción de la belleza femenina dormida. Hace unos cuantos años conocí a un sobador profesional en el ocaso de sus facultades. Fue mi amigo. En mis conversaciones con él logré justipreciar la pureza de sus ideales y la firmeza de sus principios. En homenaje a Toribio García, que así se llama el sobador descubierto anteayer en el Callejón Lourdes, traigo hoy a estas páginas los rasgos biográficos de aquel ilustre colega desaparecido, Casimiro Manosalva nació en la esquina de Quita Calzón hace más de cincuenta años. Su padre, un amolador italiano con veleidades ducales (óigase a Rigoletto), lo abandonó antes del parto, es decir, antes de que la madre diera a luz a Casimiro. En cuanto a la madre, la pobre Mary (Mary Tornes) murió cuatro meses después con más bacilos de Koch entre pecho y espalda que la Dama de las Camelias. Es una historia muy triste. Casimiro habría seguido los pasos de su progenitora a no ser por un caballero chapado a la antigua que aspiraba a conquistar el cielo por medio de la caridad practicante, las oraciones al Santo Niño de Atocha y unas piedras en la vejiga que ríase usted de los sufrimientos de Job. El filántropo se llamaba modestamente Guillermo Tell Bolívar y tenía establecida una venta de fajas abdominales en la calle Real de la Candelaria.
Sin embargo, al intentar la educación cristiana de Casimiro, el señor Bolívar pasó más vergüenza que un fraile capuchino en una casa de lenocinio. El chaval demostró desde pequeñito desmedidas aficiones al manoseo: practicaba un catch as catch can desenfrenado con las diversas cargadoras que el señor Bolívar le puso. Más tarde, su paciente tutor vióse obligado a encerrar a las sirvientas y cocineras con candado, y también a las gallinas, y a las pelotas de foot ball, y a las trampas de ratones, ya que Casimiro, en cuanto no divisaba cuerpo de mujer a quien pasarle la mano, se la restregaba a cualquier animal u objeto del sexo femenino, así se tratara de una penca de tuna.
Al percatarse Casimiro de la desconfianza de su padre adoptivo le profesaba, abandonó dignamente el hogar en una noche oscura, sin más equipaje que dos moldes de gelatina y una estatuilla de la Venus de Milo que el señor Bolívar tenía en la sala y con cuyas curvas solía entrenarse Casimiro despiadadamente. Para esa época  el sobador de nuestra historia contaba 14 años y no había leído en su vida sino dos libros, a cual más corruptor: El Catecismo de Ripalda y Bola de sebo de Maupassant.
¡Qué amargo se comprobó el destino de aquel adolescente descarriado en una época en que no existían casas hogares ni institutos reeducacionales! La única protección para la infancia era el garrote paterno; la pedagogía moderna la ponían en práctica los curas salesianos a palmetazo limpio. Casimiro fue recapturado por su tutor y vagó de internado en internado, conformándose con moldear muñequitas de cera en los recreos y atisbar por el ojo de la cerradura los retratos de bataclanas desnudas que ornamentaban la celda del padre Velandia.
A punto de cumplir su mayoría de edad, Casimiro se enamoró y fue correspondido, para desgracia suya.  Sucedió que la novia tenía tal cantidad de espinillas en el cuerpo que, al cabo de dos semanas, a Casimiro se le pusieron ambas manos como lomo de puercoespín. Dejóla Casimiro por otra y esta segunda le resultó maniática del adelgazamiento voluntario; no comía sino ensaladas; a los tres meses era hueso no más; Casimiro recibía más puyazos que un toro de lidia; también la dejó.
Ante aquel cúmulo de fracasos y decepciones, Casimiro decidió morirse. Y se murió. Al menos se contrató como muerto en un centro espiritista durante varios años que fueron los mejores de su vida. Su trabajo consistía en asistir en calidad de difunto a las sesiones metapsíquicas que se celebraban en esta capital. Fue la única etapa de legalidad que disfrutaron los sobidos de Casimiro. Los organizadores lo introducían de antemano en el cuarto donde iba celebrarse el experimento él esperaba, disimulado detrás de un escaparate, la hora del trance.
-¡Napoleón! Yo te convoco, Napoleón, ven a nosotros, Emperador…- decía el médium, o mejor, la médium, porque si el médium era varón Casimiro no aparecía. Pero si era una médium, Casimiro se fajaba como los buenos, sin poner atención a las protestas de teósofa: -Napoleón, Napoleoncito, por favor, ¿tú cómo que te imaginas que yo soy Josefina?
(Dígame el banquete que se dio Casimiro una noche que cuatro señoras solas decidieron convocar al espíritu del general Cipriano Castro. Aquello fue la batalla de Tocuyito)
Pero tanto bienestar concluyó para Casimiro por culpa de su indebida preparación escolar, ya que los padres salesianos le habían enseñado a jugar foot-ball y a rezar el yo pecador pero no le dijeron una palabra de la literatura francesa. El desastre ocurrió cuando una señorita rubia, bastante apetitosa y medio bachillera, exclamó en mitad de una sesión:
-Yo quiero que venga Jorge Sand. Y Casimiro, a quien no podía pasarle por la mente que Jorge Sand- con ese nombre fachendoso de cantador de rancheras mexicanas- hubiese sido en vida una escritora romántica, respondió con apasionada voz de barítono:
-Aquí estoy, amor mío. Tócale los bigotes a tu Jorgito-armándose en el acto tal prendera de luces y tal sampablera que Casimiro salió con diez puntos de sutura y perdió el empleo.
Después sobrevino una época dura y clandestina de saltar tejados, agazaparse bajo los catres, colarse como una sombra en los internados de señoritas, huir a la desbandad perseguido por policías, maridos y padres de familia. Cansado a la postre de tanta lucha, cruzado el cuerpo de cicatrices y el alma de desilusiones, Casimiro decidió dedicarse a la mendicidad.
Iba de puerta en puerta, pidiendo el pan para los hijos que no tenía, arrastrando su vocación esteticista como quien arrastra por el rabo a un gato muerto. Hasta que un día aciago llamó a la verja de una quinta y salió a recibirlo una hermosa señora, envuelta en un transparente kimono japonés.
-Una limosnita por el amor de Dios-dijo Casimiro.
-Perdone, hermano.
-Aunque sea un centavito.
-No tengo sencillo.
-Aunque sea un bollo de pan.
-Hoy no vino el panadero.
-Aunque se aun vaso de agua.
-Tampoco vino el agua.
Entonces Casimiro exclamó filosóficamente:
-Pues me conformaré con una sobadita porque lo que soy yo no pierdo mi viaje. Y la sobó en gran escala, desde el estrecho de Bering hasta la Patagonia. Pero, cuando andaba por las inmediaciones del itsmo de Panamá, se apareció el marido de la paciente y le metió cuatro tiros a Casimiro, dejándolo esta vez más difunto que mejillón de pote.
Desde aquel engorroso incidente, mi amigo Casimiro Manosalva descansa en paz, soflamado en el caldero más caluroso del infierno, lo más lejos posible de las once mil vírgenes, amén.


Tomado de Un Morrocoy en el infierno. Humor…humor…humor…de Miguel Otero Silva. Editorial Ateneo de Caracas. Caracas 1982

sábado, 5 de agosto de 2017

LAS CELESTIALES (1)

Caricatura de Pedro León Zapata
Milagrosa Santa Rita
de lo imposible abogada:
¡enséñame a hacer cosita
sin que me dejen preñada!
[Las Celestiales]
Por Miguel Otero Silva.


Santa Rita de Cassia es reputada universalmente como “abogada de lo imposible”, en virtud de los inverosímiles milagros que solía y suele realizar. En vida practicaba esos prodigios inesperados, en forma tal que en su jardín de Roccaporena se daban rosas rojas y bananas tropicales en pleno invierno, nevando y con 7 grados bajo cero.

La propia Rita nació de chiripa, ya que para entonces su padre tenía 95 años y su madre 85, y nunca habían tenido hijos anteriormente, y no por falta de traqueteo, ni mucho menos porque cometieran el pecado mortal de evitarlos. Nació Rita en el último tren, y a  los 16 años ya estaba casada con un marido tan pendenciero que lo asesinaron en una reyerta, y la dejó viuda y con dos hijos. Estos últimos, al llegarles la mayoría de edad, decidieron vengar a su progenitor, y sucedió en seguida lo que se cuenta enternecidamente en un bello libro editado en Zaragoza en 1955 por orden de Lino, Obispo de Huesca: “Dio entonces Santa Rita muestras de verdadero amor de madre; cayendo de rodillas, con los ojos bañados en lágrimas, pidió al Señor que si no había medio de que sus hijos desistieran de sus vengativos propósitos, se sirviese llevárselos de este mundo antes de que cometieran el horrendo delito que proyectaban. El Señor escuchó las súplicas de su sierva y no tardó en aumentarse el duelo de ésta con la muerte de sus hijos”.  Conmovedora historia que demuestra cómo nuestra Santa Religión, si bien prescribe en forma inquebrantable el uso del aborto, propicia en cambio en ocasiones justificadas ejercer la eutanasia (dar muerte a alguien sin sufrimiento), así se trate de jóvenes de 21 años.

La imploración que le hace la muchacha de la copla a Santa Rita (que le permita disfrutar de su cuerpo sin correr el riesgo de embarazo), está más que justificada porque ha sido esa la más grande preocupación del género humano desde tiempos inmemoriables. Los primitivos hotentotes se hacían incisiones de cuchillo en el miembro para procurar que los espermatozoides se derramaran antes de llegar a su destino. Las mujeres  egipcias se untaban las vulvas con estiércol de cocodrilo y mucílago fermentado. Y ya en el Talmud babilónico se hablaba a fines del siglo V del coitus interruptus (“derramar a Dios fuera” lo llamaba San Agustín y lo condenaba vigorosamente), práctica que todavía se sigue empleando y que ha conducido a millones de mujeres a la frigidez y a millones de hombres al manicomio.

En la actualidad se acostumbran diversos métodos, todos prohibidos por nuestra Santa Madre Iglesia: la ducha vaginal, que es la preferida por las infelices prostitutas y que falta en el 45 por ciento de las veces; el preservativo de goma para el hombre, que es el más popularizado (en Suecia los venden en maquinitas públicas como los cigarrillos) y que falla en un 14 por ciento; los diafragmas para la mujer (metrissalus, vimule, dutch y otros), que fallan en un 25 por ciento; las almohadillas y esponjas vaginales, que fallan en 32 por ciento; y el anillo intrauterino (inventado por Aristóteles para las camella y que consistía en introducir una pajita en espiral en el útero de dichos animales-“pajita aristotélica- y adaptado en este siglo a las mujeres por un profesor alemán), que resultaba el más eficiente porque no fallaba sino en un 3 por ciento. Nuestra Iglesia, por su parte, no autoriza a hacer cosita sin busca de embarazo sino en el llamado “período de seguridad”, que en la práctica resulta ser más peligroso que la ruleta rusa, porque falla en un 39 por ciento y es mucho el muchachito social cristiano que ha nacido por error de esos almanaques seudocientíficos. En cuanto a los rocheleos extra-reglamentarios entre marido y mujer, constituyen el más espantoso de los pecados. Hay que ver lo que dice San Bernardino a ese respecto en sus sermones Seráficos: “Es mejor para una esposa copular con su propio padre de un modo natural que con su esposo contra la naturaleza”. ¡Recórcholis!


Afortunadamente para la humanidad sucedió que Santa Rita, aunque con siete siglos de retardo, accedió finalmente a realizar el milagro genital que tan fervorosamente le pedía su devota de la copla. La asombrosa campesina de Cassia, reencarnada en el sabio norteamericano Makepeace, llegó en 1937 a la conclusión de que la progesterona podía suprimir la ovulación de las conejas. ¡Allí nació la píldora! ¡La píldora que no falla sino en el 0.2 por ciento, por no decir en el 0 pelado! El estilo desconcertante de Santa Rita está patente en el descubrimiento de esa pastilla que se ingiere por la boca y surte efecto en la recóndita matriz. ¡Gloria a la más milagrosa y a la más anticonceptiva de todas las Santas!

Tomado de Un Morrocoy en el infierno. Humor…humor…humor…de Miguel Otero Silva. Editorial Ateneo de Caracas. Caracas 1982

MIENTRAS NO LLEGA EL AUTOBÚS.

Novela corta.
Por Miguel Otero Silva.

[1944]
Hace ya algún tiempo salió de la escuela, rumbo  a su casa, la niña Nelly Vinagreta, hermoso querubín de nueve años de edad y chupeta en mano. Para ese entonces Nelly cursaba primaria elemental y la única mala palabra que conocía era “pupú”.

Serían las once y pico de la mañana de un viernes cuando Nelly, respetuosa de la disciplina municipal y de las buenas costumbres, tomó su puesto en la cola de una de las paradas que amenizan los alrededores de la Plaza Bolívar. El autobús que esperaba habría de conducirla a su lejana, proletaria y polvorienta parroquia de Catia.
La presencia de Nelly pasó inadvertida para sus compañeros de resignación. Su vecino de la izquierda era un estudiante de Derecho, algo pedante como suelen ser los estudiantes de esa Facultad en todas partes del mundo, que ni siquiera se dignó bajar los ojos para cerciorarse de la proximidad de la chiquilla. Su vecino de la derecha era un modesto y antiguo empleado de la Cancillería, oloroso a cerveza y a sándwich de anchoa, que ningún Ministro se atrevía a destituir porque era el único que sabía manejar los archivos.
La cola era una sola sombra larga. Nelly logró divisar a lo lejos y a lo cerca los más variados especímenes de la sociedad contemporánea: obreros con el sindicato disuelto; padres de familia maldiciéndole la ídem a la Junta Reguladora y persiguiendo en las nubes la ruta astral de los comestibles; cocineras con la cesta en el brazo y Jorge Negrete en el corazón. Nadie prestó a atención a la pequeña Nelly, salvo un anciano de barbas freudianas y freudianas inclinaciones que le metió un pellizco.
En aquel rígido desfile empezó la niña a conocer la vida y sus complicaciones. Cuando se planteó el problema del voto femenino, una dama de atildados modales allí presente, afirmó que ella no deseaba votar porque se sentía muy burra, comprendiendo Nelly que a confesión de parte relevo de pruebas. Y cuando se habló de la urgencia de un segundo frente de guerra para derrotar a Hitler, un escritor barrigoncito se puso a tronar “que aquello sería hacerle el juego al comunismo”, quedándole a Nelly serias dudas con respecto al supuesto anti-fascismo de quien tal cosa decía.
Pasó el tiempo dulcemente y con el tiempo fue creciendo Nelly. Su vecino el estudiante comenzó a prestarle atención. En efecto, los soles y las lluvias habían transformado a la pequeña escolar en una espléndida mujer. El estudiante de Derecho se enamoró de ella y se volvió rastrero y suplicante, como suele acontecerles a los estudiantes de Derecho cuando se enamoran.
Una noche de luna en el cielo y retreta en la plaza, se le declaró. Y como Nelly lo aceptase, cautivada por su sabiduría y por su parecido fisonómico con el Doctor Luis Villalba Villalba , desde aquel instante fueron novios y su espera en la cola se hizo mucho más llevadera. Los vecinos escuchaban a toda hora el arrullo de los tórtolos, sus preguntas babiecas destinadas a dilucidar quién era el propietario de la boquita de ella y quién el ama y señora de los bigotes de él, sus pleitos injustificados, sus promesas matrimoniales. Un noviazgo clásico, en fín.
La presencia del jefe civil de Altagracia en aquella ristra humana, setenta metros más atrás, fue aprovechada por los enamorados para transformar en tangible realidad sus dorados sueños. Se casaron un sábado de abril. La entera cola entusiasmada, celebró el acontecimiento. La muchacha derramó unas cuantas lágrimas, conmovida por la ausencia de sus padres que la seguían esperando en Catia, pero el flamante esposo se bebió el llanto de la recién casada y así principió la luna de miel y se estableció la felicidad conyugal. La vida matrimonial tuvo un desarrollo ejemplar. El marido de Nelly, decidido a no perder su puesto en la cola, se abstenía de visitar botiquines y cabarets, ni despilfarraba sus ahorros en las carreras de caballos. De esa manera, Nelly lograba realizar el ideal impertinente de toda mujer casada: el consorte a su lado permanentemente, las 24 horas del día, aburrido como una ostra pero a su lado.
A los nueve meses vino al mundo el primogénito. Un carricito rubio como Nelly y pretencioso como su papá, que no fue muy bien recibido en el primer momento por los colistas. Sus destemplados berridos nocturnos no los dejaba dormir. Sin embargo, a todo se acostumbra uno, según Aristóteles. Al poco tiempo el pequeño Nicolás que así lo bautizaron para perpetuar el nombre del lugar de su nacimiento, era el niño mimado de los 1.583 ciudadanos que esperaban el autobús de Catia.
Después el espectáculo se hizo monótono. Nelly tenía un hijo todos los años. Su bíblica fecundidad provocaba ruidosas protestas entre los colistas, hasta la coronilla de aquellos chillidos en mi menor, pellizco sostenido y cachetada bemol.
Por último, la vitalidad de Nelly comenzó a declinar: la maternidad redundante, la cría de los niños, las contrariedades peculiares del hogar, el precio de la mantequilla, las noches pasadas al aire libre, influyeron aciagamente en la salud de doña Nelly, como se le llamó en la cola durante su postrera etapa. Una tarde llorosa de noviembre, entre el tejido de la llovizna, los cornetazos de los automóviles, los gritos de los pregoneros y las preguntas de los reporteros de Últimas Noticias que no dejaban morir a nadie tranquilo, doña Nelly entregó su alma al Creador.  Murió sin confesión porque los curas (“más sabe el diablo por cura que por diablo”, decía Voltaire), los curas prefieren andar a pie que hacer cola. El fallecimiento de doña Nelly fue un tremendo golpe moral para toda la hilera. Allí se amaba por sus virtudes y se le respetaba por sus avanzada edad.
La enterraron compungidos al pie de un poste de teléfonos. Sus hijos enlutados recibieron el pésame. Su viudo inconsolable juró solemnemente no volverse a casar. Entretanto, los aliados no habían abierto el segundo frente, ¡qué esperanza! En cuanto al autobús de Catia, continuaba accidentado en la plaza Pérez Bonalde.


Tomado de Un Morrocoy en el infierno. Humor…humor…humor…de Miguel Otero Silva. Editorial Ateneo de Caracas. Caracas 1982

Por favor, aún no.