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viernes, 1 de septiembre de 2017

La aviación y sus encantos.





[Crónicas morrocoyunas]
De Miguel Otero Silva.
1945

Voy a hablar sinceramente de lo que sufro cada vez que me monto en un bicho de esos, así se trate del más poderoso pentamotor del mundo y así vaya al volante el coronel Charles Lindbergh, que es bastante fascista pero ostenta laureles de gran aviador.
Mis tribulaciones se inician al llegar al aeródromo, cuando me pesan y gritan delante de todo el mundo, como si yo fuera un boxeador:
-¡Ochenta y cinco kilos!
-Caramba, qué gordo estoy- me disculpo avergonzado- ¿Y para qué quería ustedes saber mi peso?
El empleado, muy amable, me explica:
-Porque si le metemos peso excesivo al avión, se cae.
Y dice “se cae” deportivamente, como si se tratara de una piñata.
Después le pesan a uno el equipaje y le cobran diez dólares de exceso. Por lo menos a mí siempre me han cobrado exactamente diez dólares, nunca nueve setenta y cinco, así lleve una maletica, un baúl, una máquina de escribir o un escaparate. Estoy tan acostumbrado que los llevo preparados, en moneda americana.
Luego viene el turno de las despedidas. La gente que se despide de los que van a volar en avión acostumbra a poner una cara expectante y agorera. No es igual cuando la partida se efectúa en barco o en ferrocarril. En estos casos los familiares se quedan en el muelle o en el andén aleteando pañuelos, empuñando ramos de flores, deshojando sonrisas, contando cuentos. “Feliz viaje”. “Que te diviertas mucho”. “No dejes de escribirnos” la gente que se queda en los aeropuertos, en cambio, adopta una actitud más reservada. No dicen nada, prudentemente. Pero observe con detenimiento a una novia de aeropuerto y adivinará sus pensamientos: “Ay, Virgen de Coromoto que no se haga tortilla el futuro padre de mis hijos” Pero ya está uno cómodamente sentado, herméticamente cautivo, sonriendo a los stewardess, azafata o aeromoza que se acerca con un chiclet en una bandejita. Nunca he llegado a comprender la finalidad de ese chiclet en ayunas, ni me he explicado tamaño despilfarro en esta época de escasez de cauchos. Al principio supuse que nos los daban para propiciar un juego infantil que nos distrajera durante la travesía: pegarle el correoso  residuo de goma en el cabello al ocupante del asiento delantero. Pero deseché en seguida la tentación al comprobar que mi vecino de adelante pesaba diez kilos más que yo y era un pitcher negro importado por el “Magallanes”. Preferí tragarme el chiclet.
Se había encendido un letrero imperativo: “¡Abróchese el cinturón!” No me agrada cumplir órdenes ciegamente, sin investigar la razón que las determina. No soy tomista, soy cartesiano. Llamo a la aeromoza:
-¿Por qué motivo debo abrocharme el cinturón?
Ella esgrime la más dulce de sus miradas:
-Para que no se rompa la cabeza contra el techo, si nos caemos.
-Y si nos caemos en el mar, ¿cómo hago para desabrocharme el cinturón?
Esta vez ella se encoge de hombros, fatalista, como si dijera: “Si nos caemos en el mar, morituri te salutant”. Y se consagra a explicarnos práctica y minuciosamente los movimientos que debemos hacer para ponernos el salvavidas, en el caso de un accidente: “Meta la cabeza por entre estas dos cintas, así: sople este tubito, así, procure que este cojincito le quede justamente sobre el tercer espacio intercostal izquierdo, así; coloque los brazos en posición yoga, así; haga un lazo con el remate de estas trenzas, así”. Mucho más complicado que ponerse el frac y las condecoraciones. ¿Quién se va a acordar de tantos detalles en el segundo del estrellamiento? Prefiero la visión del paisaje. Las colinas son granos de arroz verde; los ríos son tallarines de plata; debemos estar a diez mil pies. Me asaltan siniestras reminiscencias de mis estudios de Física. La ley de gravedad dice que los cuerpos sólidos, abandonados en el aire a su propio peso, se vienen para abajo como si los halara una cabuyita, y mientras más pesado sea y más lejos se encuentre el armatoste tan obeso, Newton y su manzana me asedian como fantasmas. Abrigo la esperanza de que existan otras leyes no menos físicas que obstaculicen el derrumbamiento del perol. Pero las desconozco porque mis estudios académicos concluyeron en el tercer año de bachillerato.
            Invento antídotos contra el pánico. El primero es la humillación de parangonearme con la viejita que viaja en un sillón cercano, hojeando una revista. Contemplo su pasmosa tranquilidad, su indiferencia de gaviota, su confianza en nuestro feliz aterrizaje. ¿Cómo es posible que esa anciana sea más valiente que tú, más hombre que tú, un paisano de Tigre Encaramado y de Eulalia Buroz? ¿No te da vergüenza? La verdad es que no me da.
            Busco un segundo antídoto, más científico. Basado en la teoría de las probabilidades, nada menos. Saco las cuentas en un papelito. En el mundo se levantan cerca  de dos millones de aviones diarios. No se cae sino una cada quince días, aproximadamente. Luego, para que se caiga éste en que voy volando, existe una posibilidad contra treinta millones a mi favor. Pero-discute mi yo pesimista- ¿quién me garantiza a mí que éste no va a ser el uno que se cae sino uno de los treinta millones que no se caen? Vamos- insiste mi yo optimista-, muchísimo más fácil sería sacarse el primer premio de la lotería para una persona que jugara un solo sorteo en su vida, y tú llevas veinticinco años jugándola y no has visto el primer premio ni por el forro. (Su lógica matemática es contundente). Para corroborarla interrumpo a la viejita que lee:
-Señora, ¿usted se ha sacado alguna vez el primer premio de la lotería? ¿Verdad que no?
-Pues se equivoca, caballero. Me lo ha ganado tres veces: dos con centenas y otra con un once mil. No es tan difícil, no lo crea.
Sonrío defraudado y nervioso.  Y luego debo enfrentarme a lo  más espantoso: los baches o vacíos. Son saltos de caballo que protagoniza el avión en la vía láctea. El estómago se nos arrima al maxilar inferior, el corazón desciende hasta el astrágalo, una nube color desgracia nos tapa el cielo, “abróchese el cinturón”, “no fumes”, “rece un padrenuestro”, sospecho que la ley de gravedad vuelve por sus fueros. Con rostro cadavérico le pregunto al piloto-el piloto pasa rumbo al baño, ha dejado sola la cabina, ¿quién estará manejando este sarcófago volante, Dios mío?-, le pregunto al piloto:
-¿Qué sucede? ¿Nos caemos?
-No se preocupe. Son bolsas de aire-responde despectivo.
-¡Mentira! Aquí no hay más bolsa de aire que yo-confieso.
En efecto, ¿Quién me mandó a montarme en esta cripta de aluminio? Y dígame si, por una maldita casualidad, se sale con la suya Monseñor Pellín y resulta que las cosas no son como yo las pienso sino como las piensa él, y después que nos estrellemos resulta que hay otra vida más allá de la muerte, y me recibe un diablo peludo y hediondo a azufre, con un tenedor en la mano, haciéndome el inventario: tantos pecados de ira, tantos de gula, tantos de pereza, y en cuanto a codiciar la mujer de tu prójimo, ni hablar. No me salva ni Cristo.
Los oídos me atormentan como si me hurgaran con un tirabuzón; debe ser el chiclet que me desarticuló los maseteros; no los mascaba desde el colegio. Menos mal que estamos aterrizando. “Abróchese el cinturón”, otra vez. La aeromoza se pinta los labios, los pasajeros se peinan, la viejita impertérrita sigue hojeando su revista. ¡Hemos llegado! Yo desciendo la escalera en cuatro saltos para besar la tierra y gritar:
-¡Viva la serpiente! ¡Abajo el águila!
No obstante, a los cuatro días vuelvo a tomar un avión. ¿Qué querían ustedes que hiciera? No podía regresar a pie desde la Gran Sabana.
           


lunes, 7 de agosto de 2017

BIOGRAFÍA DE UN SOBADOR


[Crónicas morrocoyunas]
Por Miguel Otero Silva.
[1943]

Hoy, cuando los grandes titulares de los periódicos más venerables son acaparados por las hazañas de gánsteres en cuadrillas, los contrabandistas de drogas, los tratantes de blancas, las bandas fascistas y otros peligrosos especímenes del subgénero humano, nos hemos sentido reconfortados al enterarnos de la reciente y desusada  aparición de un sobador por los lados del Callejón Lourdes. El sobador  es una silueta evocadora de las cariñosas costumbres venezolanas del siglo pasado; una sutil remembranza de las deleitables historias que nos relataban nuestras tías solteronas entre aromas de albahaca y versos de Abigaíl Lozano.
Yo te saludo, sobador caraqueño que brotaste anacrónico a mediados del siglo veinte, trasnochado exponente de un goce humilde e inofensivo, intrépido galán que –lejos de escurrirte cobardemente entre las multitudes como los rascabucheadores modernos- expones las facciones de tu cara al furor de las uñas de tus homenajeadas. Yo ensalzo la sinceridad de tus intenciones, tu preocupación hedonista en demostrar que no todos los rumores nocturnos son pisadas aviesas de rateros en ejercicio, sino que todavía existes tú, Quijote del amor fugaz, Romeo de la caricia escamoteada, Abelardo de las Eloísas desconocidas, dispuesto a arriesgar la libertad y la vida en aras de una platónica percepción de la belleza femenina dormida. Hace unos cuantos años conocí a un sobador profesional en el ocaso de sus facultades. Fue mi amigo. En mis conversaciones con él logré justipreciar la pureza de sus ideales y la firmeza de sus principios. En homenaje a Toribio García, que así se llama el sobador descubierto anteayer en el Callejón Lourdes, traigo hoy a estas páginas los rasgos biográficos de aquel ilustre colega desaparecido, Casimiro Manosalva nació en la esquina de Quita Calzón hace más de cincuenta años. Su padre, un amolador italiano con veleidades ducales (óigase a Rigoletto), lo abandonó antes del parto, es decir, antes de que la madre diera a luz a Casimiro. En cuanto a la madre, la pobre Mary (Mary Tornes) murió cuatro meses después con más bacilos de Koch entre pecho y espalda que la Dama de las Camelias. Es una historia muy triste. Casimiro habría seguido los pasos de su progenitora a no ser por un caballero chapado a la antigua que aspiraba a conquistar el cielo por medio de la caridad practicante, las oraciones al Santo Niño de Atocha y unas piedras en la vejiga que ríase usted de los sufrimientos de Job. El filántropo se llamaba modestamente Guillermo Tell Bolívar y tenía establecida una venta de fajas abdominales en la calle Real de la Candelaria.
Sin embargo, al intentar la educación cristiana de Casimiro, el señor Bolívar pasó más vergüenza que un fraile capuchino en una casa de lenocinio. El chaval demostró desde pequeñito desmedidas aficiones al manoseo: practicaba un catch as catch can desenfrenado con las diversas cargadoras que el señor Bolívar le puso. Más tarde, su paciente tutor vióse obligado a encerrar a las sirvientas y cocineras con candado, y también a las gallinas, y a las pelotas de foot ball, y a las trampas de ratones, ya que Casimiro, en cuanto no divisaba cuerpo de mujer a quien pasarle la mano, se la restregaba a cualquier animal u objeto del sexo femenino, así se tratara de una penca de tuna.
Al percatarse Casimiro de la desconfianza de su padre adoptivo le profesaba, abandonó dignamente el hogar en una noche oscura, sin más equipaje que dos moldes de gelatina y una estatuilla de la Venus de Milo que el señor Bolívar tenía en la sala y con cuyas curvas solía entrenarse Casimiro despiadadamente. Para esa época  el sobador de nuestra historia contaba 14 años y no había leído en su vida sino dos libros, a cual más corruptor: El Catecismo de Ripalda y Bola de sebo de Maupassant.
¡Qué amargo se comprobó el destino de aquel adolescente descarriado en una época en que no existían casas hogares ni institutos reeducacionales! La única protección para la infancia era el garrote paterno; la pedagogía moderna la ponían en práctica los curas salesianos a palmetazo limpio. Casimiro fue recapturado por su tutor y vagó de internado en internado, conformándose con moldear muñequitas de cera en los recreos y atisbar por el ojo de la cerradura los retratos de bataclanas desnudas que ornamentaban la celda del padre Velandia.
A punto de cumplir su mayoría de edad, Casimiro se enamoró y fue correspondido, para desgracia suya.  Sucedió que la novia tenía tal cantidad de espinillas en el cuerpo que, al cabo de dos semanas, a Casimiro se le pusieron ambas manos como lomo de puercoespín. Dejóla Casimiro por otra y esta segunda le resultó maniática del adelgazamiento voluntario; no comía sino ensaladas; a los tres meses era hueso no más; Casimiro recibía más puyazos que un toro de lidia; también la dejó.
Ante aquel cúmulo de fracasos y decepciones, Casimiro decidió morirse. Y se murió. Al menos se contrató como muerto en un centro espiritista durante varios años que fueron los mejores de su vida. Su trabajo consistía en asistir en calidad de difunto a las sesiones metapsíquicas que se celebraban en esta capital. Fue la única etapa de legalidad que disfrutaron los sobidos de Casimiro. Los organizadores lo introducían de antemano en el cuarto donde iba celebrarse el experimento él esperaba, disimulado detrás de un escaparate, la hora del trance.
-¡Napoleón! Yo te convoco, Napoleón, ven a nosotros, Emperador…- decía el médium, o mejor, la médium, porque si el médium era varón Casimiro no aparecía. Pero si era una médium, Casimiro se fajaba como los buenos, sin poner atención a las protestas de teósofa: -Napoleón, Napoleoncito, por favor, ¿tú cómo que te imaginas que yo soy Josefina?
(Dígame el banquete que se dio Casimiro una noche que cuatro señoras solas decidieron convocar al espíritu del general Cipriano Castro. Aquello fue la batalla de Tocuyito)
Pero tanto bienestar concluyó para Casimiro por culpa de su indebida preparación escolar, ya que los padres salesianos le habían enseñado a jugar foot-ball y a rezar el yo pecador pero no le dijeron una palabra de la literatura francesa. El desastre ocurrió cuando una señorita rubia, bastante apetitosa y medio bachillera, exclamó en mitad de una sesión:
-Yo quiero que venga Jorge Sand. Y Casimiro, a quien no podía pasarle por la mente que Jorge Sand- con ese nombre fachendoso de cantador de rancheras mexicanas- hubiese sido en vida una escritora romántica, respondió con apasionada voz de barítono:
-Aquí estoy, amor mío. Tócale los bigotes a tu Jorgito-armándose en el acto tal prendera de luces y tal sampablera que Casimiro salió con diez puntos de sutura y perdió el empleo.
Después sobrevino una época dura y clandestina de saltar tejados, agazaparse bajo los catres, colarse como una sombra en los internados de señoritas, huir a la desbandad perseguido por policías, maridos y padres de familia. Cansado a la postre de tanta lucha, cruzado el cuerpo de cicatrices y el alma de desilusiones, Casimiro decidió dedicarse a la mendicidad.
Iba de puerta en puerta, pidiendo el pan para los hijos que no tenía, arrastrando su vocación esteticista como quien arrastra por el rabo a un gato muerto. Hasta que un día aciago llamó a la verja de una quinta y salió a recibirlo una hermosa señora, envuelta en un transparente kimono japonés.
-Una limosnita por el amor de Dios-dijo Casimiro.
-Perdone, hermano.
-Aunque sea un centavito.
-No tengo sencillo.
-Aunque sea un bollo de pan.
-Hoy no vino el panadero.
-Aunque se aun vaso de agua.
-Tampoco vino el agua.
Entonces Casimiro exclamó filosóficamente:
-Pues me conformaré con una sobadita porque lo que soy yo no pierdo mi viaje. Y la sobó en gran escala, desde el estrecho de Bering hasta la Patagonia. Pero, cuando andaba por las inmediaciones del itsmo de Panamá, se apareció el marido de la paciente y le metió cuatro tiros a Casimiro, dejándolo esta vez más difunto que mejillón de pote.
Desde aquel engorroso incidente, mi amigo Casimiro Manosalva descansa en paz, soflamado en el caldero más caluroso del infierno, lo más lejos posible de las once mil vírgenes, amén.


Tomado de Un Morrocoy en el infierno. Humor…humor…humor…de Miguel Otero Silva. Editorial Ateneo de Caracas. Caracas 1982

Por favor, aún no.