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miércoles, 30 de octubre de 2019

La casa de Teresa.



por Bruno Mateo
Twitter: @bruno_mateo
IG: @brunomateoccs

Querida amiga, por fin te puedo escribir, el doctor me dio el permiso para hacerlo. Te cuento que aquí las cosas no son tan malas como dicen por ahí. ¿Recuerdas aquella vez abajo en el Litoral, no recuerdo la playa, recogimos aquella cantidad de conchas marinas? Mi mamá se puso furiosa, nos queda viendo y dice: “¡Estas niñas! ¡Estas niñas!” Tú y yo juntas éramos un terremoto. No te niego que en ocasiones me siento sola, más que sola, desolada, desterrada. Tengo la sensación de que en este rellano de paz es mi prisión. ¿Por qué no has venido a visitarme? Ayer… ¿Ayer?… ¡No sé! Uno de estos días me asomé por la ventana porque creí oír tu voz que se acercaba, pero no eras tú. Había un niño arrojando piedras al techo de la casa. Mi mamá no dijo nada. Te digo algo en secreto: mi mamá se fue de la casa. ¿No lo crees? ¡Sí! En serio… No la he visto desde hace mucho tiempo. Creo que me abandonó como hizo papá con ella.

Amiga Lydia, eres lo único que me queda. Nunca pude casarme. Yo no quería casarme con ningún hombre. No tengo hijos y de eso me arrepiento un poco. No tengo ánimos de hacer nada. Me siento en la mecedora, aquella que me regalaste, la primera vez que peleamos. No sabía que tenías novio y te apareciste con él. Me molesté mucho porque no me dijiste nada. Eso fue cuando te fuiste a Buenos Aires y yo me quedé en Macuto, de pronto, me dices: “Teresa, te presento a mi novio”, para mí fue un duro golpe a nuestra amistad. ¿Por qué lo hiciste?  No debiste. Pero eso pasó hace tiempo, te perdoné. ¿Cómo no hacerlo? Ahora estoy sola en la casa que una vez ocupamos tú, mi mamá y yo. Los muebles, la casa se me vienen encima. Estas líneas que escribo son para pedirte que vengas a visitarme de vez en cuando. Ahí está la mecedora. Más allá el juego de comedor. ¡Mira! El reloj aún está pegado en la pared. La alfombra vinotinto  en medio del salón. Ellos  no tienen valor. No tienen valor porque no hay nadie que las disfrute. Son sólo recuerdos. Lydia, por favor, ven para que conversemos. No quiero estar en un mundo escindido. Todas esas imágenes que vienen a mi mente forman un caleidoscopio de mi persona. Ahí está todo lo que nos gustaba: la mecedora, la radio vieja de tu abuelo en Cuba, el parabán que trajimos de Paris, amiga mía, cuando te fuiste terminaban los objetos por escurrirse de la memoria que transportaban.  

A veces, oigo gente que entra, no se dan cuenta de que estoy arriba, escucho que hablan de mi como si perteneciera al pasado. Cada semana viene alguien diferente, me les acerco para preguntarles qué hacen en mi hogar, pero no responden, sólo dicen: “Muchas gracias, pero esta casa es extraña, se siente una energía muy fuerte, no la vamos a comprar”. Salen. Quedo sola otra vez.

Amiga del alma, voy a finalizar de escribir, estoy un poco cansada, me recostaré pensando en aquellos días, cuando éramos niñas, a orillas de las playas de Macuto.



Caracas, julio 2011.

sábado, 1 de junio de 2019

La Bruja




De Jaime Galarza Zavala (Cuenca, 28 de julio de 1930).

Tenía una pila de hijos, y todos comían.

La chacra daba pan escaso. Era muy pequeña. Por eso el marido se había largado, dos años antes, a los Calientes, a trabajar en una plantación de caña dulce. Lo trago el misterio.
                
Batallaba sola. A veces tejía sombreros, pero principalmente dedicaba sus fuerzas, marchitas como como su juventud al cultivo de la tierra. Se la veía arar el pegujal con bueyes que alquilaba, esparcir el maíz en los surcos, enterrar las semillas de papa, cosechar; seguida de la pila de hijos, que madrugaban para ayudarle en las faenas, hasta que la noche se extendía, helada y funeral, sobre los Andes. Siempre detrás su sombra escuálida, la Miche, la mayorcita con diez años encima.
                
Un animal inmenso, terrible devorador de tierras, rondaba la parcela. La ambicionaba por hallarse ubicada junto al río, a la cabecera de su fundo propio, levantado mediante préstamos a campesinos arruinados, que éstos no alcanzaban a pagar, por lo que veíanse obligados a entregar sus tierras o bien iban a la cárcel, cuando no sucedían las dos cosas.
                
La campesina resistía:
                -Ay, taita curita, es todo lo que nos queda. Poquito da a cuadra, pero, dioselopague, propia es. No he de vender. Si fuera sola, bueno, pero están los guagas. ¿Dónde he de ir con ellos? ¿Quién nos ha de dar amparo?
                -Mujer, te dejaré la casa, y si quieres, te quedaras trabajando en el fundo. Yo pago bien a mis peones.
                -Con el perdón de su mercé, no he de vender mi cuadrita. Mi marido, al irse, me dijo: “Más vales hambre en chacra propia que pan en chacra ajena”, y así mismo es, taita curita.
                -¿Pero no ves que se trata de servir a Dios? Con lo que se producen las tierras yo estoy reuniendo fondos para levantar un nuevo templo. El que tenemos no  es bueno a los ojos de Dios. Es una capilla vieja y estrecha. Por eso nos castiga con la peste unos años, con las sequías, otros; con las hambrunas toda la vida. No le enojes más a Nuestro Señor Jesucristo. Véndeme la parcela.  
                -No, taita cura.
Dos, tres, cuatro veces a misma cantaleta. El cura rodeaba la chacra como la zorra en busca de gallinas. Después del último rechazo de la dueña en el primer sermón que vino a mano., subido al púlpito, paseó sus ojos de ave rapiña sobre la grey reunida. Los feligreses lo contemplaron boquiabiertos:
                -Amados hijos: mi corazón sufre al referirse la revelación divina que tuve anoche. Cuando dormía en la gracia del Señor, se me presentó un ángel con un anuncio terrible: “Este año – me dijo- habrá sequía. Luego lloverá torrencialmente diez días y diez noches, crecerán los ríos, derribarán las casas, arrasarán los sembríos, aniquilarán el ganado. Por fin, la peste traerá una mortandad como no recuerdan ni los ancianos más viejos de la parroquia. Los que perezcan no tendrán tiempo de ponerse en paz con el Señor y serán condenados al infierno. Los que sobrevivan, andarán errantes por la tierra, convertidos en mendigos.
Todos quedan petrificados. El religioso prosiguió:
                -Angustiado, pregunté al nuncio celestial qué grave pecado había cometido este pueblo para que la Divina Providencia descargara su sagrada ira de ese modo. Me respondió: “Es el enojo del Señor por la tardanza en construir la nueva capilla; porque hay gentes que, inspiradas por Lucifer, se niegan a cooperar con la parroquia para aumentar los fondos destinados a construir un templo digno de la gloria de Dios”.

Por el ámbito se extendieron rumores a media voz, como un enjambre de moscardones.

Hasta este punto habló el cura en español. Luego pronunció una oración en latín, que nadie comprendió, pero que debía ser una súplica desgarrada del pastor en pro de su rebaño, pues concluyó sollozando.

Ella, enredándose en las polleras, corrió a llorar junto a la pila de hijo.

Dejó de ir a la iglesia. Las vecinas no la visitaron más. Las comadres cuchicheaban. Las beatas se persignaban al verla. La tendera ya no le fió. El sacristán, borracho siempre, difundía historias espeluznantes. Ella sentía que el mundo se tornaba su enemigo. Como una cerca de pencas gigantescas, le aprisionó la impotencia. Sus hijos eran golpeados por otros pequeñuelos, hijos de parásitos del agro, o no de campesinos lachapientos como ella. Crecía la desesperación, pero seguía empecinada en cumplir lo que el marido le dijo: “Más vale hambre en chacra propia…

Un día fue al pueblo para ver una antigua comadre y pedirle prestado un poco de maíz, pues tenía una pila de hijos, y todos comían.

Escuálida, su sombra iba la Miche, a paso menudito y ligero. Era Semana Santa, la semana de Dios. La gente salía de los servicios religiosos, en los que el cura había pronunciado un segundo sermón sobre el anuncio celestial.

Al regresar, se topó en la plaza con grupos que la miraban hostiles. Corrieron rumores sordos. Las beatas se santiguaron. Del fondo de la oscura capilla, como una caverna, salió el sacristán, tambaleando su borrachera. Traía el hisopo de agua bendita, que la esparció con dirección a la mujer.

Los ojos del sacristán, irritados por el alcohol y la sagrada furia, eran bolas de fuego. Gesticulaba como un loco:
-¡Compactada con el diablo estás, infeliz! ¿Por qué, sino, hablas a solas, encerrada en tu cuarto? Es que allí te juntas con el diablo juegas a las barajas, con el diablo te acuestas. Anoche te vi volando en una escoba. ¡Yo te conjuro a irte lejos, lejos, bruja!
Intentó golpearla con el hisopo. Pálida, muda, temblorosa, con la Miche que gemía abrazada a sus polleras, alzó su mano labradora, y derribó al sacristán. El hisopo del agua bendita rodó lejos.
El sacristán, entre espumarajos, chilló:
-¡Estamos perdidos, perdidos! ¡Botaste al suelo a Nuestro Señor, bruja condenada! ¡Ahora sí se cumplirá la revelación!
Indios lachapientos como ella, chagras ricos, chulqueros, cantineros, concubinas del cura, la jauría de Dios se fue encima. La Miche, perdida en el tumulto, clamó:
-¡Socorro, taita curita, socorro!- al ver al párroco asomado a la ventana de la capilla, a escasos metros de distancia.

Una avalancha de manos despedazaba las ropas de la mujer, iracundos garrotazos la fulminan, el sacristán la arrastra por los cabellos. Un líquido le penetra por la boca, la nariz, el sexo; empapa los jirones de tela que la cubren, resbalando a lo largo de su cuerpo: gasolina. UN alarido infantil. Una ventana que se cierra. Una pira en mitad de la plaza.

Tomado del libro: “Cuentos de piedra” de Jaime Galarza Zavala. Vice Rectorado Académico. Universidad de Guayaquil. 1991.

               



sábado, 3 de noviembre de 2012

Maestra, ¿por qué tengo el pelo malo?



Maestra, ¿por qué tengo el pelo malo?
Bruno Mateo
Twitter: @bruno_mateo
IG: @brunomateoccs
Este cuento ganó el I   edición del Concurso de Narrativa: "La Paz es lo que Cuenta". Alcaldía bolivariana de Caracas. Octubre 2012

Las olas en el Litoral de La Guaira a orillas del Mar Caribe que golpean con suavidad  la tierra del Libertador Simón Bolívar producen una cadencia de alegría a todo aquel que conoce el norte de Venezuela. Es un espacio de libertad en donde los hombres y mujeres se encuentran en cónsona armonía con los elementos que nos ofrece la Naturaleza. Los caracoles encerrados en sus conchas son testigos silentes del paso del tiempo. Los cangrejos con su gracioso caminar hacia atrás parecieran luchar contra el avanzar de la Historia. Los alcatraces y pelicanos surcan el límpido azul de la esperanza y de vez en cuando lanzan un graznido chocante que rompe con la pantalla interactiva de sonido, movimiento, colores y olores del mar. En las playas, los cocoteros se muestran pretenciosos y parecen bailar borrachos por el sol. El viento vuela cálido y constante por entre el espacio marino. Justo en esa estampa tan cósmica se encuentra la casa de Cipriana, que llamaré desde ahora Ciprianita por cariño. Ella es una niña negra. Tiene 8 años.  Su piel brilla con la luz y refleja la pasión de los que habitan esta parte de la geografía venezolana. Tiene la alegría de una niña criada en un lugar en donde confluye la arena, el mar, el sol, el calor, y la simpatía de un espacio abierto a las ilusiones infantiles. Para mi es una chiquita muy especial. Es un chocolate en medio de las costas del mar Caribe. Así mismo piensa todo aquel que la conoce. Yo la conocí en el año 2001 en el mes de mayo. Recuerdo que fui a un velorio de la cruz que se empató con la celebración del día de la madre. En el Caribe se celebra hasta un bautizo de muñecas. Los latinoamericanos somos muy alegres. Ciprianita vive en una casa linda llena  de árboles o matas, como le decimos aquí, de todas las especies posible.
Yo soy una maestra de Caracas  que vino al litoral en comisión de servicio para dar unas clases de creación literaria a los niños de la Escuela Bolivariana “Simón Rodríguez”. Mi objetivo es acercar a los niños a la escritura creativa. Llegué un 2 de mayo. Nunca imaginé que conocer a Ciprianita hiciera que aprendiera el verdadero valor de la inocencia.
La primera vez que pisé Chichíriviche de la Costa, sentí debajo de mis pies la arena más cálida que hubiera sentido jamás. Allí, absorta en mis emociones, apareció de pronto, un grupo de señoras gordas, dicharacheras, con el color de piel más hermoso que mis ojos vieran, parecían personas de cacao. Su tez negra daba un brillo aceitoso que contrastaba con la dentadura blanca como una hoja de papel. Las mujeres hablaban como si cantaran una melodía de tambores en plena noche de San Juan. Yo no entendía absolutamente nada de lo que decían; sólo asentía y sonreía para no pasar por mal educada. Me dejé llevar por las mujeres. Caminamos por el pueblo y la gente que nunca me habían visto en su vida me sonreía. Los niños se acercaban gritando, me tocaban y corrían. Lo hacían una y otra vez. Era un juego para ellos. Supongo que es extraño ver a una persona que no pertenece a ese lugar caminar por su única calle.  Allí, al final y  entre un túnel vegetal, apareció la escuela: un edificio blanco de enormes ventanas azules. Quedé maravillada. A medida que me acercaba, me percaté que detrás de la escuela se veía el mar. Una tela enorme azulada con vetas blancas que se movía en un ir  y venir que se juntaba con el cielo haciendo un solo manchón azul que chocó con mis dilatadas pupilas. Desde ese momento, me sentí conectada con el pueblo, con los niños que conocería y con mi recordada Ciprianita.
Una vez presentada a todas las autoridades de la escuela, me llevan al  salón. Era un espacio amplio. Sendas aspas de ventiladores estaban pegadas al techo como tratando de ahuyentar el calor.  Los niños y niñas me observaban fijamente. Al fin, quedo sola con mis alumnos. “Yo soy la maestra que he venido de Caracas y espero que ustedes y yo nos llevemos bien durante el tiempo que permaneceré con ustedes”, comienzo diciendo. Todos miran, sin decir nada. “Me gustaría conocerlos” dije.  Los niños y niñas se miran con complicidad. No se atreven a hablar nada. “Ya que no quieren hablar, yo les preguntaré el nombre a cada uno de ustedes, ¿les parece?”, acoto. En ese único instante, se levanta de su silla, una niña como de unos 8 años, con el color de piel típico de la zona. Una niña muy bella. Con unas pupilas enormes y negrísimas. Su cara es dulce como el chocolate y su cabello ensortijado  pegadito a la cabeza. Una vez incorporada dice: “Buenos días maestra. Yo soy Cipriana, pero me dicen Ciprianita. Yo vivo cerca de la escuela y nací en mi casa porque a mi mamá no le dio tiempo de llegar al hospital. La gente dice que soy muy apurada desde que nací. Ella es Carlota, mi mejor amiga. Le dicen catira porque es blanquita, así como un gusanito de tierra”,  Me sonrío ante tal ocurrencia. Carlota se levanta y me dice: “Hola”. Cipriana continúa hablando. “Todos ellos son mis compañeros y no les gusta hablar con extraños porque nos dicen que es peligroso”, dice la niña. “¿Y tú  y tus compañeros creen que yo soy peligrosa?”, les pregunto. Los niños y niñas cruzan miradas de picardía y ríen. Allí, establecimos la confianza entre todos. La mañana pasó demasiado rápido para mi gusto. El timbre de salida nos dice que es hora de ir a almorzar, para luego regresar a las 2 pm. Yo me dirijo a la casa que me fue asignada. Enseguida pienso. “No tengo nada para almorzar”. En la entrada de la casa se encuentran las mismas señoras gordas que me recibieron, pero esta vez, cada una con un plato lleno de comida. Una de ellas me dijo: “Esto es Cataco, es un pescado sabroso que siempre comemos por aquí”, inmediatamente otra señora me enseña orgullosa su plato lleno de tostones. Esos deliciosos plátanos que quedan como unas galletas crujientes;  y así cada una de ellas me mostraba   con dignidad su plato. Yo quedé impactada por tanta amabilidad. “Bueno,  aquí usted es nuestra maestra y estamos agradecidas de que venga a enseñarles cosas buenas a nuestros hijos”. Así es. De vez en cuando a las maestras nos gusta escuchar que nuestro trabajo es importante. Las señoras me abrazan como si fuera su hija.
Con esa sensación de ser importante  llegué a la escuela; los niños y niñas me esperaban con cierta inquietud porque ese día era muy importante, había que arreglar las cosas para la celebración del velorio de cruz de mayo, recuerdo que una de las primeras niñas que se ofreció voluntariamente a ayudarme fue Cipriana. Allí empecé a notar lo creativa y servicial que es la niña. Ella misma organizó al grupo: “Tú busca las tijeras”, le dijo a uno de sus compañeros, “tú  traes la pega blanca; tú, los papeles de colores que tenemos en la biblioteca y… usted maestra, ¿podría buscar la cruz de la oficina de la directora?” Sonreí y salí a buscarla.
 El salón se convierte en un espacio entre lo divino y lo humano, la verdad es que los niños son la expresión más pura de lo que somos los seres humanos; esa mañana se  nos fue entre risas, juegos y  entonando canciones en homenaje a la cruz de mayo:

Gracias a la Cruz bendita
que en lo alto del cielo está
gracias porque me ilumina 
y me libra de maldad

            Ciprianita, la bella negrita, y su amiga “la catira” Carlota son las más entusiastas con eso de la fiesta. Una siempre al lado de la otra. Animando a todos a cantar y pedirle a la Cruz por el bienestar común. Se escuchan los tambores que percuten entre los oídos de los presentes y hacen que nuestros pies y caderas se empiecen a mover como embrujados por tan rítmica melodía. Ciprianita y Carlota se acercan y me presenta a un hombre guapo de piel oscura brillante. Es el papá de Ciprianita. El señor muy amable  extiende su mano para tomar la mía. El contraste de colores de ambas manos hace que me sonroje. Las niñas se miran con una leve sonrisa de travesura. Carlota, sale disparada a buscar una silla y la coloca a mi lado para que el hombre se siente. Yo para disimular un poco la situación le pregunto a  Carlota: “¿Y  tus padres? ¿No vienen a la fiesta?”. Se hace un silencio. Siento que cometo una impertinencia, es cuando Manuel, así es el nombre del padre de Ciprianita, me contesta: “A la mamá de Carlota no le gustan estas fiestas.” Las dos chicas se alejan a jugar al patio. Manuel continúa diciendo: “Ella dice que esas fiestas son típicas de la chusma”. Por un momento, pienso que oí mal, sin embargo, él me ratifica: “Ella es blanca y no es de por aquí,  dice que su hija no debería venir a estos desórdenes”. ¡Qué extraño! Su esposo es negro. “La señora sólo vive en nuestro pueblo porque está casada con el Alcalde”, finaliza de decir;  “¿Y su esposa”, le pregunto. Creo que soy imprudente al hacerle esa pregunta. El hombre se sonríe y dejar ver unos dientes blancos que contrastan con su piel oscura. Algo se agita en mi estómago. “Mi esposa falleció el día que nació Ciprianita”, responde. Me quedo  pensando en lo buenmozo que es  y concluyo que debe ser un buen hombre porque ha criado muy bien a su hija.
En  la noche, mientras me preparo  para dormir, recuerdo la tarde que había pasado con mis alumnos y con Manuel. Me asomo a la ventana que da hacia la orilla del mar. La luz de la luna permite que mis pupilas logren divisar cuerpos y objetos de todas las formas. Hubo un momento que quedo tan extasiada con lo hermoso de la imagen que no sé si me dormí. Lo cierto es que por unos instantes logro, creo, ver a tres personas que salían de las aguas del mar: dos hombres y una mujer, o por lo menos, fue lo que pensé. Las figuras se detienen, aún con los pies en el agua, viendo hacia el espacio.  Los observo como mucho detenimiento, de pronto, el trío, al unísono, como  en una coreografía, se voltean y clavan sus miradas hacia donde me encontraba. Me paralizo de inmediato. Las personas me señalan con sus dedos y de sus espaldas sale una luz azulada que se hace cada vez más intensa. Cuando reacciono, ya los seres  han desaparecido tragadas por el mar.
En la mañana, al entrar a la escuela, todos mis alumnos corren a mi encuentro. Noto que algo extraño sucede ese día. Los niños y niñas se atropellan para decirme algo que no logro entender. Por fin, Cipriana, toma la iniciativa de acallar las voces de sus compañeros y me dice con voz que suena a adulto: “Maestra, Carlota está muy enferma”.  Carlota es la hija del Alcalde y amiga de Cipriana. Una niña de unos ocho años. Del grupo de la escuela es la única niña con piel mestiza. Me dicen que su padre es nativo del lugar y su madre de origen portugués. En el pueblo le dicen  “catira” por ser más blanca que el grupo. El resto de la clase transcurrió en silencio. Ciprianita no quiso salir a  jugar al recreo. Sólo dibuja círculos en las hojas de su cuaderno. De seguro, era algo malo lo que tiene Carlota.
Durante la semana, después de la noticia de la enfermedad de Carlota, el ambiente en la escuela está enrarecido; a la niña se la llevaron a un hospital en Caracas especializado en cáncer. Los niños no están de ánimos, ni siquiera  Ciprianita que sólo ve a través de la ventana, el inmenso mar, como esperando a su amiga. A mí se me ocurre  trabajar con la angustia que sienten mis muchachos a través de la escritura. Los llamo: “¡Niños! ¡Niños! Pongan un poco de atención. Vean aquí a la pizarra”. Todos voltean como perritos amaestrados. Prosigo con mi explicación y con mucha energía. “Carlota, va a pasar un  tiempo en Caracas y por eso pensé que era bueno que todos nosotros le escribiéramos un hermoso cuento para su regreso” Los niños se empiezan a emocionar. “Vamos  a escribir lo que sintamos por ella y lo guardamos para su regreso a Chichíriviche, ¿qué les parece?” El salón entero grita: “¡Sí!” Sólo Ciprianita se levanta y dice: “Maestra, y ¿si no regresa?”, Voy hacia la hermosa negrita y a la abrazo con todo mi amor y le susurro al oído: “Sí volverá”
El tiempo transcurre  lentamente como el paso de un caracol que se arrastra por la arena dorada. Ya era el mes de Julio. Justo queda una semana para finalizar el año y yo, regresar de nuevo a la Capital. Mi corazón está apretadito  y late muy aprisa porque hoy traen  a la enfermita  al pueblo. “Ya saben niños que hoy llega Carlota al pueblo y ella le pidió a sus padres, que lo primero que quería, era venir a su escuela para saludarlos” Los niños se exaltan y comienzan a  gritar con sonidos y movimientos ancestrales como de aquellos negros arrancados  a la fuerza de su África nativa  para venir a trabajar como esclavos de los europeos a América. Yo estoy emocionada. De pronto, Cipriana me hala de la falda y me observa con sus inmensos ojos negrísimos llenos de lágrimas y me dice. “Maestra, Carlota si volvió, como usted me lo prometió”. Así es. Así es. Carlota vuelve.
Todos los días de clases, veo como Ciprianita distrae sus pensamientos y se aleja completamente del salón. Ella no encuentra ninguna explicación lógica. ¿Por qué su amiga Carlota vino tan diferente? Está más delgada y blanca y lo que más le extraña es por qué no tiene pelos en la cabeza, su cabellera era como una cascada de sol y ahora no hay nada. Una media mañana, en pleno recreo, veo a la niña mirarse insistentemente al espejo, como si tratase de encontrar algo allí en su reflejo. Mientras tanto, la imagen del espejo no es el rostro de ella. Sólo se ve a Carlota como era antes con sus cabellos rubios y feliz, muy feliz.
Esa noche no pude dormir, me despertaba a cada instante, sentía un calor insoportable, a pesar de que el ventilador no deja de echar aire. A mi mente vienen las imágenes   de Carlota y de Cipriana. No sé si por un instante, en un abrir y cerrar de ojos  cuando pasas de la conciencia al mundo de las desfiguración de la realidad. En el  momento cuando entras a un mundo neblinoso cundido de lo posible. En ese segundo, veo a Carlota y a Cipriana conversando con aquellas tres personas que creí ver alguna vez a orillas del mar. Comienzo a caminar hacia ellas, pero una de las personas me prohíbe seguir avanzando. Siento que una luz pega sobre mi cara. Siento su calor. Tengo que abrir los ojos. Estoy en mi habitación. Era hora de irme  a la escuela.
Cuando llego a mi salón, me doy cuenta de que Ciprianita no está. Uno de sus compañeros me dice que no venía hoy a clases. La mañana transcurre un poco más pesada acaso no serán mis pensamientos que están más pesados aún. Cuando suena el timbre que da por finalizada la jornada, me dirijo a casa de Ciprina. No es regular que una niña que adora su escuela se ausente una mañana. Al llegar, su papá me conduce directamente a su habitación. Hay mucha oscuridad y no logro ver bien a la chiquita. Le pregunto en voz baja: “¿Puedo encender la luz?”. Ella asiente con un leve movimiento de afirmación. Al iluminarse el cuarto. ¿Cuál es mi sorpresa? Ciprianita se ha cortado todo su cabello. Parecía un varoncito.  Sus dos colitas habían desaparecido  de su cabeza. Ella cabizbaja, se voltea, con una bolsita de papel, me la extiende. Allí está su cabello. La miro y ella me pregunta con un tono de asombro y melancólico: “Maestra, ¿Por qué tengo el pelo malo?”. La inocencia de su pregunta me perturba. “Mi niña, tú no tienes el pelo malo”, le dije. “Pero, la mamá de Carlota, me dijo que mi pelo era malo”. La negrita bella agarró unas tijeras en casa y se cortó todo su cabello para regalárselo a su amiga Carlota. Ella escuchó cuando su papá decía que ojalá a su hija le creciera otra vez el pelo. Pero la madre  de Carlota rechazó el regalo, diciéndole que su hija era blanca y que jamás tendría un pelo malo como el suyo. Yo furiosa salgo a buscar a la mamá de Carlota a su casa y reclamarle por la ofensa que le hizo a Cipriana. En realidad, no llegué. En el camino reflexiono y me digo a mi misma que personas como esa señora sólo son seres  tristes y vacías,  incapaces de aceptar lo que no se parece a ellas. Me doy cuenta de que tengo la bolsita de papel con el cabello de Ciprianita. Sonrío. Ya sé lo que haré.
El sol está encima del pueblo de la costa, el mar  azul deja su agradable olor a salitre en todo el ambiente. Hoy es un día diferente. Haré que sea diferente. Al llegar a la escuela, les digo a mis queridos niños y niñas que ese día haríamos algo especial. Visitaríamos a Carlota. Todos se alegran, pero Ciprianita dice: “La mamá de Carlota no me quiere”. Eso no es así. “A veces los adultos no sabemos lo que decimos y cometemos muchos errores”, le digo al mismo tiempo que le extiendo la misma bolsa de papel donde ella guardó sus cabellos. Me mira con curiosidad. “Ábrela”, le pido. Dentro hay una hermosa muñeca de trapo negra con el pelo de Ciprianita. La niña se emociona y me dice: “Soy yo”. Sí. Era ella. Pasé toda la noche haciéndola. “Y ahora tú se la vas regalar a Carlota”. Agarramos nuestras cosas y nos fuimos a casa de Carlota.
De eso ha pasado diez años, recuerdo muy bien todo. Ciprianita, mi negrita bella le regaló la muñeca  a su amiga. Carlota, la catira nunca la soltó ni siquiera el día que desapareció de la tierra y su espíritu quedó en las aguas de Chichíriviche.
Yo me quedé en el pueblo y ahora soy la mamá de Ciprianita. Me casé con su papá y vivo feliz a orillas de ese mar que veo cada mañana que me levanto. La niña que, ahora, es una mujer vive en Caracas y regresa cada vez que puede  y ahora ella sabe que  no tiene el pelo malo.

Final.
Caracas, 09.02.2011

Por favor, aún no.