Mostrando entradas con la etiqueta Reflexión. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Reflexión. Mostrar todas las entradas

sábado, 22 de septiembre de 2018

¡Los docentes no se jubilan!


Por Bruno Mateo
@bruno_mateo

¡Los docentes no se jubilan!, escuché decir, enfáticamente, a una colega, cuando comencé a dar clases en el extinto Consejo Nacional de la Cultura Conac, ahora Mppp Cultura, hace 18 años atrás. Esa frase siempre resonó en mi cabeza y lo llegué hasta creer porque mientras duró el Conac, no hubo ni una sola jubilación, a pesar de que conocí a  profesores con más de 30 años de servicio.

Muchos docentes me alegaban, con recriminación, que es imposible que a un enseñante no se le pueda ni deba jubilar porque la docencia no se jubila. Es absurdo que prescindan de los servicios de un maestro, y sobre todo, de arte porque mientras más longevo es el docente más adquiere conocimientos. No lo niego, tal vez, y es lo más seguro, alcanza más conocimientos de su técnica y de su arte, pero, ¿será verdad que obtiene más razonamiento sobre la vida misma? Escuché otro argumento, un poco  arbitrario, como que no importa que el Reglamento del Ejercicio de la Profesión Docente contemplé que hay que jubilar después de 25 años de labores porque “ningún burócrata puede determinar hasta cuándo un profesor puede enseñar”. ¡Es cierto! Sólo el mismo docente  prescribe su momento de culminación de la profesión. Ahora me pregunto, ¿por qué un pedagogo  quiere permanecer hasta el fin de los tiempos en una misma Institución ejerciendo la docencia? ¿Es que no la puede ejercer en otro espacio? ¿Acaso es justo que ocupe un puesto de manera vitalicia sin importar que hay jóvenes en formación que requieren de ese puesto para poder desarrollarse como individuo y como profesional, como una vez lo hizo él o ella? Y peor aún, ¿para qué los profesores formamos a las y los muchachos? ¿Para no dejarlos ejercer por querer quedarnos en un curul de una Institución educativa? Hay maestros en el arte muy especializados que nunca deben dejar de dar clase porque no son desechables. ¡Válgame Dios! ¡Claro  que quisiéramos que instruyeran y formaran a muchas generaciones! Pero el Sistema Social hace que estas personas dejen de trabajar en una Institución Pública cuando cumplen un determinado número de años; lo que no implica que no lo puedan seguir haciendo en otro terreno. Pienso que esto se hace para darle oportunidad a las generaciones de relevo, aunque duela en el ego, ¡Sí son generaciones de relevo! Y como docente que soy, me siento orgulloso de formar a mi propio relevo. Es la dinámica de la vida.

Ahora me doy cuenta de que los docentes sí se jubilan, a pesar de que existe una estrategia, para mí, un poco perversa, de contratar como Honorarios Profesionales a los profesores jubilados. Digo perversa, porque con esto quedamos en más de lo mismo; ejercer indefinidamente  la profesión docente, sin tomar en consideración a las generaciones sin experiencia y que, posiblemente, nunca tendrán experiencia porque no se lo permitimos. Es de acotar que sí hay profesores que merecen volver a dar clase, bajo la figura de HP, pero no se debería convertir en una práctica constante porque, aunque el maestro sea un especialista en un área determinada, se hace menester que se traspasen los conocimientos a los más jóvenes, porque si no se hace, me pregunto, si el docente fallece, ¿fenecería con él, su sapiencia?

Para finalizar, opino que no debe haber pugnas internas cuando se nos jubila, más bien, debe llenarnos de regocijo el hecho de haber cumplido un hermoso ciclo de enseñanza.

viernes, 18 de mayo de 2018

EL RIDÍCULO ARTE DE ESCRIBIR HISTORIAS



Por Jesús Benjamín Farías.


A los doce años decidí ser escritor.

No, corrijo, a los doce años, con ese modo tan absoluto, tan taxativo que tenemos de ser los seres humanos a esa edad, decidí que iba a convertirme en el mejor escritor del mundo. Acababa de leer Lo que el viento se llevó, que me había hecho reír, llorar, amar y odiar a Escarlata O’Hara, tan mala ella, y venía de leer también Cien años de soledad, cuyos pasajes eróticos, sobre todo la bendita escena de la hamaca entre Rebeca y José Arcadio, y los desafueros amorosos de los dos últimos de la estirpe habían revolucionado mi cuerpo, pero también me había dado a conocer a Úrsula Iguarán, a Remedios Moscote, a Amaranta Buendía, y a Remedios la Bella, y a Memé, y a Fernanda del Carpio, y a Amaranta Ursula. Y de repente todas ellas eran mi abuela y mis tías, Chepa y las Maestre; sus hijas, Chulola y todas las mujeres del pasado que me narraba entre los olores del aliño frito de su cocina y el gas de la Refinería cercana. Yo no entendía mucho los contextos, la Guerra de Secesión norteamericana, o la historia de Macondo, que es la historia de Colombia y la historia de Latinoamérica entera, eran un territorio lejano que escapaba a la realidad dormida del Barrio Mariño de aquellos años, pero me quedaban grabados los hechos que allí se narraban, el dolor de vivir que me hacía ponerme en el lugar del otro, sobre el que leía, y emocionarme hasta las lágrimas de felicidad o de tristeza, según el caso.

Yo tenía doce años en 1982, eran tiempos de Luis Herrera, como decía Chulola que dividía las etapas de su vida y la historia del país, por los presidentes que nos mandaron. 1982, hoy me parece tan lejano, pero ese fue el año en que mi corte del grupo escolar Antonio José Sotillo salía promovido de sexto a primer año de bachillerato, todos iban al liceo, todos menos yo y me sentía desgarrado por eso, aquel fue el último año de la Venezuela Saudita y del ‘ta barato,dame dos, año del suicidio de Maye Brandt, que tanto dio que hablar a la prensa y a la gente común, el año del jeque millonario y sus estafas a los empresarios venezolanos que fue motivo de chistes y canciones como siempre ocurre en el país con las cosas serias, el año del incendio de Tacoa y la masacre de Cantaura, pero también fue el año cuando Venezuela ganó la OTI por la canción Puedes contar conmigo de Luis Gerardo Tovar, de los éxitos de la yegua Trinycarol, de la inaguración del Museo de los niños, de La isla de Robinson de Arturo Uslar Pietri, el año que a las siete de la noche Alba Roversi y Guillermo Dávila paralizaban a mi generación con Ligia Elena, y mientras nosotros tarareábamos a través de la radio Solo pienso en ti, Deja esa negra bailar en paz cantada por Soledad Bravo, y Laura la sin par de Caurimare del Grupo Medioevo, nos emocionábamos en el Cine Canaima con ET, el extraterrestre, Anita la huerfanita o Rambo, en Venezuela comenzaba la locura que fueron los Menudo y  afuera comenzaba la guerra de Las Malvinas, recrudecía el conflicto Iraq e Irán e Italia ganaba la Copa del mundo. Y yo dejaba de ser niño y me convertía en adulto.

¿Y qué significaba ser adulto en aquellos tiempos? Significaba que como yo no estaba siendo escolarizado, tenía que empezar a velar por mí mismo, cubrir mis necesidades, pensar en el futuro, aprender un oficio que mañana o pasado me pudiera mantener. Así que decidí hacerme escritor. Claro yo aprendí a leer muy chiquito, mientras enseñaban a una de mis tías a leer, sin métodos, sin presiones, viendo como le enseñaban a ella, aprendí a leer, pero no fue solo aprender a leer, es que la lectura se convirtió en una pasión, una enfermedad, un vicio como decía mi abuela, que dicho sea de paso se asustaba por mi exacerbación lectora, pensando que me podía volver loco, que por eso me habían sacado de la escuela, leía todo lo que encontraba a mi paso que tuviera letra, desde los libros de primeras lecturas de primaria hasta los de Educación Artística, los de Historia, y Castellano y Literatura, leía las páginas centrales de El Tiempo que contenían artículos de la National Geografic, El Antiguo y Nuevo Testamento, leía las novelas de vaqueros, Jazmín secretos del corazón, El papel Literario, y Kalimán, Memin pinguin y todos los suplementos mexicanos que vendían en los kioskos del mercado. Y cuando entré en contacto con Chulola a los nueve años, ella que era la contraparte de mi abuela en casi todo, me condujo sin proponérselo a la buena literatura, desde las Mil y una noche cuyos cuentos me relataba aquellas inolvidables mañanas en su cocina hasta la Genoveva de Brabante, desde la vida de santos y mártires pasando por María de Jorge Isaac, pasando por el Conde de Montecristo, los folletines de aventuras de Lagardere, y las novelas libertinas de Vargas Vila, que busqué en mi adolescencia por el solo hecho de decirme que eran novelas prohibidas, y el Rómulo Gallegos de Doña Bárbara y la Trepadora, y el Miguel Otero Silva de Fiebre y Casas muertas, y el Guillermo Meneses de La balandra Isabel llegó esta tarde.

Así, a mis doce años, cuando ya discriminaba la buena de la mala literatura, comencé la ardua labor de convertirme en escritor. ¿Y cómo se convierte uno en escritor? Se preguntarán, pues, leyendo a los grandes, y mientras escribía mis primeros cuentos, pasaban por mis manos, por mis ojos, Balzac, Stendhal, Maupassant, Tolstoi, Sábato, Flaubert, Dostoievski, Víctor Hugo, Vargas Llosa, García Márquez, Carpentier, Melville, Stevenson, Faulkner, y tantos otros conocidos y desconocidos. A los quince años quise ser informal a la manera de Rimbaud y escribí poemas oscuros, y a los dieciocho me enamoré de Miyó vestrini y el Chino Valera Mora simultáneamente, y soñé con una buhardilla en París como los protagonistas de La Bohéme, mientras me preparaba continuamente, sin tiempo, en mi oficio de escritor que no respetaba horarios ni días festivos, preparándome para ser escritor dejé correr los años dorados de mi adolescencia que los pocos amigos de ese tiempo ocupaban en tener novia para tener sexo, doblado en la mesa sobre los cuadernos en blanco dejé mi cervical y mi columna vertebral entera, pero es que esta es una labor que una vez que la pruebas ya no puedes vivir sin ella. Truman Capote en su maravilloso prólogo de Música para camaleones lo expresa de la siguiente manera:

Un día comencé a escribir, sin saber que me había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse

Cuando empecé a hacer teatro porque necesitaba redimirme, rehacerme, sentía que estaba muriendo en vida en Barrio Mariño, que mata sin proponérselo y con una sonrisa en la cara a gente como yo, leí todo lo que tenía que leer de teatro, Pablo Ramírez me decía en ese tiempo que no debía intelectualizar tanto el hecho teatral, que el teatro era un hecho vivencial, pero yo necesitaba del componente teórico porque si no me sentía perdido.

Y luego empecé a escribir teatro, al principio no eran muy buenas mis obras, lo admito, acostumbrado a la narrativa desde mi más tierna infancia, fue difícil desprenderme de sus códigos, fueron obras de iniciante, sin un compromiso social ni con el país ni siquiera conmigo mismo, tuve que aprender y reaprender, tuvo Igor Balaguer que decirme que le faltaba venezolanidad a mis obras, estaban bien escritas pero eran frías y sin compromiso, que no me reflejaban, que eran muy diferentes mis cuentos de Barrio Mariño cuando hablaba de mi abuela, Chepa y Chulola a lo que escribía, y después de odiarlo, porque era lo más fácil, tuve que admitir que tenía razón. Una vez, en uno de los talleres de actuación de Matilda Corral, ella habló de la importancia de los temas, de montar las cosas que pueden tocarnos como personas, que nos afectan, y yo lo llevé a la dramaturgia, bajo el amparo de Juan Ramón Pérez y su método de la relación de eventos que tanto me ha ayudado.

Demás está decir que es un compromiso conmigo mismo cada obra que escribo, que ahora pienso e investigo más, que cosas que antes se daban solas, es un debatir, vuelta atrás, componer, recomponer, y dudas que antes no tenía vienen y persisten, y la bendita interrogante ¿Para que escribo? Escribo porque no concibo la vida de otra manera, sino escribo sencillamente muero. Con el paso de los años las exigencias que me planteo son mayores, concibo una idea y empiezo a desglosar las situaciones en mi cuaderno de anotaciones y los personajes me torturan, me persiguen, se meten en mis sueños, y no me dejan tranquilo hasta que concluyo la obra, trato de ser autentico, trato de hacer arte, trato de buscar formas de expresión, a veces las mismas obras dictan la pauta, trato de exigirme al máximo, no es una cuestión de premios, ¿O sí? No sé. Los premios dan prestigio literario, pero fuera de eso uno sigue con su vida y con sus cuentos de la locura corriente, creo que soy yo, y el compromiso que hice en mi adolescencia, cuando me prometí que sería el mejor escritor del mundo, ahora no soy tan absoluto, me conformo con superarme a mí mismo con cada obra, me conformo con que me lean, me conformo con decirle a quienes quieren escribir que para aprender a ser escritor hay que leer, leer y leer, y practicar, practicar y practicar, y cuando estén cansados de leer y practicar,  sigan practicando, es la única manera de aprender y superarse. Yo tengo treinta y seis años de mi vida practicando este terrible y dulce oficio, y siento que aún no se nada sobre él, porque con cada obra uno recomienza a aprender de nuevo. Cada obra es distinta, cada proceso es distinto, uno tiene que dejar la vida en ellas porque si no, no funciona, más que de talento, este oficio requiere disciplina, y entrega. Una vez Juan Ramón Pérez a propósito de la presentación de Preludio, una obra que escribí y dirigí, en su espacio dijo, entre otras cosas que dijo, antes de empezar la obra “Benjamín no es bueno porque gana premios, gana premios porque es bueno” Y juro por Dios (Si es que existe Dios en el cielo) que nunca en mi vida me había asustado tanto una frase, no solo porque venía de Juan, a quien respeto como dramaturgo y conocedor del oficio, sino porque estaba a punto de caer en ese territorio cómodo de los que ya nada tienen que aprender, por lo del tema de los premios y la cosa, y decidí arriesgarme una vez más y adentrarme en otros terrenos dentro de la dramaturgia, para aprender una vez más este ridículo arte, parodiando a Valera Mora, El ridículo arte de componer historias.





Por favor, aún no.