Mostrando entradas con la etiqueta literatura venezolana. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta literatura venezolana. Mostrar todas las entradas

domingo, 27 de agosto de 2017

Una Mañana Inusual.


Original de  Bruno Mateo
Twitter: @bruno_mateo
IG: @brunomateoccs


Como cada mañana el señor de las escaleras de arriba, baja a comprar pan, justo enfrente del edificio. Yo lo observo desde que oigo la cerradura de su puerta hasta que llega a la panadería y pide, como siempre, una canilla, un poco de queso paisa y otro poco de jamón de pavo. El hombre de aproximadamente unos 70 años se queda un rato parado en el mostrador tomando, tal vez, un guayoyo o un café negro fuerte. No lo sé. El señor habla animosamente con el dependiente. Se  le ve lo apasionado. Mi curiosidad va  más allá y me gustaría escuchar lo que hablan. Puede ser que de política o de economía mundial –que es el tema favorito de mis connacionales-, o quizás de una trivialidad. La vida de un soltero como yo es simple. Se limita a apoderarse de la vida  de los demás. Es una rutina pararme temprano. No sé para qué. Escucho al señor de las escaleras de arriba. Les sigo los pasos. Luego él se va de la panadería y yo a lo mío. Leer por Internet las nuevas noticias del día. Noticias que sólo cambian de espacio y tiempo. Son iguales día tras días. Iguales como las mujeres que conozco. La de ayer en la tarde era morena. La de la semana pasada rubia, en realidad teñida. La de la otra semana ¿cómo será? Todas las tipas son iguales. Yo soy igual. Me voy directo a la despensa saco el café en polvo. Los panes o la harina para hacer arepas. Lo que sea. Medio preparo el desayuno y lo trago. Me desvisto y voy directo a la regadera. Por un momento me distraigo en algunas cosas que debo hacer esta mañana en la oficina. Me empiezo a enjabonar. Empiezo con el pecho. Los pectorales están duros y las tetillas paradas. El gimnasio surte su efecto. Los abdominales son delineados con firmeza por el constante ejercicio   y mis nalgas duras como piedras. Escucho que suena mi teléfono móvil. No le paro. Seguro es la mujer de ayer. Yo hice lo que ella quiso que le hiciera. Nada más. No hay más. Mis muslos no están mal. Yo soy hombre cuarentón interesante. No había pensado en eso. Estoy bien formado. No soy feo. Y mi orgullo varonil está firme. Es mi llave del éxito. No es chiquito, más bien es grande. Grande y grueso. Así me lo dijo una vez una mujer de quien conservo sólo sensaciones de lujuria. Me lo enjabono con cuidado. Un buen miembro es pasaporte al poder. Si este bicho hablará, le digo con cariño. Yo soy un varón. Tremendo varón. Vuelvo a escuchar el teléfono móvil. Termino de ducharme. El bicho está alborotado. Pero ya no soy un muchacho para satisfacerme solo con mi mano. Me quedo tranquilo. Se bajará solo. Me seco con la toalla de batalla. Le digo la toalla de batalla porque es la que utilizo para secar  a mis conquistas repentinas después que las baño suavecito. Es acolchada y la tela te excita. Mi bicho aún está encarpado. Trato de no pensar en ello. Pero no puedo dejar de hacerlo. Es demasiado grande para hacer caso omiso. Será mejor que encienda la televisión. Un email me llega por el computador. Es mi hermana. Me da un poco de vergüenza leerlo en estas condiciones de evidente masculinidad. Mi hermana no lo va a ver. Pero yo si lo veo a él. Está firme. Apunta en una perfecta perpendicular con mi cuerpo. Hasta en eso es perfecto el desgraciado. No es curvo ni doblado. Es derecho. Si lo detallo, el bicho resulta muy apetecible para las mujeres y para los gays supongo que también. Ahora que lo pienso, el jefe mío que no tiene novia conocida, vive solo y cocina bien. Él siempre me invita a ver los juegos en su casa. Dice que tiene un televisor de plasma casi tan grande como las pantallas de cine. El tipo me  invita desde que una vez fuimos al gimnasio y nos metimos desnudos al vapor como hacemos todos los hombres.   Nunca he ido a su casa y ahora estoy seguro de que no lo haré. Pero el hombre insiste mucho. ¿Será marico? Él no es amanerado. Eso no importa hay hombres casados con hijos que son gays. Y ahora que veo a este bicho  aquí parado y en plena condición máxima de dureza no culpo a mi jefe ni a las mujeres con quien he estado. El carajo está bueno. Lo digo sin echonerías. “Al César” lo que  es “del César”. Pero, no es hora de ponerme sensible. Tengo que ir al trabajo. Y el bicho no se baja. Me veo en el espejo y me siento bien. Suena de nuevo el teléfono. Otro email de mi hermana. Ella dice que recuerde el cumpleaños de mamá. No estoy para recordar nada. Quiero vestirme y no puedo. Mi compañero no me quiere obedecer. ¿Será que me masturbo como un chamito de 15 años? ¡Coño! Pero a estas alturas de mis años. Es triste pensar que un tipo en plena vigorosidad de su energía sexual tenga que recurrir a esas salidas fáciles. Pero,  ¿qué hago? Se está haciendo tarde y el “tipo” no se quiere bajar. Me pondré el interior. ¡Nada! El bulto es demasiado. Me lo agarró suave y empiezo a acariciarlo. De verdad que es grande y grueso. Mi mano sube y baja. Empiezo a sentir un cierto placer. Le doy con más vigor. Las sensaciones son más intensas. Si estuviera aquí cualquier mujer no tendría necesidad de esto. Le sigo dando con un ritmo medio. El “tipo” se agita y se pone duro. ¿Cuántas veces no hizo saltar de placer a muchas? Y ahora está solito como desesperado. Mi mano se mueve de arriba hacia abajo. Suena el celular.  Las sienes me palpitan. El teléfono suena. Le doy más rápido. Sigue sonando. Emito un quejido. Parezco un toro bufando. El bicho está demasiado duro. En pleno fervor. El celular suena. Lo tendré que agarrar. ¿Quién será? Ufff. ¡Demasiado! Quiero una mujer. No la tengo. Veo la hora. Estoy retrasado. Nada que puedo desahogarme y le doy más rápido. El celular ya no suena. Los movimientos de mi mano son más fuertes. Me lo aprieto más.  El bicho se pone rojo intenso. Tengo que llegar. Le doy. Le doy. El teléfono vuelve a sonar. Ya llego. Le doy. Me acuesto. Las piernas se endurecen y se estiran. Me arqueo hacia arriba. Las nalgas no tocan el colchón. Le doy más rápido y me detengo. Suena el teléfono. Me miro al espejo. Tengo cara de sexo. Me paro y me doy frente al espejo. El “tipo” es grande. Le doy. Le doy. Le doy. Siento que ya viene. Siento que sale. Sale. Sale. Ahí viene. No veo nada más. Alcanzo verme en el espejo. Es lo último que vi.
***
La hermana abrió el apartamento como a eso de las diez de la mañana. Su hermano nunca le respondió el teléfono y no lo hará más. El yacía muerto frente al espejo. El cumpleaños de su madre será el más infeliz de su vida.


Caracas, diciembre de 2008


lunes, 6 de marzo de 2017

Una Canción de Tango.

Cortesía de Luis Silva

Por Bruno Mateo
IG: @brunomateoccs
Twitter: @bruno_mateo


¡Cuidado! Nos lo pidieron vivo, dijo un hombre. No queremos que se nos vaya a morir el cieguito. La risa se escuchó a lo ancho del galpón. Esos estertores de animosidad golpearon en sus oídos como si fueran tambores guerreros. Aquel lugar le era desconocido. Deseó escapar. Las manos atadas se lo impedían. La primera vez que oyó la voz del hombre fue en su casa. El teléfono, aparato maldito como muchas veces lo llamó, no dejó de repicar en toda la mañana. Creyó que era un juego. ¿Qué es lo que quieren de mí?, preguntó. No hubo respuesta. Sintió miedo. Siempre lo ha sentido. Nadie le creería si dijera que también siente temor. Pensarían que sólo es una posición esnobista o acaso una suerte de onanismo intelectual. Se impuso el silencio. ¡Aquí lo tiene! , dijo la voz que lo atemoriza. La quietud cedió paso a una acalorada discusión. Un golpe seco de una puerta que se cierra.

El hombre amarrado con los brazos pegados a su espalda no aguantó más y se echó a llorar. Pensé que no eras humano, escuchó a alguien. Se oía como su abuela. La que en las noches le leía en lengua extranjera. Unas manos delicadas comenzaron a desatarlo. Pudo sentir la respiración caliente sobre su rostro de hielo. La mirada de aquella persona era tan intensa que por un momento clarificó su imagen. Sus lágrimas lo avergonzaron. Nunca lo habían visto llorar, ni siquiera recibir tantos premios en su vida logró hacerlo. El sabía que su fin había llegado. Lo intuyó. Siempre quiso que su “agosto 25, 1983” llegara. Unos labios esponjosos se detuvieron en su añejada mejilla. El olor que emanaban le recordó  su bella tierra argentina preñada de pampas y de nobles gentes. Recibió un beso. Un gesto cálido acaso un instante detenido. Una canción de tango. Un compás entre la vida y la muerte. ¡No llores! Haz lo que tienes que hacer, dijo con su acostumbrada altanería.

***

Al día siguiente se leyó en los principales diarios del mundo: ASESINARON A JORGE LUIS BORGES.

Caracas, Venezuela.
Sin fecha deterrminada

martes, 27 de diciembre de 2016

Carnaval sin fin



De Bruno Mateo.
IG: @brunomateoccs
Twitter: @bruno_mateo

No sé si soy yo o es la gente, pero no los conozco; antes, mucho antes sí los conocía, eran cercanos, nos reíamos, comíamos juntos, salíamos de día y noche en una especie de orgía de felicidad. Siempre creí que el tiempo se detendría en ese conticinio de alegrías y de juventud. Ahora los veo, ahora me veo y no sé ni dónde estoy. Es un cuadrado. Es un triángulo. Es un círculo. Sea lo que sea no soy yo, ¿o sí? ¿Cuánto ha pasado? ¿25 años? ¿27 años? Era muy joven para creerlo, pero si desde mis quince lo tengo, lo llevo conmigo y me ha querido joder, joder y joder. No lo dejaré, por ahora, sé que algún día vencerá y pensé que estaría rodeado de aquellos que ahora son espectros, espectros de un carnaval sin fin que se fueron ¿o se quedaron? Estoy y soy el reflejo de mis libros y de mi imaginario. ¿Tochito? ¿Tochito? Estás dentro de mí y siempre lo estarás en este espacio y en otros espacios. Todos se van, ¿son todos o son nadie? Da lo mismo. Tengo un calma pastosa en mi ser en donde vuelo alto por encima del lodo y de las perlas. Hoy pegado a una máquina con el sonido que advierte que algo anda mal pienso e idealizo mi mundo pletórico de música, cundido de mí y de ti, nadie más cabe. Mis mandíbulas se mueven para destrozar el maní que cae en mi boca lo que me generará la albumina que necesito mientras mis dedos se mueven rápido en el teclado para no dejar escapar esa nube flotante de sensaciones. Vieja bruja. Nunca pudiste abrir tu corazón. Yo se lo abrí una vez y me apuñaló sin piedad, pero mi sangre es el acicate de ese dolor que me causó tu acción malinchista. Después de tanto tiempo perdono a ese joven quinceañero que sólo buscó amor. Te perdono y por siempre estarás dentro de mí.

Caracas, 29 de septiembre de 2016

martes, 26 de julio de 2011

La casa de Teresa.

por Bruno Mateo.
IG: @brunomateoccs
Twitter: @bruno_mateo

Querida amiga, por fin te puedo escribir, me dieron el permiso para hacerlo. Te cuento que aquí las cosas no son tan malas como dicen por ahí. ¿Recuerdas aquella vez abajo en el Litoral, no recuerdo la playa, recogimos aquella cantidad de conchas marinas? Mi mamá se puso furiosa, nos queda viendo y dice: “¡Estas niñas! ¡Estas niñas!” Tú y yo juntas éramos un terremoto. No te niego que en ocasiones me siento sola, más que sola, desolada, desterrada. Tengo la sensación de que en este rellano de paz es mi prisión. ¿Por qué no has venido a visitarme? Ayer… ¿Ayer?… ¡No sé! Uno de estos días me asomé por la ventana porque creí oír tu voz que se acercaba, pero no eras tú. Había un niño arrojando piedras al techo de la casa. Mi mamá no dijo nada. Te digo algo en secreto: mi mamá se fue de la casa. ¿No lo crees? ¡Sí! En serio… No la he visto desde hace mucho tiempo. Creo que me abandonó como hizo papá con ella.

Amiga Lydia, eres lo único que me queda. Nunca pude casarme. Yo no quería casarme con ningún hombre. No tengo hijos y de eso me arrepiento un poco. No tengo ánimos de hacer nada. Me siento en la mecedora, aquella que me regalaste, la primera vez que peleamos. No sabía que tenías novio y te apareciste con él. Me molesté mucho porque no me dijiste nada. Eso fue cuando te fuiste a Buenos Aires y yo me quedé en Macuto, de pronto, me dices: “Teresa, te presento a mi novio”, para mí fue un duro golpe a nuestra amistad. ¿Por qué lo hiciste? No debiste. Pero eso pasó hace tiempo, te perdoné. ¿Cómo no hacerlo? Ahora estoy sola en la casa que una vez ocupamos tú, mi mamá y yo. Los muebles, la casa se me vienen encima. Estas líneas que escribo son para pedirte que vengas a visitarme de vez en cuando. Ahí está la mecedora. Más allá el juego de comedor. ¡Mira! El reloj aún está pegado en la pared. La alfombra vino tinto en medio del salón. Ellos no tienen valor. No tienen valor porque no hay nadie que las disfrute. Son sólo recuerdos. Lydia, por favor, ven para que conversemos. No quiero estar en un mundo escindido. Todas esas imágenes que vienen a mi mente forman un caleidoscopio de mi persona. Ahí está todo lo que nos gustaba: la mecedora, la radio vieja de tu abuelo en Cuba, el parabán que trajimos de Paris, amiga mía, cuando te fuiste terminaban los objetos por escurrirse de la memoria que transportaban.

A veces, oigo gente que entra, no se dan cuenta de que estoy arriba, escucho que hablan de mi como si perteneciera al pasado. Cada semana viene alguien diferente, me les acerco para preguntarles qué hacen en mi hogar, pero no responden, sólo dicen: “Muchas gracias, pero esta casa es extraña, se siente una energía muy fuerte, no la vamos a comprar”. Salen. Quedo sola otra vez. Amiga del alma, voy a finalizar de escribir, estoy un poco cansada, me recostaré pensando en aquellos días, cuando éramos niñas, a orillas de las playas de Macuto.

Caracas, Julio 2011.

jueves, 14 de julio de 2011

Mi cuarto de matas

de Bruno Mateo

Siempre espero que sean las 4 de la tarde. A esa hora bajo de mi casa. Corro apurado las escaleras, pensando en mi guarida. Es un jardín tupido de matas, no hay flores. Se parece a mi cuarto, pero con paredes de árboles. Es medio frío y oscuro. Es buenísimo para ocultarme. Desde allí puedo inventar muchas cosas. A veces hago casa de piedras. Cada vez las hago mejor. Al principio, mis casas eran de hojas verdes y amarillas, sólo tiene cuatro paredes y un techo. Ahora, las hago de dos y hasta de tres pisos y ya no son de hojas. Las casas de hojas se desbarataban el mismo día, pero las de piedra son fuertes, no se caen tan fácil. En mi guarida secreta yo me escondo. Yo tengo amigos y otros que no lo son. Pero, con mis matas yo soy muy feliz. Es como si las matas fueran amigas porque ellas me oyen y no dicen nada, siempre les cuento todo. Les digo sobre mis clases, sobre mis compañeros, les hablo de todo. Una vez, les conté que a mí no me gusta hacer educación física, me gusta más leer, pero mi profesor me obliga a hacerla. Mis amigos se burlan de mí. Me siento extraño. Yo me pregunto: ¿por qué se ríen de mí si no me gusta la educación física? A ellos no les gusta leer. No me importa porque ellos son mis amigos. Las matas de mi guarida me dicen que nos les haga caso. Yo estoy feliz allí porque estoy solo, pero la verdad es que me gustaría hacer educación física para que me inviten a sus fiestas. Nunca me invitan. En mi casa de matas paso bastante tiempo. La otra vez, jugué con las pepas de mango. Después de comerlos todos, las tomé con la boca, luego les hice cabellos parados, como si tuvieran una cresta, entonces con un lápiz les puse ojos, boca, nariz, hasta corbatas les dibujé. Algunos mangos eran varones y otros eran niñas. Hice una fiesta por el cumpleaños de una de las pepas. Bailaron todos, varones con hembras juntos, hembras con hembras, varones con varones. Mi fiesta no es como las de la escuela. Esta era mi fiesta y los mangos hacen lo que quieren. Mi cuarto de matas tiene algo que me gusta mucho. No hay ruidos ni voces.

Una vez, en la escuela nos pusieron una tarea, tenemos que dibujar un huevo, de esos que mi mamá me da para comer, primero le abrimos un pequeño hueco en la punta y le sacamos lo de adentro. El huevo queda vacío. Entonces me puse a pintar con mucha alegría, lo pinto de amarillo, azul y rojo, como la bandera de Venezuela. Los huevos eran los adornos del árbol de navidad del salón. Yo vi mi dibujo muy bonito y se lo llevo a mi maestra. Ella se le queda viendo y me dice: “Este huevo está muy feo y no lo voy poner en el árbol”. Yo agarro el huevo con mucha rabia y lo aprieto duro, la maestra me grita y me castiga. Esa tarde, corro hacia mi casa de matas con colores y hojas blancas. Dibujo, dibujo y dibujo. Le enseño mis dibujos a las matas y a ellas sí les gusta mis dibujos. Entonces guindo todo en las paredes. Ahí está mi arbolito de navidad, por eso yo digo que mi casa de matas es mi lugar preferido.

Nota: la palabra "mata" es un venezolanismo que equivale a arbusto o planta.


Caracas, Julio 2011

Sacven No. 9070

viernes, 10 de junio de 2011

De vacaciones con Cucho

Por Bruno Mateo

Una vez, una curiara me sirvió como barquito para escapar, navegando por un hermoso rio, hasta arribar a un lugar del cual nunca más me aparté.

Eran unas vacaciones de agosto. Había finalizado el año escolar y yo estoy feliz porque es seguro que mi familia sale para algún lado de paseo. No es que no me guste mi apartamento sino es que me la paso encerrado de lunes a viernes. Sólo salgo los fines de semana. Y de verdad me aburro cuando permanezco solo. Mi hermano Diego no vive en la casa porque ya es grande. Sólo vivimos mi mamá, mi papá y yo. Nosotros tres nos divertimos en las noches. Aunque con Diego era diferente. Yo lo quiero mucho y él a mí. Lo extraño demasiado. Ojalá que me lleve a vivir con él. Una noche, escuché cuando papá le dijo a mi mamá: “Mañana nos vamos para la Gran Sabana”. “Tenemos que tomar unas vacaciones” Me alegré mucho. Por fin voy a salir. La última vez que salí del apartamento fue con mi hermano mayor y fuimos una semana completa a una playa. La pasamos súper. Recordaba todo eso cuando de pronto oí a mamá decir: “¿Qué hacemos con el perro?”. ¡Ay! Sentí un miedo de que me dejaran en el apartamento con la abuela. Creo que no les había dicho que soy un perro, ¿verdad? ¡Ah! Soy un perro normal y corriente. Pequeño y de color negro. Mi mamá era una perra que vivía en la calle junto conmigo y mis cuatro hermanos. Un día alguien nos llevó a un lugar lleno de perros y gatos. Nos pusieron en una jaula grandota. Apenas era un cachorro. Allí fue donde conocí a mi familia. Ellos llegaron un día y de inmediato me tomaron en sus brazos y me pusieron por nombre: Cucho. Ahora soy el perro Cucho.

Por fin, estamos camino a la Gran Sabana. Yo no sé qué es, pero me suena a algo enorme y bonito. A mí siempre me dejan asomar por la ventana del carro. Mis orejas vuelan por el aire, parecen dos “papagallos”. Me gusta sentir que el viento golpea mi hocico. Por el camino hay muchos olores. Muchos árboles y otros carros también. Pasamos muchas horas viajando, por un momento pensé que nunca íbamos a llegar hasta que al fin escucho que mi papá. El no es mi papá de verdad, pero yo lo quiero como si lo fuera. A mi verdadero papá perro no lo conocí. ¡Bueno! Mi papá dijo: “Llegamos”.

Quedé asombrado al ver tantos árboles. El cielo azul es enorme, nunca había visto algo así. Al fondo hay un río. Puedo olerlo en el aire. El sonido del agua contra las rocas se oye como un eco. Salí corriendo hasta el río y todo el mundo corrió tras de mí. Era grandotote. No hay tanta agua en mi perruna vida. Por un momento, huelo algo desconocido. Algo que parecía un perro, pero enseguida noto que no se trata de un canino, sino de un animal raro, era como de mi tamaño, sin cola, tiene dientes de ratón… ¡Sí! ¡Eso es! Es un ratón gigante porque los ratones son pequeños ¿o no? Mis papás observan maravillados el agua. Me imagino que hubieran deseado estar con Diego. Mi verdadero amo. Es el hijo de ellos dos. El estudia fuera. No sé en donde. Yo también lo extraño muchísimo. Por un instante me siento triste y en ese justo momento se me acerca el “ratón” gigante y me dice: “¡Hola! ¿Tú eres un chigüire como yo?” Me quedo viéndolo y le contesto orgulloso: “¡Soy un perro! Y me llamo Cucho”. El “ratón” gigante se ríe a carcajadas. Me molesta que se burlen de mí y le ladro. El animalito se asusta y me responde: “¡No chico! No me burlo de ti, es que te confundí con uno como yo”. Pienso: Este “ratón” está loco. ¿Cómo no va a saber qué es un perro? “Yo soy Mariasa, el chigüire”, ¡Ah! Entonces no es un perro. “Mi nombre significa amigo”, continúa diciendo el “ratón” gigante. Fue entonces cuando mis amos me llaman y debo regresar con ellos. “Me gustaría seguir hablando contigo, pero debo irme”, dice Cucho; a lo que Mariasa responde: “Pronto nos volveremos a ver, ahora somos amigos”. Cucho sale disparado al carro. Mientras se aleja del río, se asoma por la ventana para ver a su nuevo amigo Mariasa, el chigüire.

Esa fue una noche agitada para mí. Escucho ruidos por todos lados y hay olores que nunca había olido. Recuerden que los perros tienen los sentidos más desarrollados que  los humanos. No pude dormir. Me daba miedo la oscuridad. El pobre Cucho no pegó un ojo durante toda la noche. Piensa que la noche oculta algo terrible: monstruos y fantasmas. Pero nosotros sabemos que esas cosas no existen, ¿verdad? El caso es que el perro de nuestra historia no durmió y enseguida el Sol apareció más radiante que nunca en el cielo azul y con éste la familia entera se levanta para salir a pasear en una excursión por toda la Gran Sabana.

Cucho nunca ha visto tantos árboles juntos. Se vuelve loco de puro mirar. Se va hacia un arbusto, mientras sus dueños conversan con un señor. Allí una voz le dice: “¡Hola!” El perro se asusta. “¡Chico! No me vuelvas a aparecer de esa manera”, le contesta. Era su amigo Mariasa, el Chigüire. El “ratón gigante”, como le decía Cucho, y el perro se fueron a pasear, se alejan tanto que pierden el camino de regreso. Lo malo es que ninguno de los dos sabe cómo volver. El perro se pone nervioso y no deja de ladrar, hasta que Mariasa le dice: “Amigo, por favor no sigas ladrando. Hay que encontrar el camino a casa de tus humanos”. Y así comienza su aventura.

A la mañana siguiente, los amos del perro comienzan la búsqueda, mientras tanto en algún lugar de la Gran Sabana, estaba Cucho con su compañero Mariasa, el chigüire. Solos y perdidos. Tenían hambre y sed. Al fin consiguen un río de agua cristalina para beber. Cuando de pronto, el perro empieza a olfatear algo. Eran olores de humanos. Muy emocionado le grita a su amigo: “¡Mariasa!”... “¡Shhh! ¡Silencio! ¡Baja la voz!”, responde. Cucho no sabía lo que sucedía. Miraba para todos lados. Los olores se acercan cada vez más. “¡Corre!”, grita desesperado el chigüire. Ambos salen a una súper velocidad dejando atrás voces de humanos que gritan: “¡Allá hay dos! ¡En el río!... ¡Disparen!” ¿Disparos? ¡Sí! ¡Disparos! Los humanos a quienes olió Cucho no eran amigables sino un grupo de cazadores. Los dos aventureros: el chigüire y el perro corrieron y corrieron, hasta que ya no sintieron a los hombres.

“¡Vamos a parar un poco!”, dice Cucho. Los dos están cansados de tanto correr. ¿Por qué esos humanos les disparaban? Ellos no le habían hecho nada malo, sin embargo los persiguieron. ¿Por qué? “Menos mal que escapamos”, comenta Mariasa. “¿Tu les hiciste algo a eso tipos para que nos dispararan?”, dice furioso el perro. En realidad, Cucho no sabe que a los hombres les gusta cazar chigüires. “Eso me pasa por estar con este ratón gigante”, continua hablando. Y dice cosas que ofenden a su compañero… porque a veces uno dice palabras ofensivas, por eso hay que pensar antes de decir algo... El pobre Mariasa se va. Cucho no se ha dado cuenta de que su amigo se aleja. Está tan molesto que ni siquiera piensa por un momento cómo se sentía el chigüirito. Al ratico, se calma y se percata de lo ocurrido. Ahora pareciera estar solo.

Cucho busca a su compañero hasta que el día comienza a desaparecer. ¿Será que los hombres se llevaron a Mariasa? O ¿será que, por mis palabras, se sintió dolido y se fue? Esas interrogantes atormentaban a nuestro canino hasta que se durmió en medio de aquella espesa negrura.

“¡Buenos días!” escucha Cucho apenas se despierta. “¡Guao! ¡Guao! ¡Guao!”, ladra eufórico. Era su amigo. Enseguida comienza a lamerlo en señal de amistad. El “ratón gigante” se ríe y le pregunta: “¿Por qué estás tan feliz?” No había pasado nada malo. Ahora están juntos nuevamente. Eso es lo que importa. “Ven, ya sé cómo llevarte a tu casa” Y parten, no sin antes desayunar, rumbo a su hogar. Caminan y caminan hasta que se encuentran frente a sí un inmenso río. “Ese es el Orinoco” le comenta Mariasa. Jamás, pero jamás, Cucho ha visto nada similar. Lo que veía no lo podía creer. Un montonón de agua que se pierde a la vista. Huele a agua. Agua de verdad. “No te detengas, Cucho” “Hay que avanzar”, le dice Mariasa. “Tal vez los hombres malos estén cerca”, termina de decir. Justo en el momento cuando el perro aventurero se dispone a preguntar la razón por la que lo persiguen, huele un olor conocido. Atrás venían corriendo los hombres otra vez. Nuestros amigos corrieron disparados. Los disparos eran muchos. Están temerosos. Se hace necesario que escapen antes de que los atrapen. Si no encuentran alguna manera de huir, están perdidos. “Ahí” grita el chigüire. Señala una barquita de madera. Cucho no sabe qué hacer. “Móntate rápido” “Eso nos va ayudar a salir de aquí. Nos vamos por el río”, le ordena Mariasa. Y así fueron llevados por el Orinoco, el rey de todos los ríos. Los hombres quedaron a orillas del agua con sus escopetas en mano.

Cucho veía con alegría todo el trayecto. Hermosos pájaros de variados colores volaban por encima de ellos. Los frondosos árboles al borde lucían imponentes. Y ese olor...Ese olor…A inmensidad…A libertad.

Nuestro querido amigo Cucho, el perro Cucho nunca más regresó. Se quedó en la Tierra de los “ratones gigantes” para defender a sus amigos chigüires de las manos del hombre.

Caracas, 9 de Junio de 2011.

sábado, 4 de junio de 2011

Los peregrinos


De Bruno Mateo
IG: @brunomateoccs
Twitter: @bruno_mateo

Por un camino van tres peregrinos con sendas cruces a cuestas. Ellos deben llevarlas a un pueblo muy lejano porque una de esa cruces será la elegida para colocarla en la recién instaurada Iglesia. Esa es la orden dada por sus superiores. Sólo descansan lo necesario para no demorar el paso. La gente que los ve pasar se pregunta qué hacen esos hombres con esas cruces tan pesadas. En realidad, ellos están convencidos de su misión. Sólo uno de ellos, al que llaman Tomás, se cuestiona la razón de ser de estas pesadas moles. ¿Por qué llevar tres? Si únicamente hay lugar para una cruz ¿para qué llevar tres?, se pregunta para sus adentros el joven. Los peregrinos pasan por muchos lugares. Algunos pueblos son tan pobres que no tienen ni cómo comer ni abrigarse del frío que está por llegar. “¿Cuánto falta para llegar?”, pregunta Tomás a sus compañeros. “¡Calma! ¡Paciencia!”, contestan ellos. Y siguen avanzando cada día un poco más que el día anterior.

Un buen día cuando los tres se encuentran tomando un poco de fresco debajo de un árbol, un muchacho, como de 5 años, les dice asustado: “Por favor, señores ¿podrían ayudar a mi papá que se cayó en aquel hueco? Y yo soy muy pequeño para subirlo” Los hombres se miran y responden: “Niño, no podemos ayudarte porque debemos llevar estas cruces lo más rápido posible” Así se levantan y comienzan a caminar. De pronto, Tomás, abandona la cruz y se devuelve para ayudar al pequeño. Sus otros dos compañeros sólo marchan sin percatarse de su hermano. “Gracias señor por salvar a mi padre” le dice con ojos llorosos aquel campesinito. Tomás retoma el viaje. Tiene que acelerar el paso, con su pesada cruz en la espalda, para igualarse a sus acompañantes. A cada paso que da la cruz pesaba un poco más, o por lo menos, así lo hizo saber al grupo.

Otro día, los hombres cruzan un inmenso desierto cuando de repente, salida de la nada, les aparece una mujer vieja y dice: “Hermanos, ¿podrían ayudarme a recoger agua de aquel pozo? Necesito llevar agua a mi pueblo y dársela a mi esposo que está muy enfermo”. Uno de los caminadores le replica: “No podemos hacerlo mujer porque debemos llegar a un pueblo muy lejano para entregar estas cruces para su iglesia”, diciendo esto se marchan. La dama queda muy compungida. Sin embargo, Tomás contraviniendo la orden impuesta por sus superiores recogió agua suficiente para todo un poblado. La señora lloró de agradecimiento. El peregrino apura el paso para unirse a la peregrinación.

Y siguen con sus cruces. Siempre en silencio. Se acerca la noche y deben encontrar un lugar para dormir. Ven a lo lejos una especie de casa abandonada y van directo hacia allá. El sitio no está mal como para pasar la noche. Allí hay dos camas en las que se instalan sus hermanos; a Tomás le toca dormir en el suelo. Cuando ya se disponían a dormir, el joven peregrino comenta: “Yo creo que mi cruz es más pesada que la de ustedes. Cada vez que camino, mi cruz se pone más pesada” Se hace un silencio hasta que uno de ellos le responde: “Está bien. Escoge mi cruz. Ya que dices que la tuya es más pesada que las nuestras tienes la oportunidad de cambiarla” Al día siguiente Tomás tiene otra cruz.

Mientras van por un camino lleno de piedras y árboles espinosos, les aparece un hombre ensangrentado que cae y suplicante dice: “¡Señores!” Por favor, ayúdenme. Unos asaltantes me salieron al paso y se llevaron todo lo que tenía. Yo me opuse y me golpearon. Pensé que iba a morir cuando ustedes llegaron como tres ángeles y los hombres malos huyeron” Los tres se miran y uno de ellos le contesta: “No podemos hacerlo hombre porque debemos llegar a un pueblo muy lejano para entregar estas cruces para su iglesia” “Además, no sabemos si lo que dices es la verdad”, completa el otro. Y así sin más ni más, se alejan. En esta ocasión, el joven peregrino socorre al hombre y entrega las únicas monedas que le quedan para que regrese, entonces el herido pregunta que cuál es su nombre, él responde: “Me llamo Tomás” Fue cuando el hombre contesta: “Tú serás el elegido” Tomás queda un poco extrañado con esas palabras, pero decide partir de inmediato para no perderle el paso a sus hermanos.

Por fin, vislumbran a lo lejos el pueblo escogido. Tomás siente que su cruz es más pesada que la que él tenía. No logra comprender. Si él la cambió por otra, ¿por qué sigue tan pesada? Y mientras ese pensamiento navega por su mente llegan a la Iglesia del pueblo de la que sale un hombre delgado con ojos bondadosos. Los peregrinos caen de rodillas, exhaustos por el esfuerzo de caminar tantos días. “¡Señor!. Aquí te hemos traído estas cruces para que simbolice la fe y el amor por sus semejantes” dice el hermano de más edad. “Mi cruz es hermosa y es la mejor pulida” acota. Fue entonces cuando el otro responde: “No señor. Usted debe escoger la mía porque es la que tiene más calidad y es más fácil de transportar” Tomás inocente dice: “Pero tú cambiaste tu cruz por la mía” El hermano sonríe. “Eso no pasó Tomás porque cuando te dormiste yo volví a ponerte tu misma cruz. ¿Cómo pensaste que iba a escoger una tan pesada? La cruz que tienes es la misma de siempre” El joven caminante no puede creer lo que oye. Lo engañaron. Sus hermanos le mintieron. “¿Y tú joven Tomás, pregunta el hombre de la puerta, piensas que tu cruz es la mejor?” El contesta: “¡No! Mi cruz no merece estar en la Iglesia de nuestro Señor. Es demasiado pesada para levantarla además de que se puede caer y lastimar a la gente” En ese momento, el señor delgado de la puerta de la Iglesia comienza a arrojar una hermosa luz alrededor de su cuerpo. Los peregrinos se asombran de lo que ven. El hombre parado frente a ellos es Jesús. Los tres hombres caen de rodillas. “Yo escojo la cruz de Tomás para mi Iglesia. Yo les aparecí tres veces durante su camino. Primero fui un niño de 5 años que pedía ayuda para salvar a su padre y sólo Tomás me socorrió, luego, me transformé en una vieja que les solicitó agua para su esposo y sólo Tomás me socorrió, y por último aparecí como un hombre herido y de nuevo sólo Tomás me socorrió. Tu cruz es la más pesada porque ese el peso de la responsabilidad de ayudar a sus semejantes”

Y desde ese día la cruz que llevó Tomás está en la Iglesia del pueblo.

Caracas, 04 de Junio de 2011.

martes, 31 de mayo de 2011

La Guacamaya

de Bruno Mateo.
IG: @brunomateoccs
Twitter: @bruno_mateo


Ahora mientras observo, como siempre, la calle llena de árboles y de gente que transita sin percatarse de que existo dentro de esta gran mole grisácea chorreada por aguaceros de años pienso que hubiera pasado si... ¡No sé qué hora es! Aquí nunca se sabe del tiempo. Atrás de mí se oye a mis compañeros que se levantan con deseos de golpear a cualquiera. Todos me palmean la espalda con mucho respeto. Me llaman “El General”. Todo lo que se hace en este lugar pasa por mi aprobación. Un leve viento roza mi cara. Huele a libertad. ¿Se podrá echar uno pa´trás? ¿Habrá alguna forma de hacerlo? Creo que me he puesto sentimental. Nadie se debe dar cuenta de eso. Sería hombre muerto. Hoy llega un muchacho nuevo. Tiene que pasar por el consentimiento del grupo sino será cadáver en poco tiempo. Y eso no es fácil. Al final, me haré el duro, pero se convertirá en mi protegido. No me gusta que le quiten la vida a nadie.  Esto es un ciclo que se repite. Pareciera que fuera una especie de vida paralela a la normalidad.  Afuera la gente pasa como si este edificio no ocupara un espacio. Ver por esta pequeña rendija me hace sentir que soy una persona.  Aunque haya desaparecido en mi todo roce social. Aquí hay machos no hombres y yo ahora soy macho. Se oye un grito de dolor. Seguro que golpearon a alguien. ¿Cuándo vendrá el chico nuevo? Me contaron que es un pobre chamo que robó un teléfono celular. Pienso lo que va a sufrir  solamente por  quitarle a alguien un aparato hecho por los gringos. Ahora, sé que no vale la pena. En mi ventana imagino otro mundo distinto a éste. En este cuadrito de pared que me permite ver  el bello cerro de Caracas. Me sorprende que aún persistan en mí, palabras bonitas.  Creo que uno de mis hombres me llama. No importa. Todavía tengo un momentico para ver lo que siempre espero ver antes de entrar en este infierno. Por ahí oigo sus gritos. Me emociono únicamente con verla. Los chirridos se acercan y yo intento salir por entre los barrotes. Ahí está.  Siempre miro, desde mi prisión,  cruzar a la Guacamaya que sobrevuela la ciudad.


Caracas, Venezuela
2011


viernes, 15 de abril de 2011

El nuevo inquilino

de Bruno Mateo.
IG: @brunomateoccs
Twitter: @bruno_mateo

Recuerdo el momento cuando vi por primera vez al inquilino del cuarto de arriba. Es lo único interesante que me ha pasado desde que vivo con mi tía hace quince años en esta vieja posada. Aún me parece ver al señor entrar a mi cuarto y decirme con su voz pastosa: Disculpe joven. Creí... Yo soy nuevo y no...La señora me dijo...Me equivoqué de habitación. Le pedí que saliera, no sin antes decirle que fuera más pertinente en futuras ocasiones. Si es que las llegara haber. Aunque reconozco que me causó gracia y me sentí un poco avergonzado por excederme en el tono de mis palabras. El nuevo inquilino abandonó cabizbajo el cuarto. Se cerraron las puertas. Mi curiosidad se abrió. Fue una sorpresa que alquilara la habitación de arriba. Sólo el vacío la ocupó desde que mi mamá... En el lugar sólo quedó una cama, una pequeña mesa a la izquierda de la ventana y la silla de ruedas.

La luz se coló a través de la ventana, trajo consigo un nuevo día. La brisa se abrió paso entre los objetos de mi habitación. Era un aire frío que bajó por entre los muros de las casonas. Calles que albergan casas coloniales llenas de fantasmas. Un conticinio en el tiempo parece animar a la ausencia. Un crujir del pasado. Historias de papel. Personas antañas. Olor a mastranto y café recién hecho. Los cascos de caballos como castañuelas sonando en el patio. El libro sobre la antigua Caracas se despertó sobre mi pecho. Pisadas repetidas en el amanecer. Corneteos que ahuyentan y perturban el espacio. Hombres y mujeres corriendo tras los autos. Persiguiendo una realidad que se diluye en los límites de la monotonía. La voz nasal de mi tía invadió la oquedad del instante. Me reclamaba para el desayuno. Nunca perdió las costumbres del pueblo. ¡Levantarse con las gallinas! Ese era su refrán. No tuve alternativa. Rodé con mi silla al centro del patio. Como todos los días, levanté la mirada para ver las figuras formadas en las nubes. Creaba escenas con las neblinas de mi soledad. Las nubes grandes se convertían en pequeñas. Todas volaban en un valse insonoro. Gatos que se mueven en la horizontalidad celeste. Frente a mis ojos se comenzó a redondear otro sol. Nunca antes había sucedido. El calor de los soles me abrasaba. Gotas que destilan las hendiduras del tiempo. Un espejo me cubrió en toda su extensión. Una película brillante y húmeda que acaso no es mi alma sin piel como una inmensa sanguijuela que vampiriza lo único que creía mío. El inquilino de arriba justo detrás de mi silla compañera dijo: "Al lado del sol y velado por sus luces se oculta su imagen." No podía creer lo ocurrido. La antipática voz de mi tía hizo que todo se tambaleara. De un sopetón entré al cuarto. Refugio y cárcel. Me levanté furioso. Una carrera de pensamientos comenzó a surgir y nada más. Un sacudimiento recorrió mi cuerpo. Se oían las respiraciones forzadas de las bestias. Fuertes golpes. Gritos. Quejidos. La puerta de la habitación se abrió. Mi tía parada en el umbral. Sombra inamovible en el espacio. Entró sin decir palabras. Dejó el desayuno sobre la cama. Unos huevos que me miraban suplicantes. Unas lonjas de jamón que alguna vez caminaron libres. La siempre arepa, como testigo silente de nuestra americanidad. Su mirada penetró la oscuridad de la habitación. La silla de ruedas se atemorizó. Por fin descubrí lo que significó la inquisición en la historia del hombre.

Esa mañana amanecí con mucha inquietud. Estaba convencido de que lo conocía. Decidí entrar al cuarto de arriba. Desde el pie de la escalera las decisiones se hacen menos rígidas. Debía subir. Empecé a sentir la invalidez de mis piernas. Tenía que hallar la manera. El inquilino me sorprendió en la espera. Con fuerza me levantó en peso e inició el ascenso. Sentí que era muy vulnerable montado en sus brazos. El temor a lo desconocido. Mi rostro desnudo de hipocresía. A nadie le agrada un espía. La ventana del cuarto se acercó. El vacío me aguarda. No puedo evitar el destino. El nuevo señor se vengaría. Ya no sentí nada más. Sólo el colchón duro de su cama. Bajé las escaleras de un solo tirón. Cuando hube de abrir mis ojos todavía permanecía entre mis sábanas, lo único que sentí fue el olor al café mañanero y la sensación de estar a salvo de las sombras. Y una voz cantarina que terminó de romper las lagañas de mis aún adormilados ojos. La luz entró y comenzó a llenar mi cuarto de objetos y formas. Acostado en mi cama, viendo en dirección perpendicular a través de la ventana la habitación de arriba. Una mujer que se acerca a las barandas. Sus manos tapan su rostro. El llanto vuela por encima del limonero. El desayuno caliente en la mesa. La cabeza de la mujer se bambolea como si pronto se zafará del cuerpo. El grito en el vacío taladra el espacio. La masa inerte de la mujer vestida de gasas neblinosas que parecen palomas en pleno vuelo. El viento que lucha por elevar a la mujer que cae. El cabello arremolinado cubre su rostro. Arriba en el filo del balcón dos seres impávidos: un hombre y una mujer que sólo ven la velocidad de la caída. Nunca olvidaré sus sonrisas. El golpe seco que anunció la implosión de los fluidos. Una vida que se detuvo en la quietud de mi memoria acaso mi madre sólo lloró unas cuantas lágrimas de sangre. La luz fue la culpable. Ahora el silencio es más atormentador. El silencio que nunca se deja de escuchar. Alguien que perturba mi quietud y abre la puerta sin ninguna discreción. Un hombre parado debajo del marco de la puerta. Su rostro me era conocido. Su estatura sobrepasaba los límites de la realidad. Tal vez, nos encontrábamos atrapados en un espacio límbico. Siempre recordaré el momento cuando vi por primera vez al inquilino del cuarto de arriba.

Por favor, aún no.