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sábado, 5 de agosto de 2017

LAS CELESTIALES (1)

Caricatura de Pedro León Zapata
Milagrosa Santa Rita
de lo imposible abogada:
¡enséñame a hacer cosita
sin que me dejen preñada!
[Las Celestiales]
Por Miguel Otero Silva.


Santa Rita de Cassia es reputada universalmente como “abogada de lo imposible”, en virtud de los inverosímiles milagros que solía y suele realizar. En vida practicaba esos prodigios inesperados, en forma tal que en su jardín de Roccaporena se daban rosas rojas y bananas tropicales en pleno invierno, nevando y con 7 grados bajo cero.

La propia Rita nació de chiripa, ya que para entonces su padre tenía 95 años y su madre 85, y nunca habían tenido hijos anteriormente, y no por falta de traqueteo, ni mucho menos porque cometieran el pecado mortal de evitarlos. Nació Rita en el último tren, y a  los 16 años ya estaba casada con un marido tan pendenciero que lo asesinaron en una reyerta, y la dejó viuda y con dos hijos. Estos últimos, al llegarles la mayoría de edad, decidieron vengar a su progenitor, y sucedió en seguida lo que se cuenta enternecidamente en un bello libro editado en Zaragoza en 1955 por orden de Lino, Obispo de Huesca: “Dio entonces Santa Rita muestras de verdadero amor de madre; cayendo de rodillas, con los ojos bañados en lágrimas, pidió al Señor que si no había medio de que sus hijos desistieran de sus vengativos propósitos, se sirviese llevárselos de este mundo antes de que cometieran el horrendo delito que proyectaban. El Señor escuchó las súplicas de su sierva y no tardó en aumentarse el duelo de ésta con la muerte de sus hijos”.  Conmovedora historia que demuestra cómo nuestra Santa Religión, si bien prescribe en forma inquebrantable el uso del aborto, propicia en cambio en ocasiones justificadas ejercer la eutanasia (dar muerte a alguien sin sufrimiento), así se trate de jóvenes de 21 años.

La imploración que le hace la muchacha de la copla a Santa Rita (que le permita disfrutar de su cuerpo sin correr el riesgo de embarazo), está más que justificada porque ha sido esa la más grande preocupación del género humano desde tiempos inmemoriables. Los primitivos hotentotes se hacían incisiones de cuchillo en el miembro para procurar que los espermatozoides se derramaran antes de llegar a su destino. Las mujeres  egipcias se untaban las vulvas con estiércol de cocodrilo y mucílago fermentado. Y ya en el Talmud babilónico se hablaba a fines del siglo V del coitus interruptus (“derramar a Dios fuera” lo llamaba San Agustín y lo condenaba vigorosamente), práctica que todavía se sigue empleando y que ha conducido a millones de mujeres a la frigidez y a millones de hombres al manicomio.

En la actualidad se acostumbran diversos métodos, todos prohibidos por nuestra Santa Madre Iglesia: la ducha vaginal, que es la preferida por las infelices prostitutas y que falta en el 45 por ciento de las veces; el preservativo de goma para el hombre, que es el más popularizado (en Suecia los venden en maquinitas públicas como los cigarrillos) y que falla en un 14 por ciento; los diafragmas para la mujer (metrissalus, vimule, dutch y otros), que fallan en un 25 por ciento; las almohadillas y esponjas vaginales, que fallan en 32 por ciento; y el anillo intrauterino (inventado por Aristóteles para las camella y que consistía en introducir una pajita en espiral en el útero de dichos animales-“pajita aristotélica- y adaptado en este siglo a las mujeres por un profesor alemán), que resultaba el más eficiente porque no fallaba sino en un 3 por ciento. Nuestra Iglesia, por su parte, no autoriza a hacer cosita sin busca de embarazo sino en el llamado “período de seguridad”, que en la práctica resulta ser más peligroso que la ruleta rusa, porque falla en un 39 por ciento y es mucho el muchachito social cristiano que ha nacido por error de esos almanaques seudocientíficos. En cuanto a los rocheleos extra-reglamentarios entre marido y mujer, constituyen el más espantoso de los pecados. Hay que ver lo que dice San Bernardino a ese respecto en sus sermones Seráficos: “Es mejor para una esposa copular con su propio padre de un modo natural que con su esposo contra la naturaleza”. ¡Recórcholis!


Afortunadamente para la humanidad sucedió que Santa Rita, aunque con siete siglos de retardo, accedió finalmente a realizar el milagro genital que tan fervorosamente le pedía su devota de la copla. La asombrosa campesina de Cassia, reencarnada en el sabio norteamericano Makepeace, llegó en 1937 a la conclusión de que la progesterona podía suprimir la ovulación de las conejas. ¡Allí nació la píldora! ¡La píldora que no falla sino en el 0.2 por ciento, por no decir en el 0 pelado! El estilo desconcertante de Santa Rita está patente en el descubrimiento de esa pastilla que se ingiere por la boca y surte efecto en la recóndita matriz. ¡Gloria a la más milagrosa y a la más anticonceptiva de todas las Santas!

Tomado de Un Morrocoy en el infierno. Humor…humor…humor…de Miguel Otero Silva. Editorial Ateneo de Caracas. Caracas 1982

MIENTRAS NO LLEGA EL AUTOBÚS.

Novela corta.
Por Miguel Otero Silva.

[1944]
Hace ya algún tiempo salió de la escuela, rumbo  a su casa, la niña Nelly Vinagreta, hermoso querubín de nueve años de edad y chupeta en mano. Para ese entonces Nelly cursaba primaria elemental y la única mala palabra que conocía era “pupú”.

Serían las once y pico de la mañana de un viernes cuando Nelly, respetuosa de la disciplina municipal y de las buenas costumbres, tomó su puesto en la cola de una de las paradas que amenizan los alrededores de la Plaza Bolívar. El autobús que esperaba habría de conducirla a su lejana, proletaria y polvorienta parroquia de Catia.
La presencia de Nelly pasó inadvertida para sus compañeros de resignación. Su vecino de la izquierda era un estudiante de Derecho, algo pedante como suelen ser los estudiantes de esa Facultad en todas partes del mundo, que ni siquiera se dignó bajar los ojos para cerciorarse de la proximidad de la chiquilla. Su vecino de la derecha era un modesto y antiguo empleado de la Cancillería, oloroso a cerveza y a sándwich de anchoa, que ningún Ministro se atrevía a destituir porque era el único que sabía manejar los archivos.
La cola era una sola sombra larga. Nelly logró divisar a lo lejos y a lo cerca los más variados especímenes de la sociedad contemporánea: obreros con el sindicato disuelto; padres de familia maldiciéndole la ídem a la Junta Reguladora y persiguiendo en las nubes la ruta astral de los comestibles; cocineras con la cesta en el brazo y Jorge Negrete en el corazón. Nadie prestó a atención a la pequeña Nelly, salvo un anciano de barbas freudianas y freudianas inclinaciones que le metió un pellizco.
En aquel rígido desfile empezó la niña a conocer la vida y sus complicaciones. Cuando se planteó el problema del voto femenino, una dama de atildados modales allí presente, afirmó que ella no deseaba votar porque se sentía muy burra, comprendiendo Nelly que a confesión de parte relevo de pruebas. Y cuando se habló de la urgencia de un segundo frente de guerra para derrotar a Hitler, un escritor barrigoncito se puso a tronar “que aquello sería hacerle el juego al comunismo”, quedándole a Nelly serias dudas con respecto al supuesto anti-fascismo de quien tal cosa decía.
Pasó el tiempo dulcemente y con el tiempo fue creciendo Nelly. Su vecino el estudiante comenzó a prestarle atención. En efecto, los soles y las lluvias habían transformado a la pequeña escolar en una espléndida mujer. El estudiante de Derecho se enamoró de ella y se volvió rastrero y suplicante, como suele acontecerles a los estudiantes de Derecho cuando se enamoran.
Una noche de luna en el cielo y retreta en la plaza, se le declaró. Y como Nelly lo aceptase, cautivada por su sabiduría y por su parecido fisonómico con el Doctor Luis Villalba Villalba , desde aquel instante fueron novios y su espera en la cola se hizo mucho más llevadera. Los vecinos escuchaban a toda hora el arrullo de los tórtolos, sus preguntas babiecas destinadas a dilucidar quién era el propietario de la boquita de ella y quién el ama y señora de los bigotes de él, sus pleitos injustificados, sus promesas matrimoniales. Un noviazgo clásico, en fín.
La presencia del jefe civil de Altagracia en aquella ristra humana, setenta metros más atrás, fue aprovechada por los enamorados para transformar en tangible realidad sus dorados sueños. Se casaron un sábado de abril. La entera cola entusiasmada, celebró el acontecimiento. La muchacha derramó unas cuantas lágrimas, conmovida por la ausencia de sus padres que la seguían esperando en Catia, pero el flamante esposo se bebió el llanto de la recién casada y así principió la luna de miel y se estableció la felicidad conyugal. La vida matrimonial tuvo un desarrollo ejemplar. El marido de Nelly, decidido a no perder su puesto en la cola, se abstenía de visitar botiquines y cabarets, ni despilfarraba sus ahorros en las carreras de caballos. De esa manera, Nelly lograba realizar el ideal impertinente de toda mujer casada: el consorte a su lado permanentemente, las 24 horas del día, aburrido como una ostra pero a su lado.
A los nueve meses vino al mundo el primogénito. Un carricito rubio como Nelly y pretencioso como su papá, que no fue muy bien recibido en el primer momento por los colistas. Sus destemplados berridos nocturnos no los dejaba dormir. Sin embargo, a todo se acostumbra uno, según Aristóteles. Al poco tiempo el pequeño Nicolás que así lo bautizaron para perpetuar el nombre del lugar de su nacimiento, era el niño mimado de los 1.583 ciudadanos que esperaban el autobús de Catia.
Después el espectáculo se hizo monótono. Nelly tenía un hijo todos los años. Su bíblica fecundidad provocaba ruidosas protestas entre los colistas, hasta la coronilla de aquellos chillidos en mi menor, pellizco sostenido y cachetada bemol.
Por último, la vitalidad de Nelly comenzó a declinar: la maternidad redundante, la cría de los niños, las contrariedades peculiares del hogar, el precio de la mantequilla, las noches pasadas al aire libre, influyeron aciagamente en la salud de doña Nelly, como se le llamó en la cola durante su postrera etapa. Una tarde llorosa de noviembre, entre el tejido de la llovizna, los cornetazos de los automóviles, los gritos de los pregoneros y las preguntas de los reporteros de Últimas Noticias que no dejaban morir a nadie tranquilo, doña Nelly entregó su alma al Creador.  Murió sin confesión porque los curas (“más sabe el diablo por cura que por diablo”, decía Voltaire), los curas prefieren andar a pie que hacer cola. El fallecimiento de doña Nelly fue un tremendo golpe moral para toda la hilera. Allí se amaba por sus virtudes y se le respetaba por sus avanzada edad.
La enterraron compungidos al pie de un poste de teléfonos. Sus hijos enlutados recibieron el pésame. Su viudo inconsolable juró solemnemente no volverse a casar. Entretanto, los aliados no habían abierto el segundo frente, ¡qué esperanza! En cuanto al autobús de Catia, continuaba accidentado en la plaza Pérez Bonalde.


Tomado de Un Morrocoy en el infierno. Humor…humor…humor…de Miguel Otero Silva. Editorial Ateneo de Caracas. Caracas 1982

Por favor, aún no.