lunes, 25 de febrero de 2008

Domingo de cine

Este domingo 24 de febrero me acerqué al centro comercial Metro Center, ubicado en la avenida Baralt, justo en una de las salidas del Metro en Capitolio, el sitio estaba lleno de personas, en su mayoría jóvenes veinteañeros. Es interesante ver cómo en Caracas las personas utilizan estos espacios para distraerse. Los parques y las plazas ya no funcionan como lugares públicos. Los edificios comerciales conforman el nuevo estilo de diversión de los capitalinos. Al entrar se nota la presencia coercitiva de los vigilantes privados quienes observan con vehemencia a los transeúntes. Yo me dirigí a los cines que quedan en el piso verde (los vigilantes lo llaman así), mi intención era ver un documental venezolano titulado MARÍA LIONZA, ALIENTO DE ORQUÍDEAS.

Cuando llegué en compañía de un amigo a las salas, me puse a hacer la cola para adquirir las entradas, cuyo costo fue de 10 Bs. F. Durante la espera en la fila me percaté de algo. Todas las personas que entarian a cualquiera de las salas llevaban consigo un enorme vaso de cartón lleno de cotufas y un vaso enorme de pepsi cola. Extraña combinación. Los estómagos seguro se inflaman. A los caraqueños les fascina seguir una moda. Todos tenían sendos vasos de cotufas y pepsi cola. Yo me sentí como un alienígena. Porque detesto la pepsi y coca cola. Mi amigo pretendió comprar unas gomitas, la vendedora le dice que se venden por kilogramos, él acepta y le pide 250 grs., la chica muy amble se las despacha, pero ¡Oh! ¡Sorpresa! Las poquísimas gomitas tenían un costo de 4 Bs. F. ¡Una exageración! Por supuesto mi amigo no aceptó y entramos a ver a María Lionza...

sábado, 23 de febrero de 2008

A mi Padre

ESO OCURRIÓ UN VEINTICUATRO DE SEPTIEMBRE DE DOS MIL CUATRO… (2004)


¡Día fatal! Murió mi papá. Se dice fácil, se asume terrible.
Sus movimientos reiterados de ir y volver no me dejan otra imagen. Hombre fuerte. Espera del último aliento. Se me caen las realidades. Gente apiñada que respira caliente. El se torna sudoroso. Mis hermanas sollozan. Mi mamá no lo cree. Así es la agonía de la espera. ¿Por qué? ¡No soy tan necio! No pregunto por qué te mueres. Me cuestiono nuestra capacidad de resistencia frente al poder de la muerte.

¡Día fatal! Murió mi papá. Se dice fácil, se asume terrible.
El calor empegosta. Se sube por la frente y baña mis ojos. Mucha gente desconocida. Rostros compungidos. ¡Estampa dura! Soy un bebé. No tengo brazos. No tengo manos. A todos les duele y me miran sin disimular su pena. Su cabeza de izquierda a derecha. Escribo y lloro. Lloro y no escribo. Lo digo sin dignidad de hombre: amé a mi “socio”, él me llamaba así. Algo se rompió entre nosotros. Ahora es débil, ahora estoy en pie. Está muriendo y sin embargo, su paulatina inacción y debilidad es poderosa, penetra mis entrañas. No resisto y debo hacerlo. Lo hice y lo seguiré haciendo.

¡Día fatal! Murió mi papá. Se dice fácil, se asume terrible.
Insisto que hizo mucho calor. La gente afuera espera a que él muera. Nosotros también. Pedimos y pedimos y pedimos. Lloramos y lloramos y lloramos. Su alegría se va. Su arrollador encanto se queda. Su casa no se desvanece. ¿Solos? Tal vez. ¿Infelices? Te afirmo que no. Santa Lucía vigila a su siervo. Espera en penumbras. Ella encenderá la luz. Todos decimos que es natural, pero nadie dice que no deberíamos sufrir. ¿Quién se atrevería a decirlo? Que lance la primera piedra. Mi boca se convierte en un cementerio de sal. Mi Padre exhala un aliento y…muere.

lunes, 18 de febrero de 2008

Echadas "pa´lante"


Hace poco estuve sentado en la plaza Juan Pedro López, aquél mamotreto de cemento que se encuentra detrás del Banco Central de Venezuela en la avenida Urdaneta, o si lo prefieren frente al vilipendiado Ministerio del Poder Popular para la Educación en la esquina de Salas en la parroquia Altagracia. La plaza es relativamente cómoda. Es un espacio de esparcimiento en pleno centro de Caracas. El lugar no cuenta con muchos árboles, sólo existen arbustos de mediano tamaño, los cuales no protegen mucho de los rayos del Sol. No obstante, sirve para descansar y distraerse de los ataques convulsos de nuestra urbe. Yo me senté hacia el norte de la plaza. Eran aproximadamente las 5 pm de la tarde. Enfrente de mi habían unas niñas jugando con una pelota. No sé si estaban acompañadas. La gente pasaba por los lados de la plaza. La mayoría de las personas reflejaban cansancio y estres, tal vez como corolario a su jornada de trabajo. Los venezolanos somos personas "echadas pa`lante". En mi país son admirables las mujeres, no sólo por haber ganado tantos concursos de belleza en el mundo, sino por el empuje que ponen en todas las actividades productivas que realizan. Si alguien se sienta en una plaza caraqueña se dará cuenta inmediatamente que son las mujeres quienes salen de los edificios de oficinas, vestidas, eso sí, con mucho tino y cierta elegancia.


La plaza Juan Pedro López sirve de atalaya para ver, observar y diagnosticar la dinámica sociológica de Caracas.

domingo, 10 de febrero de 2008

Nazareno de San Pablo

El limonero del señor
Andrés Eloy Blanco (1897-1955)

En la esquina de Miracielos agoniza la tradición.

¿Qué mano avara cortaría el limonero del Señor...?

Miracielos; casuchas nuevas, con descrédito del color;antaño hubiera allí una tapia y una arboleda y un portón.

Calle de piedra; el reflejo encalambrado de un farol;hacia la sombra, el agua fuerte abocetada de un balcón, a cuya vera se bajara, para hacer guiños al amor, el embozo de Guzmán Blanco

En algún lance de ocasión.

En el corral está sembrado, junto al muro, junto al portón, y por encima de la tapia hacia la calle descolgó un gajo verde y amarillo el limonero del Señor.

Cuentan que en pascua lo sembrara, el año quince, un español, y cada dueño de la siembra de sus racimos exprimió la limonada con azúcar para el día de San Simón.

Por la esquina de Miracielos, en sus Miércoles de dolor, el Nazareno de San Pablo pasaba siempre en procesión.

Y llegó el año de la peste; moría el pueblo bajo el sol;con su cortejo de enlutados pasaba al trote algún doctor y en un hartazgo dilataba su puerta «Los Hijos de Dios».

La Terapéutica era inútil;andaba el Viático al vapor y por exceso de trabajo se abreviaba la absolución.

Y pasó el Domingo de Ramos y fue el Miércoles del Dolor cuando, apestada y sollozante,la muchedumbre en oración, desde el claustro de San Felipe hasta San Pablo, se agolpó.

Un aguacero de plegarias asordó la Puerta Mayor y el Nazareno de San Pablo salió otra vez en procesión.En el azul del empedrado regaba flores el fervor;banderolas en las paredes,candilejas en el balcón,el canelón y el miriñaque el garrasí y el quitasol;un predominio de morado de incienso y de genuflexión.

—¡Oh, Señor, Dios de los Ejércitos. La peste aléjanos, Señor...!

En la esquina de Miracielos hubo una breve oscilación;los portadores de las andas se detuvieron; Monseñor el Arzobispo, alzó los ojos hacia la Cruz; la Cruz de Dios, al pasar bajo el limonero,entre sus gajos se enredó.Sobre la frente del Mesías hubo un rebote de verdor y entre sus rizos tembló el oro amarillo de la sazón.

De lo profundo del cortejo partió la flecha de una voz:—¡Milagro...! ¡Es bálsamo, cristianos, el limonero del Señor...!

Y veinte manos arrancaban la cosecha de curación que en la esquina de Miracielos de los cielos enviaba Dios.

Y se curaron los pestosos bebiendo el ácido licor con agua clara de Catuche, entre oración y oración.

Miracielos: casuchas nuevas; la tapia desapareció.¿Qué mano avara cortaría el limonero del Señor...?¿Golpe de sordo mercachifleo competencia de Doctor despecho de boticario u ornamento de la población...?

El Nazareno de San Pablo tuvo una casa y la perdió y tuvo un patio y una tapia y un limonero y un portón.

¡Malhaya el golpe que cortara el limonero del Señor...!

¡Mal haya el sino de esa mano que desgajó la tradición...!Quizá en su tumba un limonero floreció un día de Pasión y una nueva nevada de azahares sobre la cruz desmigajó, como lo hiciera aquella tarde sobre la Cruz en procesión, en la esquina de Miracielos,

¡el limonero del Señor...!

Basílica de Santa Teresa en Caracas

En época de la colonia existía en Caracas, en la esquina de San Felipe, un pequeño oratorio fundado por el bien recordado Padre Ramón Palacios y Sojo; su construcción era sencilla y si su recuerdo persiste en nuestros días se debe a los hermosos cipreses que adornaban su jardín. El Cabildo Eclesiástico de Caracas autorizó su construcción en el año 1764

En 1870 el General Antonio Guzmán Blanco, para cumplir con su programa de transformación urbana, la hizo demoler para levantar en el mismo sitio una iglesia que él llamó de Santa Ana en recuerdo a su esposa doña Ana Teresa, nombre que perduro hasta 1876 en que fue cambiado por el de Santa Teresa. Suponemos que esta iglesia la hizo edificar Guzmán con el objeto de hacerse perdonar de los caraqueños el haber derribado el templo de San Pablo.Para levantarla, el caudillo tuvo la inteligencia de nombrar a un hombre que reunía las complejas habilidades de ingeniero y arquitecto: Juan Hurtado Manrique. El estilo escogido por este famoso arquitecto para sus diseños fue el neoclásico, justamente el preferido por Guzmán y que por aquella época hacía furor en muchas capitales europeas.Hurtado Manrique revela en esta obra una gran habilidad en el uso del formalismo neoclásico y logra, además, una original distribución de la planta y un dinámico movimiento de volúmenes con el acertado empleo de cúpulas elípticas, bóvedas, torres y fachadas de diseños distintos.La fachada oeste está dedicada a Santa Ana y la fachada este está dedicada a Santa Teresa.La Basílica de Santa Teresa es el centro del culto al Nazareno de San Pablo, el cual se celebra durante la Semana Santa.

Mediante Decreto de la Junta Nacional Protectora y Conservadora del Patrimonio Histórico y Artístico de la Nación, por considerar el valor arquitectónico que posee esta Iglesia, la declaró el 9 de diciembre de 1959 Monumento Histórico Nacional.

Santa Teresa está de pie y llena de recuerdos, ha vivido a lo largo de los años horas de ansiedad y de desesperación. Sufrió mucho en la estabilidad de su estructura durante el temblor del año 1900 y últimamente con las obras emprendidas en la construcción de la Avenida Bolívar, las cuales por desgracias la cercan y la oprimen.

Tomado de caracasvirtual.com

viernes, 8 de febrero de 2008

Cuento infantil

EL NIÑO Y LA FLOR
Luis Caisés
(Cuba)

El hijo del hombre más rico del lugar sembró una planta, que luego de muchos cuidados de su parte sólo dio una flor, flor que como todas de las flores de un día, a poco se marchitó y comenzó a deshojarse. Y no había terminado de caer el último pétalo, cuando su dueño enfermó y quedó postrado en cama.
Entonces el hombre más rico del lugar, hizo traer a los mejores médicos del mundo, quienes se aparecieron con elixires que curaban los achaques del riñón, el hígado, los huesos y la sangre. Sabios doctores que luego de estudiar el extraño mal que aquejaba al enfermo, se dieron por vencidos. De nada servirían las pócimas a quien ya no quería vivir, después de perder lo único que había conseguido por si mismo. Y hondamente conmovidos, los médicos se fueron por donde habían llegado.
Entonces el hombre más rico del lugar hizo traer a los mejores jardineros del mundo, aquellos que luego de de múltiples injertos, y años de paciencia y dedicación, habían logrado nuevas especies de flores. Pero de nada sirvió que se aparecieran con sus ejemplares únicos, a modo de presentes, y acompañándolos con los maceteros más ricos y espléndidos que imaginarse pudieran. Ninguna de aquellas flores era la suya, y sin su flor, el niño no quería vivir.
Entonces el hombre más rico del lugar hizo venir a los mejores magos de Oriente y Occidente, quienes se aparecieron con los cofres, los tableros y las cornucopias donde guardaban sus sortilegios. Pero fue inútil que ante los ojos del enfermo desplegaran los aparatosos mecanismos de su arte. Una flor que se deshoja ante los ojos de su dueño, ¿cómo puede ser otra vez la misma flor? Luego todas las demás, incluso las hijas de la magia, no podían ser más que copias de la suya.
Entonces pasó por el lugar un saltimbanqui. Pero no un saltimbanqui cualquiera, sino aquel que también había tenido y perdido una flor, quien en cuanto oyó hablar de lo sucedido al niño, llegó a la casa del hombre más rico del lugar y pidió ver al enfermo.
Pasar puedes, dijo el padre, muy afligido. Pero si nada pudieron los más sabios doctores, los mejores y los magos más famosos del mundo, ¿qué podrías conseguir tú, un simple titiritero?
Pero el buen hombre entró y conversó mucho tiempo con el niño que había perdido su flor. Tanto, que cuando el alarmado padre mandó que fueran en su busca y expulsaran a tan inoportuno charlatán, ya se había producido la maravilla: niño y saltimbanqui aún conversaban como si el primero nunca hubiera estado enfermo y el segundo fuera su amigo de toda la vida.
En vano el hombre más rico del lugar le rogó al saltimbanqui pedir lo que quisiera pedir, pues todo cuanto tenía quedaba a disposición suya.
A tan espléndida proposición, el titiritero sólo respondió. Si toda tu fortuna de nada te ha servido para comprar la salud de tu hijo, ¿qué puede ofrecerme quien ha demostrado que yo?
Entonces el hombre más rico del lugar, convencido de que el otro decía la verdad, sólo se atrevió a preguntarle: ¿Qué has hecho para salvar a mi hijo? Y antes de abandonar la casa, ganar la calle y perderse para siempre en la multitud, el saltimbanqui dijo: Convencerlo de que debe cuidar mucho el sitio en donde siga viva su flor.
Y a la vez que hablaba, puso su mano pálida, delgada y vieja en la parte del pecho donde todo hombre tiene el corazón.

martes, 5 de febrero de 2008

consideraciones acerca del cuento

Aspectos del cuento
Julio Cortázar

Puesto que voy a ocuparme de algunos aspectos del cuento como género literario, y es posible que algunas de mis ideas sorprendan o choquen a quienes las lean, me parece de una elemental honradez definir el tipo de narración que me interesa, señalando mi especial manera de entender el mundo.

Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías definidas, de geografía bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones a esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo. Por eso, si en las ideas que siguen encuentran ustedes una predilección por todo lo que en el cuento es excepcional, trátese de los temas o incluso de las formas expresivas, creo que esta presentación de mi propia manera de entender el mundo explicará mi toma de posesión y mi enfoque del problema. En último extremo podrá decirse que solo he hablado del cuento tal y como yo lo practico. Y sin embargo, no creo que sea así. Tengo la certidumbre de que existen ciertas constantes, ciertos valores que se aplican a todos los cuentos, fantásticos o realistas, dramáticos o humorísticos. Y pienso que tal vez sea posible mostrar aquí esos elementos invariables que dan a un buen cuento su atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.

La oportunidad de cambiar ideas acerca del cuento me interesa por diversas razones. Vivo en un país -Francia- donde este género tiene poca vigencia, aunque en los últimos años se nota entre escritores y lectores un interés creciente por esa forma de expresión. De todos modos, mientras los críticos siguen acumulando teorías y manteniendo enconadas polémicas acerca de la novela, casi nadie se interesa por la problemática del cuento. Vivir como cuentista en un país donde esta forma expresiva es un producto casi exótico, obliga forzosamente a buscar en otras literaturas el alimento que allí falta. Poco a poco, en sus textos originales o mediante traducciones, uno va acumulando casi rencorosamente una enorme cantidad de cuentos del pasado y del presente, y llega el día en que puede hacer un balance, intentar una aproximación valorativa a ese género de tan difícil definición, tan huidizo en sus múltiples y antagónicos aspectos, y en última instancia tan secreto y replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía en otra dimensión del tiempo literario.

Pero además de ese alto en el camino que todo escritor debe hacer en algún momento de su labor, hablar del cuento tiene un interés especial para nosotros, puesto que casi todos los países americanos de lengua española le están dando al cuento una importancia excepcional, que jamás había tenido en otros países latinos como Francia o España. Entre nosotros, como es natural en las literaturas jóvenes, la creación espontánea precede casi siempre al examen crítico, y está bien que así sea. Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco incasillable; en segundo lugar los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural que aquellos sólo entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades.

En América, tanto en Cuba como en México o Chile o Argentina, una gran cantidad de cuentistas trabaja desde comienzos de siglo, sin conocerse entre sí, descubriéndose a veces de manera casi póstuma. Frente a ese panorama sin coherencia suficiente, en el que pocos conocen a fondo la labor de los demás, creo que es útil hablar del cuento por encima de las particularidades nacionales e internacionales, porque es un género que entre nosotros tiene una importancia y una vitalidad que crecen de día en día. Alguna vez se harán las antologías definitivas -como las hacen los países anglosajones, por ejemplo- y se sabrá hasta dónde hemos sido capaces de llegar. Por el momento no me parece inútil hablar del cuento en abstracto, como género literario. Si nos hacemos una idea convincente de esa forma de expresión literaria, ella podrá contribuir a establecer una escala de valores para esa antología ideal que está por hacerse. Hay demasiada confusión, demasiados malentendidos en este terreno. Mientras los cuentistas siguen adelante su tarea, ya es tiempo de hablar de esa tarea en sí misma, al margen de las personas y de las nacionalidades. Es preciso llegar a tener una idea viva de lo que es el cuento, y eso es siempre difícil en la medida en que las ideas tienden a lo abstracto, a desvitalizar su contenido, mientras que a su vez la vida rechaza angustiada ese lazo que quiere echarle la conceptualización para fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos una idea viva de lo que es el cuento habremos perdido el tiempo, porque un cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite el término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia. Sólo con imágenes se puede trasmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene entre nosotros, y que explica también por qué hay muchos cuentos verdaderamente grandes.

Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparara con la novela, género mucho más popular y sobre el cual abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de la lectura, sin otro límite que el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede las veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. En ese sentido, la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un "orden abierto", novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el "clímax" de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa "apertura" a que me refería antes. Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.

Decíamos que el cuentista trabaja con un material que calificamos de significativo. El elemento significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo, al punto que un vulgar episodio doméstico, como ocurre en tantos admirables relatos de una Katherine Mansfield o un Sherwood Anderson, se convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo quemante de un orden social o histórico. Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema de la mayoría de los admirables relatos de Antón Chejov. ¿Qué hay allí que no sea tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo que se cuenta en esos relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de un té con dulces. Y, sin embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada.

Ustedes se han dado ya cuenta de que esa significación misteriosa no reside solamente en el tema del cuento, porque en verdad la mayoría de los malos cuentos que todos hemos leído contienen episodios similares a los que tratan los autores nombrados. La idea de significación no puede tener sentido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de detenernos con todo el cuidado posible en esta encrucijada, para tratar de entender un poco más esa extraña forma de vida que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo mientras otros, que aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre papel, alimento para el olvido.

Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no tan es sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos -cómo decirlo- al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi consciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. Pero eso, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial, y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes que ello ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema?

A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotan virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se tenía consciencia hasta que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y hermosos? Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo William Wilson de Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está Un recuerdo de Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis Borges; Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los grandes, de Hemingway; Los soñadores, de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir... Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.

Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso de los cuentos de Chejov, esa significación se ve determinada en cierta medida por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido; lo que está después es el tratamiento literario del tema, la forma en que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbal y estilísticamente, lo estructura en forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo que excede el cuento mismo. Aquí me parece oportuno mencionar un hecho que me ocurre con frecuencia, y que otros cuentistas amigos conocen tan bien como yo. Es habitual que en el curso de una conversación, alguien cuente un episodio divertido o conmovedor o extraño, y que dirigiéndose luego al cuentista presente le diga: "Ahí tienes un tema formidable para un cuento; te lo regalo." A mí me han reglado en esa forma montones de temas, y siempre he contestado amablemente: "Muchas gracias", y jamás he escrito un cuento con ninguno de ellos. Sin embargo, cierta vez una amiga me contó distraídamente las aventuras de una criada suya en París. Mientras escuchaba su relato, sentí que eso podía llegar a ser un cuento. Para ella esos episodios no eran más que anécdotas curiosas; para mí, bruscamente, se cargaban de un sentido que iba mucho más allá de su simple y hasta vulgar contenido. Por eso, toda vez que me he preguntado: ¿Cómo distinguir entre un tema insignificante, por más divertido o emocionante que pueda ser, y otro significativo?, he respondido que el escritor es el primero en sufrir ese efecto indefinible pero avasallador de ciertos temas, y que precisamente por eso es un escritor. Así como para Marcel Proust el sabor de una magdalena mojada en el té abría bruscamente un inmenso abanico de recuerdos aparentemente olvidados, de manera análoga el escritor reacciona ante ciertos temas en la misma forma en que su cuento, más tarde, hará reaccionar al lector. Todo cuento está así predeterminado por el aura, por la fascinación irresistible que el tema crea en su creador.

Llegamos así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un cuento, y tocamos el umbral de su creación propiamente dicha. He aquí al cuentista, que ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles antenas que le permiten reconocer los elementos que luego habrán de convertirse en obra de arte. El cuentista está frente a su tema, frente a ese embrión que ya es vida, pero que no ha adquirido todavía su forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido, tiene significación. Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría; ahora, como último término del proceso, como juez implacable, está esperando al lector, el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento o fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente, tiene que nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación inicial, descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas veces hasta indiferente que se llama lector. Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial. Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes habrá olvidado El barril de amontillado, de Edgar A. Poe. Lo extraordinario de este cuento es la brusca prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera o cuarta frase estamos en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de una venganza. Los asesinos, de Hemingway, es otro ejemplo de intensidad obtenida mediante la eliminación de todo lo que no converja esencialmente al drama. Pero pensemos ahora en los cuentos de Joseph Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con modalidades típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden, y yo prefiero darle el nombre de tensión. Es una intensidad que se ejerce en la manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado. Todavía estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su atmósfera. En el caso de El barril de amontillado y de Los asesinos, los hechos despojados de toda preparación saltan sobre nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato demorado y caudaloso de Henry James -La lección del maestro, por ejemplo- se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor, y es aquí donde nos vamos acercando al final de este paseo por el cuento.

En mi país, y ahora en Cuba, he podido leer cuentos de los autores más variados: maduros o jóvenes, de la ciudad o del campo, entregados a la literatura por razones estéticas o por imperativos sociales del momento, comprometidos o no comprometidos. Pues bien, y aunque suene a perogrullada, tanto en la Argentina como aquí los buenos cuentos los están escribiendo quienes dominen el oficio en el sentido ya indicado. Un ejemplo argentino aclarará mejor esto. En nuestras provincias centrales y norteñas existe una larga tradición de cuentos orales, que los gauchos se transmiten de noche en torno al fogón, que los padres siguen contando a sus hijos, y que de golpe pasan por la pluma de un escritor regionalista y, en una abrumadora mayoría de casos, se convierten en pésimos cuentos. ¿Qué ha sucedido? Los relatos en sí son sabrosos, traducen y resumen la experiencia, el sentido del humor y el fatalismo del hombre de campo; algunos incluso se elevan a la dimensión trágica o poética. Cuando uno los escucha de boca de un viejo criollo, entre mate y mate, siente como una anulación del tiempo, y piensa que también los aedos griegos contaban así las hazañas de Aquiles para maravilla de pastores y viajeros. Pero en ese momento, cuando debería surgir un Homero que hiciese una Iliada o una Odisea de esa suma de tradiciones orales, en mi país surge un señor para quien la cultura de las ciudades es un signo de decadencia, para quien los cuentistas que todos amamos son estetas que escribieron para el mero deleite de clases sociales liquidadas, y ese señor entiende en cambio que para escribir un cuento lo único que hace falta es poner por escrito un relato tradicional, conservando todo lo posible el tono hablado, los giros campesinos, las incorrecciones gramaticales, eso que llaman el color local. No sé si esa manera de escribir cuentos populares se cultiva en Cuba; ojalá que no...

lunes, 4 de febrero de 2008

El carnaval en los Próceres

Ayer domingo 3 de febrero me acerqué junto con mi hermana y mi sobrino al famoso paseo caraqueño de Los Próceres. Era día de carnaval. A mi sobrino lo disfrazaron. Al llegar al sitio me dí cuenta lo limpio que se encontraba. A los que habitamos Caracas nos sorprende-aunque parezca una rareza- un lugar limpio y sin basura. Lamentablemente, nos acostumbramos a ver montañas de desperdicios en plenas avenidas centrales. Los indigentes, ahora llamados nómadas, contribuyen a la suciedad de la urbe. Ellos se meten dentro de los contenedores y arrojan toda la basura hacia la calle. Aquí hago un paréntesis, a mi me parece que estas acciones de ensuciar las calles corresponde a un plan bien configurado. Creo que es un plan político. Caracas se ensucia más cuando se aproxima alguna elección electoral y acoto que este año viene la de gobernadores, alcaldes y diputados. No sé dejo esto para su reflexión. Retomando el punto de Los Próceres, digo que este hermoso paseo construido por el dictador Marcos Pérez Jiménez se encuentra en un momento de esplendor. ¡Qué agradable lugar! Lleno de chaguaramos que parecen nobles señores de Caracas que vigilan a sus conciudadanos. De repente, aparecieron en el cielo dos bandas de guacamayas rojas y azules. Flechas que surcan por la atmósfera capitalina. No había buhoneros ni vendedores ambulantes. ¡Qué maravilla! Los niños y niña lucían sus diferentes disfraces a lo largo del paseo. Las personas se sentaban a orillas de las fuentes centrales para observar con orgullo a sus pequeños. Allí no había ruido de corneteos, cero personas violentas. Sólo Los Próceres, los chaguaramos, el Ávila (Guaraira Repano), el cielo y las alegres risas de los niños y niñas.

Un verdadero carnaval de felicidad.

sábado, 2 de febrero de 2008

Los mototaxis, un peligro para la ciudad.

Por toda Caracas ha proliferado una tribu urbana: se trata de los mototaxis. Son taxistas cuyo vehiculo de transportación son las motocicletas. Muchos caraqueños pagan los servicios de estos trabajadores, claro en una urbe tan convulsa como la nuestra, donde el tráfico se hace insoportable a cualquier hora del día, es lógico y necesario tomar una moto como medio de transporte para poder llegar temprano a nuestros destinos. Los motociclistas se arrojan por las calles salvando cualquier obstáculo, de hecho, todo aquél que ha visto a estos conductores sabe que sus peripecias y atrevimientos al conducir ponen en riesgo la vida de quienes se les atraviesen. Ellos no acatan para NADA la normativa de tránsito, se meten por cualquier rendija, incluso se montan en las aceras peatonales en contravía, por supuesto esto es propio de personas sin cultura vial y de aquellos que pareciera no interesarle la vida de otros.

Si alguien se introduce en la jungla salvaje del centro de la ciudad, por ejemplo la avenida Urdaneta en pleno mediodía, puede estar seguro que corre un enorme peligro cuando intente cruzar una calle. Para los mototaxistas no existen los semáforos, esquinas, aceras peatonales, en fín son como una manada de animales que transitan a toda velocidad por los espacios urbanos de Caracas. Y para rematar después del atinado desalojo de los buhoneros del centro, los mototaxistas han ocupado "a lo macho" los espacios dejados. ¿Qué tal? Así estamos.

El albatros

El albatros
por Charles Baudelaire


La gente marinera, con crueldad salvaje,
suele cazar albatros, grandes aves marinas
que siguen a los barcos, compañeros de viaje,
blanqueando en los aires como blancas neblinas.

Pero apenas los dejan en la lisa cubierta
¡ellos, que al aire imponen el triunfo de su vuelo!
sus grandes alas blancas, como una cosa muerta,
como dos remos rotos arrastran por el suelo.

Y el alado viajero toda gracia ha perdido,
y como antes hermoso, ahora es torpe y simiesco,
y uno le quema el pico con un hierro encendido
y el otro cojeando mima su andar grotesco.

El Poeta recuerda a este rey de los vientos
que desdeña las flechas y que atraviesa el mar;
en el suelo, cargado de bajos sufrimientos,
sus alas de gigante no le dejan andar.

Por favor, aún no.