viernes, 8 de febrero de 2008

Cuento infantil

EL NIÑO Y LA FLOR
Luis Caisés
(Cuba)

El hijo del hombre más rico del lugar sembró una planta, que luego de muchos cuidados de su parte sólo dio una flor, flor que como todas de las flores de un día, a poco se marchitó y comenzó a deshojarse. Y no había terminado de caer el último pétalo, cuando su dueño enfermó y quedó postrado en cama.
Entonces el hombre más rico del lugar, hizo traer a los mejores médicos del mundo, quienes se aparecieron con elixires que curaban los achaques del riñón, el hígado, los huesos y la sangre. Sabios doctores que luego de estudiar el extraño mal que aquejaba al enfermo, se dieron por vencidos. De nada servirían las pócimas a quien ya no quería vivir, después de perder lo único que había conseguido por si mismo. Y hondamente conmovidos, los médicos se fueron por donde habían llegado.
Entonces el hombre más rico del lugar hizo traer a los mejores jardineros del mundo, aquellos que luego de de múltiples injertos, y años de paciencia y dedicación, habían logrado nuevas especies de flores. Pero de nada sirvió que se aparecieran con sus ejemplares únicos, a modo de presentes, y acompañándolos con los maceteros más ricos y espléndidos que imaginarse pudieran. Ninguna de aquellas flores era la suya, y sin su flor, el niño no quería vivir.
Entonces el hombre más rico del lugar hizo venir a los mejores magos de Oriente y Occidente, quienes se aparecieron con los cofres, los tableros y las cornucopias donde guardaban sus sortilegios. Pero fue inútil que ante los ojos del enfermo desplegaran los aparatosos mecanismos de su arte. Una flor que se deshoja ante los ojos de su dueño, ¿cómo puede ser otra vez la misma flor? Luego todas las demás, incluso las hijas de la magia, no podían ser más que copias de la suya.
Entonces pasó por el lugar un saltimbanqui. Pero no un saltimbanqui cualquiera, sino aquel que también había tenido y perdido una flor, quien en cuanto oyó hablar de lo sucedido al niño, llegó a la casa del hombre más rico del lugar y pidió ver al enfermo.
Pasar puedes, dijo el padre, muy afligido. Pero si nada pudieron los más sabios doctores, los mejores y los magos más famosos del mundo, ¿qué podrías conseguir tú, un simple titiritero?
Pero el buen hombre entró y conversó mucho tiempo con el niño que había perdido su flor. Tanto, que cuando el alarmado padre mandó que fueran en su busca y expulsaran a tan inoportuno charlatán, ya se había producido la maravilla: niño y saltimbanqui aún conversaban como si el primero nunca hubiera estado enfermo y el segundo fuera su amigo de toda la vida.
En vano el hombre más rico del lugar le rogó al saltimbanqui pedir lo que quisiera pedir, pues todo cuanto tenía quedaba a disposición suya.
A tan espléndida proposición, el titiritero sólo respondió. Si toda tu fortuna de nada te ha servido para comprar la salud de tu hijo, ¿qué puede ofrecerme quien ha demostrado que yo?
Entonces el hombre más rico del lugar, convencido de que el otro decía la verdad, sólo se atrevió a preguntarle: ¿Qué has hecho para salvar a mi hijo? Y antes de abandonar la casa, ganar la calle y perderse para siempre en la multitud, el saltimbanqui dijo: Convencerlo de que debe cuidar mucho el sitio en donde siga viva su flor.
Y a la vez que hablaba, puso su mano pálida, delgada y vieja en la parte del pecho donde todo hombre tiene el corazón.

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