por Teresa de la Parra
Conferencia dictada en Bogotá, Colombia, 1930
[Esta es básicamente una semblanza sobre Manuelita Sáenz, pero -aunque breve- ofrece un
interesante retrato de Simón Rodríguez]
ANTES DE IR a buscar la influencia decisiva y medio oculta que van a tener las mujeres
en la Revolución o Guerra de la Independencia, les invito a evocar la época. Mirémosla
pasar un momento como en la pantalla de un cinematógrafo. La imagen exterior nos
reflejará así más vivamente lo que pasa en el alma. Imaginemos una calle cualquiera de
de nuestras ciudades coloniales, ¡se parecen todas tanto! Corren los últimos años
del siglo XVIII.
Es al caer la tarde. A uno y otro lado del paisaje sobre las ventanas y sobre la calle, corre el
alero con su festón de tejas coloradas. De tiempo en tiempo bajo el alero corre también una
canal pidiéndole agua al tejado. Canal y alero quedan tan bajos que subiéndose al segundo
tramo de una ventana pueden alcanzarse con la mano. Las ventanas tienen balaustres
gruesos y empotrados como los de una cárcel y son anchas. Por cada tres o cuatro ventanas
hay un portón claveteado. Es todo lo que ofrecen las fachadas. El piso de la calle está
empedrado con cantos rodados o con lajas anchas. Crece la hierba entre las lajas. Crece
también sobre las tejas y de vez en cuando salpica por capricho el borde de una canal.
Levantando los ojos se ve el cielo límpido. La temperatura es deliciosa y sobre los tejados
asoma un campanario y asoman a los lejos las montañas.
Andando, andando, calle abajo, allá vienen dos esclavos vestidos de blanco que cargan en
parihuela una silla de mano. Ya se acercan. Ya pasan. Recostada en la silla con manto y
mantilla, toda de negro, apenas se le ve la cara, va una mantuana, es decir, una criolla noble
de las que sólo pueden salir a la calle, envueltas en un manto, de donde el nombre de
mantuana o aristócrata. Es tarde. Ya van a dar las siete. Ya comió la mantuana, ya se rezó
el rosario, ya los esclavos levantaron los manteles y las esclavas se fueron a hacer dormir
con cantos y cuentos a los niños de la casa. Meciéndose al paso que riman los parihueleros,
doblan la esquina silla de mano y mantuana. Ella va a la tertulia del señor marqués o el
señor conde su primo tercero o su primo cuarto. Es el más rico de todos los de la ciudad. La
calle se queda sola un buen rato. Ahora por la esquina que doblaron los parihueleros asoma
un capuchino. Viene del convento y va a casa de un impedido para confesarlo. Crujen las
sandalias y castañetea el rosario a medida que avanzan los pasos. Vuelve la calle a quedarse
sola otro buen rato. Ahora se detiene en la esquina el único vigilante nocturno que hay en la
ciudad y grita con voz que tiene de queja y de canto: "¡saquen la luz!". La voz se sigue
oyendo de esquina en esquina: ¡saquen la luz!, ¡saquen la luz!, hasta que por fin se pierde
como un eco en los confines de la ciudad. A poco se entreabre la primera ventana, y una
negra con los brazos desnudos y el escote redondo que brilla junto al borde de la camisola
blanca, alza el brazo y cuelga de uno de los tramos de la reja un candil de aceite encendido.
Ya se acerca la noche. Ya la hilera de candiles alumbra la calle que no debe quedarse a
oscuras cuando no hay luna. Como es propiedad de todos la alumbran entre todos. Ahora
viene un mantuano. Es joven. Ahí se acerca caminando ligero. A él también le cruje el
calzado y va moviendo al vaivén de los pasos los faldones del casacón de terciopelo. El
también va al chocolate del señor Marqués. Lleva peluca blanca, chaleco de seda, chorrera
de encaje, calzón y zapatos bajos con hebilla de plata. Tiene los bolsillos atestados de
libros. Los lleva escondidos no vayan a descubrirlos las autoridades civiles o los delegados
de la Inquisición. Uno de los libros, el más peligroso y el que por lo tanto se espera con
mayor ansia es un folleto llamado La Declaración de los Derechos del Hombre. Van a
leerlo en alta voz dentro de un rato en la sala del marqués. El mantuano lo ha recibido
directamente del granadino Nariño quien a escondidas en su casa de Bogotá lo tradujo, lo
imprimió y lo ha puesto a circular desde México hasta la Tierra del Fuego. Por semejante
atentado Nariño ha sido preso, lo van a enviar a presidio y le van a confiscar todos sus
bienes. Quizás si la lectura de esta noche le cuesta al mantuano lo mismo. ¡Qué se hace!
Con su tesoro y su peligro en el bolsillo va caminando contento. Junto con el tesoro lleva
quizás un nombre ilustre que va a guardar para siempre la historia. Tal vez no. Tal vez
como la mantuana, el fraile y los esclavos está condenado a una muerte oscura. Su sangre
anónima correrá en el torrente que empezó a manar en conjuraciones fracasadas como las
de Gual y España y que desde entonces corre y correrá hasta estancarse por fin 25 años
después en Ayacucho. Ya el mantuano dobló la esquina. Ya cayó enteramente la noche.
Entre los árboles de un corral vecino se oye el cantar siniestro de la pavita. Dos manzanas
más allá, a portón cerrado, la tertulia del marqués se prolonga misteriosamente hasta la
media noche.
Con muy ligeras variantes este mismo cuadro se repite al mismo tiempo en las mismas
ciudades que ya están maduras para la Independencia, llámense virreinatos, capitanías o
simples provincias. Durante la segunda mitad de siglo, la nobleza criolla ha cultivado su
espíritu. Casi todos los jóvenes van a estudiar a las universidades de Méjico, Lima o Bogotá
que son las más famosas. Algunos van a Europa. Si los criollos ricos, refinados y
orgullosos como son, acatan desde lejos la autoridad del rey, están en cambio enconados
contra los chapetones o gobernantes españoles quienes a menudo, brutales e interesados no
tratan de adaptarse al ambiente. Sólo piensan en enriquecerse a expensas muchas veces de
esos mismos criollos dueños efectivos del país porque son los dueños de la tierra. A veces
para mortificarlos más eficazmente los chapetones se alían con los pardos. Parciales les dan
la razón o les conceden privilegios sobre los criollos blancos sus enemigos naturales.
Humillados en su orgullo de casta, los criollos guardan un hondo rencor. En el grupo de
descontentos, ellas, las mantuanas, se destacan. Son las abanderadas de este sentimiento de
encono que está pidiendo a gritos una protesta. Como lo demostrarán en la Independencia,
bajo su exterior lánguido tienen una alma de fuego lista para todas las exaltaciones, todos
los sacrificios y todos los heroísmos. Los clubes o centros de reuniones secretas donde irán
a conspirar los hombres solos, casi no existen todavía. Las mujeres por lo tanto asisten a los
comentarios, a la exposición de las nuevas ideas, a todos los gérmenes de revolución que
van creciendo a puerta cerrada en las salas y en los patios de las casas principales. Allí, en
la tertulia ellas fustigan a los hombres con sus observaciones personales y sus palabras
vehementes. Una contará el último rasgo de superioridad insolente que le sorprendió al
Capitán General durante la misa mayor del domingo. Otra comentará la desatención de un
chapetón cualquiera quien le cedió tarde y mal el paso cuando ella, escoltada por la esclava,
la silla y la alfombra de rezar en la iglesia, salía a pie de la catedral y atravesaba la plaza
camino a su casa.
Se ha hablado mucho de la influencia favorable a la Revolución que tuvo aquí en toda
América la expulsión de los jesuitas. Los vehículos activos de tal influencia fueron las
mujeres. Esta observación salta a la vista. El conde de Aranda, ministro de Carlos III, quien
tan extraordinarias reformas, superiores al espíritu de la época, pensaba aplicar al régimen
colonial español, no se dio cuenta de la catástrofe sentimental primero y política después
que iba a desencadenar en América la salida de los jesuitas. Como en toda pena de destierro
seguida de confiscación de bienes la expulsión de los jesuitas dio lugar a escenas
desgarradoras que no podían olvidarse fácilmente sobre todo en aquella época de exaltado
sentimentalismo en que la vida entera giraba alrededor de la iglesia y el convento. Los
expulsados eran en su mayoría criollos, hijos, hermanos y parientes que al verlos embarcar
los despedían para siempre hacia una especie de muerte en donde los esperaba la hostilidad
y la miseria. Era la época negra de la Compañía de Jesús. De todas partes la rechazaban y el
Papa iba pronto a suprimir la orden. Hábiles directores de conciencia como lo han sido
siempre, a la vez que divulgaban la cultura y prestaban todo género de servicios morales y
materiales los jesuitas de la colonia, poderosos por sus riquezas y su influencia imperaban
por completo en el reino de las almas, en el de las almas femeninas muy especialmente. En
ellas inculcaban la idea inseparable de Dios, Patria y Rey. Estos tres conceptos formaban un
solo credo. La Patria y el Rey eran sinónimos de la sumisión a España. Arrojados y
perseguidos por el Ministro del Rey se disoció la trinidad y cundió en las conciencias la
anarquía del cisma. Por otro lado, acosados por los sufrimientos los jesuitas desterrados se
acordaron que eran criollos y comenzaron a ser desde el extranjero los mejores agentes de
la Independencia. Aquí en América, las mujeres seguían llorando en los ausentes a sus
hijos, a sus hermanos y a sus directores de conciencia. Las demás órdenes religiosas mal
preparadas para ejercer la dictadura espiritual por menos sutiles y por ser rivales
responsables hasta cierto punto de la expulsión, no llegaron a ocupar nunca el lugar que
dejara vacío la Compañía de Jesús. Privada de tan absorbentes directores la piedad
femenina sin perder su forma exterior perdió la rigidez y la austera disciplina católica y
española. Salida de su cauce la religión sufrió la misma transformación que había sufrido la
raza. Ella también se hizo criolla. Ella también se meció en hamaca, ella también se abanicó
indolentemente pensando en cosas amables que no mortificaran demasiado el cuerpo. El
calor de las llamas del infierno se fue atenuando hasta convertirse en una especie de calor
tropical molesto, pero llevadero con un poco de paciencia, descanso y conversación. El
pecado mortal se hizo una abstracción bastante baga y el terrible Dios de la Inquisición
comenzó a ser una especie de amo de hacienda, padre my padrino de todos sus esclavos,
dispuestos a regalar y a condescender hasta el punto de pagar y presidir él mismo los bailes
de la hacienda. Esta forma de catolicismo cómodo y medio pagano no es invención mía.
Desconocido quizás aquí en Colombia existe todavía en la mayoría de los países de
América, no ya en el pueblo cuya mezcla con el fetichismo indio y africano puede dar
margen a un larguísimo estudio, sino en las mejores clases de la sociedad creyente. Yo
conocí, por ejemplo, en Caracas una amiga muy querida que tenía la casa llena de santos.
Estos solían tener velas o lamparitas de aceite encendidas según los días. Llena de piedad
observaba los mandamientos de la Iglesia en esta forma: iba a misa los lunes porque los
domingos había demasiada gente en la iglesia, y la multitud, según ella declaraba, a la vez
que no olía muy bien, le estorbaba con su ir y venir el fervor de la oración. Guardaba con
mucho escrúpulo la vigilia de Cuaresma, pero no los viernes cuando la afluencia de
cocineras madrugadoras arrasaba desde temprano con el mejor pescado, sino cualquier otro
día de la semana en que sin angustias ni precipitaciones se podía obtener un buen pargo
fresco de primera clase. Su profesión de fe era la siguiente: (que debo advertirlo, sin la
menor animosidad anticlerical) "creo en Dios y en los santos, pero no creo en los curas". Si
buscáramos la genealogía de este "no creo en los curas" iríamos a dar sin duda con aquella
protesta de las criollas del siglo XVIII quienes por espíritu de fidelidad y por espíritu de
contradicción no quisieron aceptar nunca ni a los curas seculares ni a las órdenes religiosas
que debían reemplazar en el gobierno de sus conciencias a sus muy queridos y muy
llorados jesuitas.
Mientras la Semana Santa, las imágenes benditas, el rosario y la misa seguían pues,
ocupando sus mismos puestos, sin concilios, teología, ni latín, las criollas resolvieron por
su cuenta arduos problemas de casuística y se hicieron en muy poco tiempo su credo
personal. En él entraba, como Pedro por su casa, la protección y divulgación de las obras de
Montesquieu, Voltaire, Rousseau y demás enciclopedistas franceses. Era en parte una
manera de provocar a los chapetones insolentes que las prohibían y de burlar sus pesquisas:
eso bastaba. Pasarse en secreto los libros prohibidos era un sport. Leerlos era una delicia,
no por lo que dijeran, sino porque los prohibía una autoridad que no penetraba en la
conciencia. A fin de cuentas era el contagio inevitable y virulento de la Revolución
Francesa que transmitía la misma España y que respondía en América a cambios y reformas
urgentes a la dignidad criolla.
En lo que concierne la complicidad de las mujeres en esconder, leer y hacer circular los
libros prohibidos, hay una carta muy significativa. La escribe desde París el revolucionario
o patriota chileno Antonio Rojas. Es en el año 1787, es decir, veinte años después de haber
expulsado a los jesuitas. Una chilena joven y linda de quien no se sabe el nombre, había
escrito a Rojas pidiéndole datos y permiso para abrir ciertas cajas misteriosas de libros que
él había confiado a su cuidado antes de salir de Santiago de Chile. Rojas le contestó desde
París: "¿Para qué datos ni permisos? ¿no es usted la dueña del dueño de las cajas?". Y
comienza a enumerar los nombres de los libros y de los autores con picante ironía como
para excitar la curiosidad de su amiga: "Hay unos tomos in folio que son ejemplares de un
pestífero Diccionario Enciclopédico que dicen es peor que un tabardillo. Item, las obras de
un viejo que vive en Ginebra que unos llaman Apóstol y otros Anticristo; Item, las de un
chisgarabís que nos ha quebrado la cabeza con su Julia; Item, la preciosa historia natural de
Buffon. . .". Y así prosigue la lista.
El prestigio de los libros recae sobre el idioma en que fueron escritos y comienza a cundir
entre los jóvenes la moda de aprender francés. Aquellos que lo saben declaman la tragedia
de Corneille. Las alusiones de Tancréde los entusiasma:
"L'injustice a la fin produit l'Independance" y las ardientes criollas presienten el papel
sublime a lo heroínas de Racine que no en el teatro, sino en plena vida y frente a la muerte
van casi todas a desempeñar muy pronto.
No pretendo hacer aquí la apología de las heroínas de la Independencia del tipo de Pola
Salavarrieta quienes supieron pelear a la par de los hombres y morir fusiladas con valor y
dignidad como las chisperas del Dos de Mayo y como las más estupendas mujeres de la
Revolución Francesa. La historia ha recogido ya esos nombres que todos conocen y que
irán creciendo con el tiempo a medida que crezcan los países y la idea de patria. Es a las
mujeres anónimas, a las admirables mujeres de acción indirecta a quienes quisiera rendir el
culto de simpatía y de cariño que merece su recuerdo. Durante más de tres siglos habían
trabajado en la sombra y como las abejas, sin dejar nombre, nos dejaron su obra de cera y
de miel. Ellas habían tejido con su abnegación el espíritu patriarcal de la familia criolla y al
pasar sus voces sobre el idioma le labraron en cadencias y dulzuras todos sus propios
ensueños . Cuando llega la Independencia una ráfaga de heroísmo colectivo las despierta.
Movidas por él pasan en la historia como el caudal de un río. Es una masa de ondas
anónimas que camina. Uno de estos momentos históricos el más simbólico y quizás
también el más sublime es aquel que se llamó en Venezuela la Emigración.
Era en 1814. Se había firmado ya el Decreto de Trujillo. Esto quiere decir sencillamente
que el ser patriota o criollo era un delito que se pagaba con la pena de muerte ante los
españoles y ser español o realista era otro delito que se pagaba del mismo modo ante los
criollos. Estos últimos instruían sus procesos de la siguiente manera: Diga naranja,
ordenaban al acusado o sospechoso. Si éste decía naranja sonando la jota se le pasaba
inmediatamente por las armas. Así las cosas de un lado y de otro, avanzaban los españoles
sobre Caracas. Venían de degollar a todos los habitantes de la ciudad de Valencia y
aseguraban que harían lo mismo con los caraqueños si éstos no se rendían desde el primer
momento. Caracas se hallaba aún entre los escombros del terremoto del año doce. Bolívar,
que carecía de elementos con qué resistir, tuvo que salir de la ciudad para ir a reclutar un
ejército. Por no caer de nuevo bajo el antiguo régimen, la población entera de Caracas
resolvió marcharse a pie detrás de Bolívar. Eran cuarenta mil personas, casi todas niños y
mujeres, porque los hombres estaban en la guerra. En la ciudad destruida y desierta no
quedó más que el arzobispo y las monjas enclaustradas de sus tres conventos.
Muertos de hambre, de cansancio y de sed, los emigrantes atravesaron a pleno sol del
trópico por llanuras desoladas casi toda Venezuela. A caballo, a la cabeza de aquella
multitud andante y moribunda, Bolívar, como un nuevo Moisés, la conducía al azar, sin
más esperanza que aquella fe en su genio que los demás y él tenían. Después de ataques y
aventuras sin cuento cuando llegaron por fin donde Bolívar podía formar un ejército, de los
cuarenta mil niños y mujeres salidos de Caracas, quedaban apenas una pequeña parte. Los
demás se habían muerto de hambre, de insolación y de cansancio en el camino. Bandadas
de zamuros iban marcando las huellas por donde había pasado la caravana.
Prescindiendo de los demás próceres de la Independencia, a lo largo de la vida de Bolívar
que es el más significativo, desde su infancia hasta su muerte, podemos apreciar muy
fácilmente la parte importantísima que toman las mujeres en su vocación de libertador y en
la consolidación definitiva de su genio. Gran enamorado, según él mismo confiesa, sólo las
mujeres a quienes quiso con pasión tuvieron influencia en sus gustos, en su carácter y en
sus decisiones. También la tuvo Simón Rodríguez aquel maestro de su adolescencia
quien por paradójico, idealista y visionario se salía del nivel corriente de los hombres.
Desde su nodriza, la negra Matea, hasta Manuelita Sáenz, su último amor, Bolívar no puede
moverse en la vida sin la imagen de una mujer que lo anime, lo consuele en sus grandes
accesos de melancolía, y le preste sus ojos para mirar con ellos dentro de su propio genio.
Huérfano desde muy niño es en los brazos de la esclava Matea donde Bolívar oye y mira
por primera vez la honda poesía de la vida rural que es la faz más querida y noble de la
Patria. Es en su hacienda de los Valles de Aragua, la hacienda típica criolla, la hacienda
casi bíblica en donde los esclavos, prolongación de la familia, se llaman de apellido Bolívar
o Palacios, del nombre del dueño que es el dios y el padre de todos.
Al caer la tarde, terminado el trabajo del campo, Matea lleva a su niño Simón al
repartimiento o patio de los esclavos. Allí bajo el propio cielo mientras cae la noche él oye
cuentos de miedo con duendes y fuegos fatuos, que narra algún viejo negro. Los cuentos
tienen casi siempre como tema los horribles crímenes del tirano Aguirre, el conquistador
rebelde y bandido, cuya alma en pena vaga todavía en forma de lucecita que se apaga y se
enciende mucho más grande que los cocuyos. Es una luz que camina. A veces aparece en la
llanura, otras veces se sube a la copa de un árbol inmenso que se ve desde el corredor de la
hacienda allá a lo lejos y que se llama el Samán de Güere. Treinta años más tarde bajo la
copa del mismo Samán legendario de su infancia, que aunque viejo y tullido todavía existe
y aún lleva en su copa el alma en pena del conquistador muerto en pecado, bajo ese mismo
samán, Bolívar debía acampar con su ejército en una noche histórica.
De los brazos de la esclava Matea quien debía morir centenaria llena de honores y a quien
Bolívar quiso siempre tiernamente, el futuro Libertador, que era un niño terrible, pasa
sucesivamente a ser discípulo de su pariente el jurisconsulto Sanz; del Padre Andújar; del
joven y ya célebre Andrés Bello, quienes no dejan en su espíritu el menor rastro, y va a
caer por fin bajo la dirección de Simón Rodríguez, su loco Mentor y gran amigo, cuyo
idealismo extravagante debía dar fuego y alas al genio de Bolívar.
La amistad de Rodríguez o el amor de una mujer, llámese Teresa Toro, Fany de Villars,
Josefina Machado o Manuelita fueron las fuentes donde encontró siempre Bolívar el
descanso o el estímulo que necesitaban sus descomunales empresas. El retrato de
Rodríguez se impone siempre que se quiere evocar el grupo de mujeres inspiradoras. El
debe presidirlas.
Este Simón Rodríguez es el prototipo de aquellos que por haber llegado muy cerca del
genio sin alcanzarlo se quedan locos para tormento de sus allegados y alegría de
cuantos los conocen de cerca o de lejos. Filósofos descabellados a lo Saint-Simón,
generosos, paradójicos y originales, estos alocados son la sal de la vida. Ellos redimen
a la humanidad de la avaricia, y del egoísmo que son los vicios de la cordura. Su
inquietud sabe descubrir fases nuevas a las cosas más vulgares, y su presencia está
siempre acompañada de sucesos cómicos e imprevistos. Era, pues, natural que
Bolívar, tipo del genio equilibrado fraternizara tanto con su tocayo y profesor
Rodríguez que fue como lo veremos ahora el alocado genial por excelencia.
Rodríguez nacido en Caracas en la segunda mitad del siglo XVIII quien en realidad
no se llamaba Rodríguez, sino Carreño, de la misma familia Carreño de Teresa, la
gran pianista y del autor de la Urbanidad, Rodríguez había decidido desde los catorce
años dedicarse a filósofo. Huérfano de padre y madre comenzó por pelear a muerte
con su hermano mayor y a fin de no tener nada de común con él cambió de apellido.
Dejó de ser Simón Carreño para ser Simón Rodríguez; sentó plaza de grumete en un
buque que salía para España, desembarcó en Cádiz y sin más recursos que su ansia de
saber y sus dos pies, recorrió con ellos, en cinco años, casi toda Europa. En víspera de
la Revolución Francesa vivió en París, respiró su ambiente, descubrió a Rousseau y
decidió desde entonces convertir a la humanidad entera predicando el amor a la
naturaleza. Después de sus cinco años de peregrinación a pie por Europa regresó a
Caracas, se casó, tuvo, en año y medio dos hijas a quienes puso resueltamente nombre
de vegetales, las llamó Maíz y Tulipán a fin de adherirse al calendario de Fabre
d'Eglantine. A poco declaró: "Yo no quiero parecerme a los árboles que echan raíces
en un lugar, sino que quiero ser benéfico como el aire, el agua y el sol que corren sin
cesar" y volvió a emprender sus caminatas abandonando por decirlo así a su mujer y
a sus dos vegetales, quienes en adelante nunca contaron con él. Como fruto de sus
últimas meditaciones publicó un folleto titulado: "Reflexiones sobre los métodos
viciosos que rigen las escuelas actuales y medios de lograr sus reformas". Como el
folleto se comentó y adquirió él así cierto renombre de pedagogo se dio a buscar un
discípulo en quien poner en práctica las teorías expuestas por Rousseau en el Emilio.
Debía encontrarlo pronto en el niño Sirn6n Bolívar cuya educación le confiaron.
Rodríguez se sintió feliz. El niño llenaba las condiciones indispensables que debía
tener su Emilio: era rico, huérfano, noble y sano. El, Rodríguez, llenaba en su opinión
las del maestro o sea: prudente, joven, alma sublime y estado independiente. En esta
última condición no incluía naturalmente a su mujer y a sus dos pobres vegetales. A
fin de que su discípulo quedara "en estado natural" porque según decía "la razón del
sabio suele asociarse al vigor del atleta" se retiró con él al campo, le enseñó ejercicios
corporales y en lo demás se dedicó al difícil estudio de que no aprendiese nada.
Gracias a estos métodos de Simón Rodríguez cuando Bolívar se embarcó para Europa
a los dieciséis años de edad escribía de a bordo unas cartas ilegibles en un estilo
deplorable, llenas de faltas de ortografía. Pero gracias también a Rodríguez era ya el
andador, el jinete y el nadador incansable con quien más tarde no pudo competir
ninguno de sus compañeros de armas. Complicado en la conjuración de Gual y
España, y perseguido por las autoridades españolas, Rodríguez tuvo que interrumpir
bruscamente sus proyectos a lo Juan Jacobo Rousseau; abandonar la educación de su
Emilio y desterrado emprender de nuevo su vida errante por Europa. Botánico,
filósofo, físico, pedagogo, y comerciante, según las necesidades, recorre Alemania,
Rusia, Turquía, aprende innumerables idiomas, y como durante la travesía la lectura
de Robinson Crusoe le conmueve profundamente decide honrar a Crusoe en su propia
persona y ya no se llama Simón Rodríguez, sino Samuel Robinson. En Roma en 18O5
se encuentra de nuevo con Bolívar, recibe sus confidencias y una tarde, una de esas
maravillosas tardes de Roma ante el crepúsculo, conversando en el Monte Sacro a tal
punto se exaltan los dos, que Bolívar se transfigura, en una especie de delirio
romántico, toma la ciudad de Roma y toma al sol poniente por testigos y hace su
célebre juramento de libertar a la América española. Algunos meses después Bolívar
se va, Rodríguez se queda en Europa y durante veinte años no vuelven a verse
maestro y discípulo. En 1824 atraído por la gloria del que en todas partes llaman ya el
Libertador, Rodríguez decide regresar a América a fin de fundar en las naciones
libertadas por su discípulo un gran estado comunista en donde sólo exista la igualdad
y la dicha. Para comenzar tiene un proyecto: el de fundar un establecimiento
pedagógico. Bolívar le adelanta el dinero necesario. Simón Rodríguez o Samuel
Robinson se va al Alto Perú, instala su establecimiento, le hace gran propaganda,
obtiene muchos alumnos y lo inaugura caminando por él enteramente desnudo, a fin,
decía, de predicar con el ejemplo la vuelta del hombre a la naturaleza.
Las familias de sus discípulos se indignan, retiran a los alumnos, quieren procesarlo
por inmoral y después de gran escándalo quiebra el establecimiento. Con lo que le
resta, abre un comercio de velas en Chile y termina por fin sus días viejo y pobre en el
pueblito peruano de Paita a orillas del mar. Allí la casualidad le depara como vecina a
Manuelita Sáenz, aquella otra loca y gran amiga de Bolívar de quien ya hablaremos
luego y a quien ya vieja y paralítica seguían llamando en el pueblo "la Libertadora".
¿Qué no se contarían en su decadencia estos dos viejos originales? Cuando en 1854
moría Simón Rodríguez, veinticuatro años después de Bolívar, su discípulo, la vieja
Manuela Sáenz encabezó una suscripción entre los señores del pueblo para poder
enterrar con decencia a su amigo el pobre filósofo.
Bolívar fue a España por primera vez a los dieciséis años. Allí iba a encontrar muy pronto
el primero y el más completo amor de su vida. La partida inesperada de su profesor
Rodríguez había interrumpido bruscamente sus estudios. Para terminarlos o hablando más
propiamente para comenzarlos en la forma habitual, su tutor lo envía a Madrid a casa de
don Bartolomé Palacios, el cual se hallaba entonces de temporada en España y era hermano
de doña Concepción, la madre de Bolívar. Una vez en Madrid, de la casa misma de su tío,
Bolívar iba a encaminarse natural y directamente a la vida familiar del Palacio Real.
Mediaron para ello las siguientes circunstancias: don Bartolomé Palacios era íntimo amigo
del granadino Mallo, quien joven, arrogante y lleno de atractivos, era a su vez amigo íntimo
nada menos que de la propia reina María Luisa. Esta amistad que era vista con muy malos
ojos por el ministro Godoy, entonces omnipotente, daba lugar a muchas murmuraciones.
Entre tanto muy a pesar de Godoy un grupo de criollos nobles introducidos por Mallo
frecuentaban la corte de Carlos IV. Entre ellos se hallaba Bolívar el cual iba a menudo a
jugar a la pelota con los infantes, que aunque adolescente y tímido todavía, tenía ya muy
fino espíritu de observación. Pudo así ver de cerca el ambiente, poco edificante por cierto,
que presentaba aquella familia real, a la cual, él ingenuamente, desde su casa de Caracas
había venerado hasta entonces lo mismo que todos los suyos, como a una emanación de la
Divinidad.
Si bien se mira, a través de pequeños detalles, se llega a la convicción de que aquel primer
cambio de vida o sea la primera permanencia de Bolívar en Europa, fue triste, irritante y
deprimente respecto de su propia persona. Adolescente puntilloso y altanero como buen
criollo debió sufrir a menudo en su amor propio. Diga lo que diga la leyenda que lo quiere
ver siempre victorioso, dando raquetazos simbólicos en la cabeza del Príncipe de Asturias,
el futuro Fernando VII; diga lo que diga esa leyenda hay un aspecto más cierto y, por más
humano, más interesante. Entre los madrileños de su edad Bolívar no pasó nunca de ser el
indiano o el provinciano a quien no se toma mucho en cuenta, al contrario. La adolescencia
es brutal. Bolívar inadaptado al medio se hallaba en la edad ingrata. Pequeño, delgado,
tenía la voz atiplada con el acento dulzón y cantador de los criollos. Es muy probable que
sus ímpetus de dominador se recibieran con ironía o burla. Burlarse de todo lo extraño:
acento, actitud o modismo es propio de esa edad y es propio de todas aquellas personas que
por inflexibilidad de espíritu, o incomprensión, no son capaces de penetrar más allá de su
ambiente. ¿Quién que se haya movido un poco en su vida no ha sentido con mayor o menor
intensidad esta helada desadaptación a un medio, producida por razones sutilísimas a
veces? Bolívar distó mucho de brillar en Madrid. A la inversa de lo que iba a ser en París
años después, el mundano elegante de la Rue Vivienne, el pobre adolescente de Madrid, no
debió sentirse nunca satisfecho de sí mismo. Esta influencia negativa y la decepción que le
produjo la reina María Luisa debieron pesar mucho en su vocación y determinar aquel
rumbo que en 1802 tomó su vida.
Ausente de Madrid don Bartolomé Palacios, Bolívar cambió de domicilio. Fue a encerrarse
en casa de su compatriota, el viejo marqués de Ustáriz, hombre de gran cultura que
despertó en su alma el ansia de saber, y le facilitó todo género de libros. Encerrado en casa
de Ustáriz, aquel prototipo del criollo letrado que tanto abundó en el siglo XVIII, sin ver a
casi nadie, Bolívar se entregó con tal ardor al estudio que estuvo a punto de caer enfermo.
Junto a sus libros en el aislamiento de su vida interior iba creciendo una pasión romántica.
A poco de llegar a España había conocido muy de paso, en Bilbao, a una linda niña
caraqueña llamada María Teresa, hija de don Bernardo Rodríguez del Toro y sobrina del
marqués del mismo nombre, gran magnate de Caracas, prócer de la Independencia.
Enamorado desde Madrid de la dulce Teresa que seguía en Bilbao, muchos meses Bolívar
no hizo sino leer, estudiar y pensar en ella. Un trivial incidente debía pronto cambiar su
vida y acelerar el ritmo de su amor romántico hasta llegar a la pasión violenta.
Una tarde, paseando a caballo, cerca del puente de Toledo, dos agentes de policía lo
detienen sin el menor miramiento. Bolívar, quien pensionado entonces por su tutor, distaba
mucho de ser rico, llevaba sin embargo botones de brillantes en sus puños de encaje. Un
decreto de Godoy acababa de prohibir tal uso. Por infracción al decreto lo declaran
detenido. La verdadera razón es que Godoy sospecha que lleva correspondencia amorosa de
manos de Mallo a manos de la Reina y quiere cerciorarse. Indignado Bolívar se niega a
obedecer. Los agentes lo tratan con insolencia, Bolívar se desmonta del caballo, saca su
espada y hay un pleito del cual pueden resultar serias consecuencias si no sale
inmediatamente de Madrid, cosa que hace por consejo de todos.
Es muy curioso observar que con este caso de Bolívar es ya la tercera vez que el lujo de los
indianos los hace caer en desgracia ante las autoridades o la corte de España. Por
presentarse con penacho de plumas de todos colores ante la presencia de Felipe II, quien
como de costumbre se hallaba, cerrado de negro, Fernando Pizarro, conquistador del Perú
que llegaba de América a defender su causa y la de sus hermanos, predispuso tan mal al
austero Felipe II, que recriminado primero por su penacho y por sus colores acabé
perdiendo su reclamación. Declarado rebelde fue a dar en una cárcel donde permaneció
veinte años. El mismo incidente aunque atenuado, ocurrió a Jiménez de Quesada el poeta
conquistador de la Nueva Granada. Habiendo desembarcado de América y acudido a una
audiencia cubierto de franjones de oro, que él juzgaba merecer y que atestiguaban de su
gloria tan legítima y tan pura, Quesada fue escoltado por los gritos de: ¡al loco, al loco! y
así desprestigiado en su persona fue desoída igualmente su petición.
Humillado y furioso Bolívar se dirige a Bilbao, va a casa de don Bernardo del Toro y le
declara que quiere casarse inmediatamente con su hija a fin de embarcarse cuanto antes y
no regresar a España más. Don Bernardo trata de calmarlo, le ofrece arreglar las cosas y le
pide que espere algún tiempo antes de efectuar el matrimonio. Bolívar mientras tanto ha
vuelto a ver a María Teresa y ¡adiós los estudios! Adiós también las negras melancolías de
Madrid. Ya no se ocupa más que de ella. Todo el fuego de su genio y de su temperamento
exaltado se concentra en la que es ya su novia. Es la gran pasión. El resto del mundo se
borra de su horizonte y ya no vive, ya no respira, ya no ambiciona otra cosa que María
Teresa. ¿No representa ella además en el ambiente hostil del clima desapacible y personas
extrañas que lo rodean su tranquila casa de Caracas y sus lindos campos de los Valles de
Aragua? Allá entre sus siembras, su ganado y sus esclavos ¿no es él acaso mucho más que
un dios? Casarse cuanto antes con María Teresa y volar con ella a su hacienda de San
Mateo, ya, lo más pronto posible es la única aspiración de su alma vehemente. Los largos
meses de espera que impuso don Bernardo fueron un suplicio que sólo temperaba la
esperanza de la unión y del viaje.
Cuando Bolívar se casó tenía diez y nueve años. En el colmo de la felicidad se embarcó
hacia La Guaira y realizó su sueño: vivir en San Mateo al lado de Teresa la adorada. Pero
como dice la vieja canción "sueños de amor duran un día; penas de amor toda la vida",
Bolívar iba a cantarla llorando durante mucho tiempo esa vieja canción. A los ocho meses
de celebrado el matrimonio, por el zaguán de la casa de los Bolívar, salía el entierro de
María Teresa, muerta de fiebres perniciosas. Y fue una nueva explosión en el alma de
Bolívar. La muerte de Teresa lo desespera y así como antes quería llenar el mundo con su
pasión, ahora quiere llenarlo con su dolor. En su frenesí, no sabiendo qué hacer, regresa a
España. Va a llevar a la familia de María Teresa algunos recuerdos de ella, y va a llorar en
un medio donde comprendan su desesperación y la compartan. Pero a poco de llegar cae en
la cuenta de que el ambiente de familia no le da el tono sublime que necesita su dolor, y la
casa de don Bernardo le ahoga. En su sed de exaltación piensa entonces en su maestro
Simón Rodríguez. Se acuerda de que muchas veces paseando por el campo allá, en su
hacienda, habían proyectado visitar juntos algún día las más célebres ciudades de Europa.
Sí, sólo Rodríguez, el sublime, el visionario será capaz de comprenderlo. Corre por lo tanto
a buscarlo. Llega a París y comienza las indagaciones ¿dónde está Rodríguez?, ¿dónde está
Rodríguez? Nadie lo sabe. Por fin un día un amigo a quien acaba de conocer llamado
Carlos Montújar, lo informa de que Simón Rodríguez ya no existe, pero de que en su
reemplazo puede encontrar a Samuel Robinson quien se halla en Viena entregado a la
química. Trabaja en el laboratorio de un sabio alemán. Bolívar sale inmediatamente hacia
Viena y encuentra ¡por fin! a su querido Rodríguez, transformado en Robinson, rodeado de
fórmulas, sales, ácidos, y probetas. Pero ¡ay!, ¡pobre Bolívar! Su poema de dolor infinito
con el cual hubiese querido hacer estremecer el mundo entero iba a sufrir una nueva
decepción. Robinson le oye y casi no se exalta. ¡Qué! ¿La muerte de una persona? Es una
cosa normal de la naturaleza. Ya no le queda, pues, al desesperado otro recurso que buscar
él también la muerte. Así lo hizo. De la muerte lo vino a sacar sin saberlo su amigo el
nuevo Robinson en una forma inesperada y pintoresca. Oigamos cómo cuenta el propio
Bolívar el proceso de su hundimiento y de su resurrección. Lo hace en una carta
dirigida a su prima Fany de Villars. El tono patético de esta carta es muy gracioso y es
un documento sobre la formación romántica de Bolívar: tanto él como Rodríguez se
mueven en ella, no como personajes de la vida, sino como personajes de los libros de
entonces. "Yo esperaba mucho” escribe Bolívar en 1804 narrando su entrevista en
Viena con Rodríguez , yo esperaba mucho de la sociedad de mi amigo, el compañero
de mi infancia, el confidente de todos mis goces y penas, el Mentor cuyos consejos y
consuelos han tenido para mí tanto imperio. ¡Ay! en esta circunstancia fue estéril su
amistad. El señor Rodríguez sólo amaba ya la ciencia. Lo hallé ocupadísimo en un
gabinete de química que tenía un sabio alemán. Apenas logro verlo una hora al día.
Cuando me reúno con él me dice de prisa: 'Mi amigo, diviértete, reúnete con los
jóvenes de tu edad, vete al espectáculo, en fin es preciso distraerte. Este es el solo
medio de que te cures'. Comprendo entonces que le falta alguna cosa a este hombre, el
más sabio, el más virtuoso y sin que haya duda, el mas extraordinario que se puede
encontrar. A fuerza de sufrir caigo muy pronto en un estado de consunción y los
médicos declaran que voy a morir. Era lo que yo quería...".
Después de relatar las peripecias de su grave mal de amor y de romanticismo, sigue
contando a su prima cómo volvió a la vida : "Una noche -dice- en que todavía débil
podía sostener una conversación, Rodríguez vino a sentarse cerca de mi cama. Me
habló con esa bondad afectuosa que me ha manifestado siempre en las circunstancias
más graves de mi vida. Me reconvino con dulzura y me hizo conocer que era una
locura el abandonarme y querer morir en la mitad del camino. Me hizo saber que
existía en la vida del hombre otra cosa que el amor de una mujer y que podía ser muy
feliz dedicándome a las ciencias o entregándome a la ambición. Me persuadió como lo
hace siempre que quiere . . . La noche siguiente exaltándose mi imaginación con todo
lo que podría hacer, sea por las ciencias, sea por la libertad de los pueblos, lo llamé y
le dije: si, sin duda, siento que puedo volver a la vida y lanzarme en brillantes
carreras, pero sería preciso que fuese rico. Sin medios de ejecución no se alcanza nada
y lejos de ser rico soy pobre y estoy enfermo y abatido. ¡Ay! ¡Rodríguez, prefiero
morir! Y le di la mano para suplicarle que me dejara morir tranquilo. De pronto se ve
en la cara de Rodríguez una revolución súbita. Levanta los ojos y las manos al cielo
exclamando con voz inspirada: ¡Se ha salvado! Se acerca de nuevo a mí, me toma las
manos y pregunta: Mi amigo ¿si tú fueras rico consentirías en vivir? Di.. .
Respóndeme. Quedé irresoluto:
no sabía lo que esto significaba; respondo: sí. ¡Ah! exclama él, entonces estamos
salvos. ¿El oro sirve pues, para cualquier cosa? Pues bien, Simón Bolívar, eres rico,
has heredado, tienes actualmente cuatro millones".
El aviso de esta herencia que le legaba un tío se había recibido cuando Bolívar se
hallaba enfermo sin conocimiento. Ocupado con sus probetas Samuel Robinson había
olvidado en absoluto darle tan trivial noticia. Al escucharla, Bolívar dio un salto sobre
la cama. Ya estaba bueno y sano. Aquella inyección de cuatro millones lo había
curado. Pero sólo le curaba el cuerpo. El espíritu, como en la vieja canción quedaba
dolorido todavía.
No se equivocó Simón Rodríguez al decir que los cuatro millones de Bolívar iban a
servir para algo. Ellos lo condujeron hacia su prima Fany de Villars, la gran
inspiradora, la que le mostró su camino, le reveló su genio y le dio por medio de
detalles a veces insignificantes aquella magnífica confianza en sí mismo, que debía
crecer en Bolívar con la violencia de un incendio.
El amor de Fany no fue la pasión que absorbe y que anula. No. Amor templado y risueño,
amor de París, hizo de Fany más que la amante, la amiga, la consejera, la iniciadora.
Gracias a sus relaciones y a su don de gentes en su salón de París le tiende una mano a
Bolívar y lo hace subir sobre una especie de plataforma. La del París granado de entonces.
Desde allí él contempla toda su época, como se contempla un panorama, avalúa bien sus
fuerzas, se traza su destino y emprende su vuelo.
Cuando Bolívar habla de su amor por Teresa del Toro asegura que de no haber muerto ella,
él no hubiera salido nunca de los límites trazados por aquel idilio de su adolescencia.
Dafnis y Cloe de los Valles de Aragua hubieran terminado en Filemón y Baucis de la
hacienda San Mateo. Encauzado dentro del matrimonio al final de su vida -afirma el mismo
Bolívar- habría aspirado quizás a la alcaldía del pueblecito cercano. Hay personas que
rechazan esta suposición. A mí me gusta creerla porque me parece verosímil y porque me
parece muy dulce pensar que en la monotonía de la vida, cuando menos lo imaginamos,
pasa tal vez a nuestro lado un alma genial a quien un profundo amor la hizo olvidarse de sí
misma y la puso a caminar dentro del gran rebaño.
Fany de Villars era Aristiguieta por su madre y prima por lo tanto de Bolívar. Casada con
un francés, el conde de Villars, tenía en París -como tuvo años más tarde aquella otra criolla
cubana, la encantadora condesa de Merlín-, Fany tenía en París uno de los más elegantes
salones del tiempo del Consulado. Era la época de Chateaubriand, de Eugenio de
Beauharnais, de Madame Récamier, de Talma, de Madame de Stael, de Humboldt y de
Talleyrand. Todos estos iban al salón de Fany, la linda criolla parisiense, todos la invitaban,
todos la celebraban. Sobre las convulsiones de la Revolución Francesa, bajo el ritmo
acelerado de Napoleón comenzaba a nacer el Romanticismo. Era una ráfaga que parecía
venir de aquí, de América traída por Chateaubriand y a la cual el extraordinario viaje del
barón de Humboldt por las regiones equinocciales acababa de dar nuevo impulso y nuevas
alas. El momento no podía ser más propicio a Bolívar, el prototipo del romántico por
excelencia. A más de tener el fuego y la grandilocuencia del Romancismo, por su origen,
por la finura de su tipo y por su tristeza prematura parecía reencarnar al héroe recién
llegado de la selva americana. Al verle venir de Alemania tan joven, tan triste y tan rico,
Fany lo avaloró con una sola ojeada y decidió abrirle las puertas del éxito. Después de
haber sido el Emilio de Rousseau gracias a Simón Rodríguez iba a ser ahora gracias a Fany,
el René de Chateaubriand. Todo contribuía a la transformación. Instalado en un elegante
apartamento de la Rue Vivienne, el viudo de Teresa del Toro comenzó a ser, gracias a los
consejos de Fany, uno de los más refinados y más interesantes jóvenes de aquel París de
entonces, de aquellos que se paseaban por las galerías del Palais Royal, oían a Talma,
repetían los retruécanos de Brunet, se hacían retratar por David y se enamoraban
platónicamente de Madame de Récamier o de Paulina Borghése. Pródigo, elegante,
festejado de todos, Bolívar se dio a llevar una vida de príncipe. Perdía al juego cantidades
fabulosas, prestaba dinero a sus amigos, hacía regalos suntuosos, fue rival de Eugenio
Beauharnais a quien desafió por amor a Fany, se puso de moda y lanzó su sombrero, su
célebre "Chapeau Bolívar" cuyos bordes levantados inventó sin duda la misma Fany.
Los que viviendo en París y teniendo dotes de talento, de cultura, de originalidad o de
fortuna, se quejan del chauvinismo francés; o no tienen tales dotes, o no han encontrado
aún a su Fany de Villars, la animadora, la consejera de los pequeños detalles. París que sabe
ser tan grave es siempre frívolo, y no hay mejor recomendación que la que da de viva voz
con una sonrisa una mujer bonita.
El éxito mundano embriagó a Bolívar sin curarlo. Una vez obtenido ya no le interesó más.
Su tristeza continúa. El lujo, los elogios, los placeres le dejan un profundo hastío. Hace
continuos viajes a París para distraerse, regresa a París y ¡nada! En el fondo de su alma se
ha arraigado la inquietud de los insatisfechos. Así se lo escribe él mismo a Fany, la
inspiradora, a quien en sus cartas de amor llama Teresa como homenaje de fidelidad a la
muerta adorada. "El presente no existe para mí -le escribe un día recién llegado de Londresel
presente es el vacío completo. Apenas tengo un pequeño capricho lo satisfago al instante.
¡Ah! ¡Teresa, esto será el desierto de mi vida!. . . París no es el lugar que puede poner
término a la vaga incertidumbre de que estoy atormentado".
¿Con que no le vasta el éxito, la admiración y los honores? ¡A buscar pues otro objetivo!, y
Fany, la nueva Teresa, lo pone en su camino de Damasco al presentarlo y recomendarlo al
barón de Humboldt. Gracias a su insistencia Humboldt y Bolívar se hacen amigos. En el
curso de la amistad Humboldt va a descubrirle su patria americana como Fany le ha
descubierto su genio y sus dotes de triunfador. El ilustre alemán que en un viaje de cinco
años a través de las regiones equinocciales acaba de causar una verdadera revolución en las
ciencias naturales y en la geografía del mundo, le relata con indescriptible entusiasmo las
riquezas y maravillas que encierran aquellos países inexplorados. Habla del porvenir que
los espera, de la necesidad absoluta de su emancipación. Describe conmovido los atractivos
de la sociedad criolla tan ingenua y tan amable. Su calidad de extranjero le ha hecho
apreciar mejor el encanto de aquella sencillez y de aquella gracia indolente y generosa.
Habla también del movimiento intelectual que ha apreciado entre los criollos. Hay centros
de avanzada cultura como Bogotá y Méjico. Ha conocido a poetas como Bello y sabios
como Mutis y Caldas. Tanto le complace la vida fácil y sonriente de aquellos países,
verdaderos paraísos terrenales que algún día, si las circunstancias se le permiten, piensa
trasladarse allá a terminar su vida.
Bolívar la escucha asombrado. Una luz milagrosa lo ilumina. La fe el entusiasmo van
creciendo en su alma a medida a que intima con el sabio. ¡Qué lejos se ha quedado ya
aquella impresión deprimente por su patria y por su persona del pobre indiano adolescente
de Madrid!
Un día, poco después de la coronación de Napoleón en la cual Bolívar a pesar de haberla
desaprobado ha sentido el delirio de la gloria, a poco de aquella ceremonia celebrada en
Notre Dame va visitar a Humboldt. Como al hablar de nuevo sobre la emancipación de la
América Española, Humboldt dijese: "Veo la obra pero no veo el hombre capaz de
realizarla", con el recuerdo aún vivo de la Apoteosis de Napoleón, Bolívar, el terrible
ambicioso de veinte años, guardó silencio, pero se contestó a sí mismo: "Este hombre seré
yo".
Y desde ese día se acabó París. Entre lágrimas y suspiros se despidió de Fany, la única
confidente de su empresa, se fue a Italia, se acercó de nuevo a Humboldt que se hallaba en
Nápoles, acompañado por Simón Rodríguez fue a pie hasta Roma, pronunció su juramento
del Monte Sacro, volvió a despedirse de Fany en una larga, dolorida carta y ungido por ella
se embarca definitivamente hacia La Guaira, es decir hacia uno de los más bellos destinos
que haya tenido en la Historia hombre ninguno.
Para hablar de la influencia que en la vida heroica de Bolívar van a tener ahora las mujeres
se necesitaría por lo menos escribir un libro entero. Tierno y apasionado no son sólo sus
grandes amores los que le impulsan, es también el cariño, la piedad y el espíritu de
protección hacia sus allegadas o sus simples amigas. Los aplausos de las mujeres que en
todas las capitales de América lo aclaman y lo adoran como un dios lo embriagan de
orgullo y de felicidad. Después de sus grandes victorias piensa con entusiasmo de
adolescente en tal o cual baile que va a darse en su honor, en las mujeres que van a asistir a
él; cambia todo un plan de batalla por acudir a una cita; después de haber caminado frente a
su ejército de la mañana a la noche, baila hasta que apunta el día y la presencia de cualquier
mujer bonita aunque no le conozca lo llena de alegría. En la intimidad de la familia atiende
sonreído a las amonestaciones de aquella hermana María Antonia que tiene sus mismos
arranques y su mismo don de mando y un día de gran triunfo en 1827 cuando entrando a
Caracas bajo palio después de una larga ausencia lo aclama la multitud delirante, como
viera asomar allá a lo lejos a su nodriza la negra Matea Bolívar quien con su blanco paño de
esclava por la cabeza llorando de emoción le manda besos, él, se detiene hace parar todo el
cortejo, atraviesa la multitud y corte a abrazar a su negra vieja.
Doña Manuelita Sáenz, a quien el mismo Bolívar llamó la Libertadora del Libertador por
haberle ella salvado la vida en dos ocasiones, es el último, el más accidentado y el más
pintoresco de los amores de su vida. ¡Qué lejos por el tiempo y el carácter queda esta
extraordinaria doña Manuelita de aquella apagada Teresa del Toro tipo de la clásica criolla
romántica que pasa en la vida sin dejar más huella que el dolor producido por su muerte!
No siendo posible mencionarlas todas luego de hablar de las dos primeras hablaré,
brevemente, no se asusten, del último amor de Bolívar. La figura de doña Manuelita es en
extremo interesante no sólo por su lado pintoresco sino porque representa, si bien se analiza
el caso de la protesta violenta contra la servidumbre tradicional de la mujer a quien sólo se
le deja como porvenir la puerta no siempre abierta del matrimonio. Mujer de acción no
pudo sufrir ni el engaño ni la comedia del falso amor. Hija de la revolución no escuchó más
lenguaje que el de la verdad y el del derecho a la defensa propia. Fue la mujer "aprés
guerre" de la Independencia. Predicó su cruzada con el ejemplo sin perder tiempo y sin
dejar escuela.
Nacida no se habe bien si en el Ecuador, en la Argentina o en el Alto Perú, de una familia
distinguida y rica, doña Manuelita, que era muy linda y muy joven se había casado siendo
casi niña con un inglés a quien nunca había querido y quien la aburría de muerte. Un día
vio desde un balcón a Bolívar que entraba victorioso en Quito, se enamoró de él y sin mas
ni mas decidió ante sí misma divorciarse de su inglés y casarse con Bolívar. Entonces no
existía el divorcio. No hubo por lo tanto ni abogados, ni procesos, ni ceremonia
matrimonial, pero tampoco hubo engaño ni escondite. Doña Manuelita participó su
resolución a todo el mundo, al inglés el primero. El inglés aceptó la decisión con tristeza
resignada. Como era de esperar el resto de la gente se escandalizó. Casi todas las
contemporáneas de doña Manuelita la rechazaron indignadas. Lo hacían por natural espíritu
de conservación social y dentro de su criterio tenían razón. Pero doña Manuelita no se
amedrentó por eso. Nacida y criada en plena guerra pensó, no sin cierta lógica, que si se
atacaba impunemente el quinto mandamiento "no matarás" bien se podía atacar la
indisolubilidad del matrimonio en un caso como el suyo. Y la atactó ella sola, de frente,
lanza en ristre y pistolas al cinto como solía hacer siempre que se urdía alguna grave intriga
contra Bolívar o contra ella. Dicen algunos que doña Manuelita actuó así porque era atea o
librepensadora. Yo creo al contrario que cuando a caballo, vestida de hombre, escoltada por
dos negras valientes y ecuestres también que le servían de edecanes, cuando escoltada así
por sus dos negras se lanzaba a la pelea, allá en el fondo de su conciencia recordando al
inglés, al mismo tiempo que desafiaba la muerte desafiaba el infierno lo cual es el colmo
del heroísmo.
He aquí el retrato que hace de ella uno de sus contemporáneos:
"Cuando la conocí -dice- contaría unos veinticuatro años. Tenía los ojos negros, atrevidos,
brillantes, la tez blanca como la leche, la estatura regular y muy de buenas formas. De
extremada viveza era generosa con sus amigos y caritativa con los pobres. Muy valerosa
sabía manejar la espada y la pistola, montaba a caballo, vestida de hombre con pantalón
rojo, ruana negra de terciopelo y sueltos los rizos que se desataban a su espalda debajo de
un sombrerillo con plumas que realzaba su figura encantadora".
Por lo visto, a medida que aumentaban sus proezas doña Manuelita iba militarizando más y
más su vestido. Le añadía colores y le cosía nuevos galones. Digo esto porque Palma cita
otro retrato hecho poco después por un segundo testigo en el cual aparece con dolmán rojo,
botones amarillos y brandenburgos de oro.
Sea como fuere es lo cierto que con su uniforme, su lanza, su caballo y sus negras ecuestres
que se llamaban Natán y Jonatás, doña Manuelita dio mucho que hacer a los gobiernos del
Perú y de Colombia cuando éstos se declararon hostiles a Bolívar. Al ausentarse él y
presentarse la menor ocasión, doña Manuelita que se creía obligada a guardarle las
espaldas, aprovechaba la oportunidad y hacía una salida lanza en ristre a lo Don Quijote.
Estas salidas casi nunca tuvieron éxito, muy al contrario, pero ella sin desanimarse,
continuaba al acecho. Por evitarse desasosiegos lo mismo el gobierno del Perú que el de
Colombia acabaron por desterrarla.
En el fondo doña Manuelita tenía siempre razón. Era la época triste de Bolívar, la de la gran
cosecha de ingratitudes, el calvario, los últimos años tan amargos de su vida. Sus proyectos
de unión y de concentración estorbaban los pequeños intereses. Disuelta la Gran Colombia
y anarquizada su obra lo acusaban por todas partes de tiranía y de autocracia. Al ausentarse
de un país a otro estallaban revueltas contra él. Era lo que sulfuraba a doña Manuelita y la
decidía a entrar en escena.
En Lima en 1827 tuvo lugar la traición de Bustamante dirigida naturalmente contra Bolívar
quien acababa de salir para Colombia. Advertida á tiempo doña Manuelita corrió a un
cuartel, hizo reaccionar a un batallón, pero fracasó en su intento y el gobierno que surgió
del cuartelazo la desterró del Perú.
Durante varios años vivió entonces en Bogotá en la Quinta Bolívar lado de éste, rodeada de
honores que le dispensaban todos los grandes hombres del día quienes la trataban como a la
mujer legítima de Bolívar. Las señoras se mostraban más esquivas, pero doña Manuelita no
se alarmaba por eso. Opinaba que la conversación de las mujeres era por lo general menos
interesante. En la célebre noche del 25 de septiembre en que un grupo de conjurados, como
saben todos ustedes, asaltó la casa para asesinar a Bolívar, doña Manuelita, que con
intuición admirable comprendió de lo que se trataba lo hizo huir por una ventana. Armada
con una pistola salió después ella misma al encuentro de los conjurados, les abrió la puerta
y logró despistarlos sobre el rumbo que al escapar habla tomado Bolívar. Desde aquella
noche, la llamaron y se llamó a sí misma la Libertadora.
Durante una de las ausencias de Bolívar como Santander, Vicepresidente entonces de
Colombia, se condujese en forma que ella juzgó malévolamente para con el ausente decidió
dar una gran fiesta a la que invitó a las personas más notables. La fiesta comenzó por el
fusilamiento del propio Santander en la persona de un muñeco de trapo fabricado por ella al
efecto. Después del fusilamiento hubo baile basta la madrugada. Aquella ceremonia
irrespetuosa contra el propio Vicepresidente seguida de baile produjo gran escándalo. El
escándalo recayó naturalmente sobre Bolívar el cual tuvo que desaprobar lo ocurrido públicamente. Por razón de Estado escribió una carta fulminante en que llamaba a la fiesta en general acto torpe y miserable y en la que trataba de excusar a doña Manuelita llamándola con propiedad y cariño la amable loca.
Pero por el mismo correo le escribió una carta a doña Manuelita en la qué poco más o
menos le decía que era ella la mujer más graciosa y más simpática que había conocido en
su vida.
Otro día, estaba ya Bolívar muy enfermo, se celebraba la fiesta de Corpus. En la plaza
mayor de Bogotá se habían preparado fuegos artificiales con figuras grotescas. Encerraban
grandes sorpresas. Todas esperaban con entusiasmo. A la caída de la tarde vienen a advertir
a doña Manuelita que entre dichas figuras hay un señor Despotismo y una señora Tiranía
que son en realidad su propia caricatura y la de Bolívar. ¡Ah! ¿conque el Despotismo y la
Tiranía? Está bien, que se esperen un momento ellos y la fiesta. Poseída al instante por una
ráfaga de revancha destructora mandó a ensillar, se puso los pantalones, el dolmán con
todos sus galones, cogió la lanza, las pistolas y calle arriba a trote largo seguida por Natán y
Jonatás, llegaron a la plaza y arremetieron las tres contra la pirotécnica. Todo quedó hecho
añicos, en la oscuridad de la noche no brilló ni una sola de las ingeniosas alegorías. El
general Caicedo, Presidente entonces de Colombia, decidió hacerse el ciego e impidió que
se procediese contra doña Manuelita. Al día siguiente, un periódico demagogo amanecía
bramando contra la debilidad de Caicedo:
"Una mujer descocada -decía el periódico-, que se presenta en el traje que no corresponde a
su sexo y que hace verter lo mismo a sus dos criadas insultando el decoro y burlando las
leyes se presentó ayer en la plaza pública, atropelló los guardias que custodiaban el
hermoso castillo de fuegos artificiales y rastrilló una pistola declamando contra el gobierno,
contra el pueblo y contra la libertad. La sola presencia de esa mujer forma el proceso de la
conducta de Bolívar. . .". Y aquí rayos y truenos contra el Presidente Caicedo quien
enterado de lo ocurrido lejos de encarcelar a la agresora había ido galantemente hasta su
casa con el fin de tranquilizarla y darle explicaciones.