Por Gabriel García Márquez (1927-2014)
Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja
que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14.
Está sirviéndoles el desayuno
y tiene una expresión de preocupación.
Los hijos le preguntan qué le pasa y
ella les responde:
—No sé, pero he
amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este
pueblo.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de
vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que
va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:
—Te apuesto un
peso a que no la haces.
Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga
su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
—Es cierto, pero
me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana
sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su
casa, donde está con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz
con su peso, dice:
—Le gané este
peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
—¿Y por qué es un
tonto?
—Hombre, porque
no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá
amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Entonces le dice su madre:
—No te burles de
los presentimientos de los viejos porque a veces salen.
La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al
carnicero:
—Véndame una
libra de carne —y en el
momento que se la están cortando, agrega—:
Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor
es estar preparado.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a
comprar una libra de carne, le dice:
—Lleve dos porque
hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están
preparando y comprando cosas.
Entonces la vieja responde:
—Tengo varios
hijos, mire, mejor deme cuatro libras.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento,
diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende
toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el
pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto,
a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
—¿Se ha dado
cuenta del calor que está haciendo?
—¡Pero si en este
pueblo siempre ha hecho calor!
(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos
remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se
les caían a pedazos.)
—Sin embargo —dice uno—,
a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
—Pero a las dos
de la tarde es cuando hay más calor.
—Sí, pero no
tanto calor como ahora.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un
pajarito y se corre la voz:
—Hay un pajarito
en la plaza.
Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
—Pero señores,
siempre ha habido pajaritos que bajan.
—Sí, pero nunca a
esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo,
que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
—Yo sí soy muy
macho —grita uno—. Yo me voy.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una
carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta
el momento en que dicen:
—Si este se
atreve, pues nosotros también nos vamos.
Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las
cosas, los animales, todo.
Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
—Que no venga la
desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa —y entonces la incendia y otros incendian
también sus casas.
Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de
guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:
—Yo dije que algo
muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
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