De Jaime Galarza Zavala (Cuenca, 28 de julio de 1930).
Tenía una pila de hijos, y todos comían.
La chacra daba pan escaso. Era muy pequeña. Por eso
el marido se había largado, dos años antes, a los Calientes, a trabajar en una
plantación de caña dulce. Lo trago el misterio.
Batallaba
sola. A veces tejía sombreros, pero principalmente dedicaba sus fuerzas,
marchitas como como su juventud al cultivo de la tierra. Se la veía arar el
pegujal con bueyes que alquilaba, esparcir el maíz en los surcos, enterrar las
semillas de papa, cosechar; seguida de la pila de hijos, que madrugaban para
ayudarle en las faenas, hasta que la noche se extendía, helada y funeral, sobre
los Andes. Siempre detrás su sombra escuálida, la Miche, la mayorcita con diez
años encima.
Un
animal inmenso, terrible devorador de tierras, rondaba la parcela. La
ambicionaba por hallarse ubicada junto al río, a la cabecera de su fundo
propio, levantado mediante préstamos a campesinos arruinados, que éstos no
alcanzaban a pagar, por lo que veíanse obligados a entregar sus tierras o bien
iban a la cárcel, cuando no sucedían las dos cosas.
La
campesina resistía:
-Ay,
taita curita, es todo lo que nos queda. Poquito da a cuadra, pero,
dioselopague, propia es. No he de vender. Si fuera sola, bueno, pero están los
guagas. ¿Dónde he de ir con ellos? ¿Quién nos ha de dar amparo?
-Mujer,
te dejaré la casa, y si quieres, te quedaras trabajando en el fundo. Yo pago
bien a mis peones.
-Con
el perdón de su mercé, no he de vender mi cuadrita. Mi marido, al irse, me
dijo: “Más vales hambre en chacra propia que pan en chacra ajena”, y así mismo
es, taita curita.
-¿Pero
no ves que se trata de servir a Dios? Con lo que se producen las tierras yo
estoy reuniendo fondos para levantar un nuevo templo. El que tenemos no es bueno a los ojos de Dios. Es una capilla
vieja y estrecha. Por eso nos castiga con la peste unos años, con las sequías,
otros; con las hambrunas toda la vida. No le enojes más a Nuestro Señor
Jesucristo. Véndeme la parcela.
-No,
taita cura.
Dos, tres, cuatro veces a misma cantaleta. El cura
rodeaba la chacra como la zorra en busca de gallinas. Después del último
rechazo de la dueña en el primer sermón que vino a mano., subido al púlpito,
paseó sus ojos de ave rapiña sobre la grey reunida. Los feligreses lo
contemplaron boquiabiertos:
-Amados
hijos: mi corazón sufre al referirse la revelación divina que tuve anoche.
Cuando dormía en la gracia del Señor, se me presentó un ángel con un anuncio
terrible: “Este año – me dijo- habrá sequía. Luego lloverá torrencialmente diez
días y diez noches, crecerán los ríos, derribarán las casas, arrasarán los
sembríos, aniquilarán el ganado. Por fin, la peste traerá una mortandad como no
recuerdan ni los ancianos más viejos de la parroquia. Los que perezcan no
tendrán tiempo de ponerse en paz con el Señor y serán condenados al infierno.
Los que sobrevivan, andarán errantes por la tierra, convertidos en mendigos.
Todos quedan petrificados. El religioso prosiguió:
-Angustiado,
pregunté al nuncio celestial qué grave pecado había cometido este pueblo para
que la Divina Providencia descargara su sagrada ira de ese modo. Me respondió:
“Es el enojo del Señor por la tardanza en construir la nueva capilla; porque
hay gentes que, inspiradas por Lucifer, se niegan a cooperar con la parroquia
para aumentar los fondos destinados a construir un templo digno de la gloria de
Dios”.
Por el ámbito se extendieron
rumores a media voz, como un enjambre de moscardones.
Hasta este punto habló el cura en español. Luego
pronunció una oración en latín, que nadie comprendió, pero que debía ser una
súplica desgarrada del pastor en pro de su rebaño, pues concluyó sollozando.
Ella, enredándose en las polleras,
corrió a llorar junto a la pila de hijo.
Dejó
de ir a la iglesia. Las vecinas no la visitaron más. Las comadres cuchicheaban.
Las beatas se persignaban al verla. La tendera ya no le fió. El sacristán,
borracho siempre, difundía historias espeluznantes. Ella sentía que el mundo se
tornaba su enemigo. Como una cerca de pencas gigantescas, le aprisionó la
impotencia. Sus hijos eran golpeados por otros pequeñuelos, hijos de parásitos
del agro, o no de campesinos lachapientos como ella. Crecía la desesperación,
pero seguía empecinada en cumplir lo que el marido le dijo: “Más vale hambre en
chacra propia…
Un día fue al pueblo para ver una
antigua comadre y pedirle prestado un poco de maíz, pues tenía una pila de
hijos, y todos comían.
Escuálida, su sombra iba la Miche,
a paso menudito y ligero. Era Semana Santa, la semana de Dios. La gente salía
de los servicios religiosos, en los que el cura había pronunciado un segundo
sermón sobre el anuncio celestial.
Al regresar, se topó en la plaza
con grupos que la miraban hostiles. Corrieron rumores sordos. Las beatas se
santiguaron. Del fondo de la oscura capilla, como una caverna, salió el
sacristán, tambaleando su borrachera. Traía el hisopo de agua bendita, que la
esparció con dirección a la mujer.
Los ojos del sacristán, irritados
por el alcohol y la sagrada furia, eran bolas de fuego. Gesticulaba como un
loco:
-¡Compactada con el diablo estás,
infeliz! ¿Por qué, sino, hablas a solas, encerrada en tu cuarto? Es que allí te
juntas con el diablo juegas a las barajas, con el diablo te acuestas. Anoche te
vi volando en una escoba. ¡Yo te conjuro a irte lejos, lejos, bruja!
Intentó golpearla con el hisopo. Pálida,
muda, temblorosa, con la Miche que gemía abrazada a sus polleras, alzó su mano
labradora, y derribó al sacristán. El hisopo del agua bendita rodó lejos.
El sacristán, entre espumarajos,
chilló:
-¡Estamos perdidos, perdidos!
¡Botaste al suelo a Nuestro Señor, bruja condenada! ¡Ahora sí se cumplirá la
revelación!
Indios lachapientos como ella,
chagras ricos, chulqueros, cantineros, concubinas del cura, la jauría de Dios
se fue encima. La Miche, perdida en el tumulto, clamó:
-¡Socorro, taita curita, socorro!-
al ver al párroco asomado a la ventana de la capilla, a escasos metros de
distancia.
Una avalancha de manos despedazaba
las ropas de la mujer, iracundos garrotazos la fulminan, el sacristán la
arrastra por los cabellos. Un líquido le penetra por la boca, la nariz, el
sexo; empapa los jirones de tela que la cubren, resbalando a lo largo de su
cuerpo: gasolina. UN alarido infantil. Una ventana que se cierra. Una pira en
mitad de la plaza.
Tomado del libro: “Cuentos de piedra” de Jaime Galarza Zavala. Vice Rectorado
Académico. Universidad de Guayaquil. 1991.
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