La
estatua de bronce.
Cuento
Juan Vicente Camacho
(Caracas, 1829-París, 1872).
I
Era Alberto uno de esos
hombres que vienen al mundo para ocupar un lugar distinguido en la sociedad;
así le abundaban las cualidades morales como se aventajaba en prendas físicas.
Era alto, bien formado, de miembros delgados y nerviosos. Tenía ojos de mirada
penetrante y fuego irresistible, una boca que envidiaría una niña de quince
años, y una fisonomía llena de fuego e inspiración. Largos cabellos negros
ondeaban, naturalmente rizados, sobre un cuello que un estatuario pondría sobre
los hombros de un Apolo, y en su apuesta y gentil presencia se descubría la
finura aristocrática y el porte de un hombre del gran mundo.
En el momento en que le
conocemos está sentado junto a una mesa, cubierta por un tapiz de terciopelo
oscuro; en esta mesa se ven con profusión objetos de arte y ciencias
diseminados por todas partes; cartas geográficas, planos principiados,
instrumentos de matemáticas, pinceles, paletas, trozos de mármol y aves
disecadas. En toda la habitación se encuentran los mismos objetos, más o menos,
caballetes de pintor, cuadros antiguos, arreos de caza, esqueletos humanos,
cinceles y estatuas de estuco, madera y mármol, rotas las unas, principiadas
las otras y ninguna concluida.
Pero lo más notable que se
ve en el centro de aquel salón, colgado y entapizado con un gusto exquisito, es
una estatua colosal de bronce de un trabajo perfecto y acabado. Representa a
Venus, la voluptuosa protectora del amor, en el momento de recibir una ofrenda.
Su cuerpo de formas redondas, mórbidas y tentadoras, está ligeramente inclinado
hacia delante; tiene un brazo extendido con gracia como para aceptar lo que le
ofrecen y con el otro se cubre ruborosa el seno. Respira aquella obra maestra un
perfume de amor indefinible; y en sus ojos sin pupilas, en su boca
entreabierta, en sus formas de una belleza ideal, hay ese encanto irresistible
que tanto conmueve la imaginación del artista.
Alberto se levantó de su
asiento y con lento paso y cruzando los brazos se puso a contemplar con un
interés, imposible de describir, la hermosa Venus; sus labios se agitaban como
si murmurara una oración, y de vez en cuando hondos suspiros salían de su
pecho. Encantadora imagen, la decía:
Tú que en un
tiempo el amoroso culto
del universo entero recibías,
tú que la dicha al corazón volvías
de los que te imploraban en tu altar,
tú que en carro de nítidas neblinas
al vago aliento del Olimpo fuiste;
tú que vida del alma recibiste
en las revueltas ondas del mar:
Yo te adoro, ángel nacido
de las espumas del mar;
si otros te dan al olvido
yo animoso te he erigido
en mi corazón tu altar.
Y arrodillado ante la
estatua, derramaba lágrimas ardientes, y arrebatado por el impulso de su
delirio posaba sus labios de fuego en los helados labios de la Venus de bronce.
Hablaba con la inanimada Diosa como si fuera su desposada; la hacía mil
protestas de ternura y de amor eterno, y de tal modo estaba dominado de su
febril emoción que sin reparar lo que hacía, puso un magnífico anillo en los
dedos de la Venus, en prueba de su amor imperecedero.
II
Desconsolada la noble
familia de Alberto de su estado lastimoso, buscaba en vano los médicos más
hábiles para librarle de la fiebre tenaz que le devoraba. Todo era inútil:
Alberto sólo pasaba algunas horas tranquilas cuando le permitían ir a su
gabinete, pero desde el instante en que le alejaban de allí, empezaba el
delirio y la calentura. Su buen padre resolvió que hiciera algunos viajes,
acompañado de un amigo de colegio, porque el honrado anciano temía que su hijo
estuviera dominado por una pasión desgraciada, no pudiendo concebir que una
Venus de bronce fuera capaz de volverle el juicio.
Partió en efecto Alberto en unión de su amigo, y seguramente
la variedad de objetos, el placer del movimiento, las novedades que le
sorprendían en otros países, efectuaron la curación de que habían desistido los
más nombrados profesores. Con lágrimas de gozo recibió el anciano padre a
Alberto, un año después de su partida, sano de sus pasadas manías.
Ya frisaba el joven en los treinta años, y su padre sintiendo
ya el fin de sus cansados días, le dijo una tarde que había ajustado su
matrimonio con una rica y hermosa joven, y que no aguardaba más que su
asentimiento para efectuar el enlace.
-Lo que haga usted está bien hecho, le contestó su hijo.
III
Pocos días después se oía
en los salones del padre de Alberto, el estruendo de la música, el rumor alegre
del festín. Brillantes luminarias lanzaban sus reflejos usurpando las luces del
día y una numerosa concurrencia se entregaba al placer del baile. Alberto se
casaba esa noche y recibía de sus amigos felicitaciones y apretones de mano:
era feliz.
Pronto concluyó el festín:
que nada acaba más de prisa que el placer, y Alberto estaba departiendo con su
esposa, solos, felices y olvidados del mundo. Ella había puesto un riquísimo
anillo en los dedos de su esposo y éste quiso darla en prenda de su amor una
sortija que le era sagrada por haberla recibido de su madre. Entró con su
esposa al gabinete que ya conocemos, y ambos se acercaron a la magnífica Venus
que aparecía como una figura siniestra en la media luz de la habitación. En su
brazo extendido brillaba como un lucero el diamante de Alberto.
Fue éste a arrancarle el
anillo y quedó trémulo y sin color, y a no ser por su novia, hubiera caído sin
conocimiento. La Venus había apretado sus dedos fríos para no dejarse arrancar
la prenda.
Un sudor helado corrió por
la frente de la desposada, que trémula y vacilante se acercó a la estatua para
quitarle el gaje de su esposo. La colosal figura extendió sus brazos y
estrechando contra su seno a la desgraciada joven la ahogó. La pobre niña no lanzó
ni un grito, dobló su frente todavía coronada con sus azahares virginales y
expiró tranquilamente.
Alberto dio un grito
horroroso, sus ojos se fijaron de un modo horrible como si quisieran saltar de
sus órbitas, y arrancándose los cabellos con desesperación cayó en el
pavimento. Entonces llegó a su oído una voz espantosa que dijo:
Yo te adoro ángel nacido
de las espumas del mar;
si otros te dan al olvido
yo amoroso te he erigido
en mi corazón tu altar.
Se levantó frenético,
arrojó al estatua del pedestal que rodó, poniendo en sus brazos un cuerpo
helado; era el de su esposa. El infeliz cayó de rodillas en el pavimento,
lanzando un grito que no se puede describir. Estaba loco.
Tomado del libro “Días de Espantos (cuentos fantásticos
venezolanos del siglo XIX)”. Carlos Sandoval (compilador) Comisión de
Estudios de Postgrado. Facultad de Humanidades y Educación. Universidad Central
de Venezuela. 1era.edición 2000.
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