(Santiago de Chile 1952- Ibídem 2015) |
Fue la primera que se pegó el misterio en el barrio
San Camilo. Por aquí, casi todas las travestis están infectadas, pero los
clientes vienen igual, parece que más les gusta, por eso tiran sin condón.
Ella sola se puso Madonna, antes tenía otro nombre.
Pero cuando la vio por la tele se enamoró de la gringa, casi se volvió loca
imitándola, copiando sus gestos, su risa, su forma de moverse. La Madonna tenía
cara de mapuche, era de Temuco, por eso nosotros la molestábamos, le decíamos
Madonna Peñi, Madonna Curilagüe, Madonna Pitrufquén. Pero ella no se enojaba, a
lo mejor por eso se tiñó el pelo rubio, rubio, casi blanco. Pero ya el misterio
le había debilitado las mechas. Con el agua oxigenada se le quemaron las raíces
y el cepillo quedaba lleno de pelos. Se le cala a mechones. Nosotros le
decíamos que parecía perra tiñosa, pero nunca quiso usar peluca. Ni siquiera la
hermosa peluca platinada que le regalamos para la Pascua, que nos costó tan
cara, que todos los travestis le compramos en el centro juntando las chauchas,
peso a peso durante meses. Solamente para que la linda volviera a trabajar y se
le pasara la depre. Pero ella, orgullosa, nos dio las gracias con lágrimas en
los ojos, la apretó en su corazón y dijo que las estrellas no podían aceptar
ese tipo de obsequios.
Antes del misterio, tenía un pelo tan lindo la
diabla, se lo lavaba todos los días y se sentaba en la puerta peinándose hasta
que se le secaba. Nosotros le decíamos: Éntrate niña, que va a pasar la
comisión, pero ella, como si lloviera. Nunca le tuvo miedo a los pacos. Se les
paraba bien altanera la loca, les gritaba que era una artista, y no una asesina
como ellos. Entonces le daban duro, la apaleaban hasta dejarla tirada en la
vereda y la loca no se callaba, seguía gritándoles hasta que desaparecía el
furgón. La dejaban como membrillo corcho, llena de moretones en la espalda, en
los riñones, en la cara. Grandes hematomas que no se podían tapar con
maquillaje. Pero ella se reía. Me pegan porque me quieren, decía con esos
dientes de perla que se le fueron cayendo de a uno. Después ya -no quiso reírse
más, le dio por el trago, se lo tomaba todo hasta quedar tirada y borracha que
daba pena.
Sin pelo ni dientes, ya no era la misma Madonna que
tanto nos hacía reír cuando no venían clientes. Nos pasábamos las noches en la
puerta, cagadas de frío haciendo chistes. Y ella imitando a la Madonna con el
pedazo de falda, que era un chaleco beatle que le quedaba largo. Un chaleco
canutón, de lana con lamé, de esos que venden en la ropa americana. Ella se lo
arremangaba con un cinturón y le quedaba una regia minifalda. Tan creativa la
cola, de cualquier trapo inventaba un vestido.
Cuando se puso la silicona le dio por los escotes.
Los clientes se volvían locos cuando ella les ponía las tetas en la ventana del
auto. Y parece que veían a la verdadera Madonna diciendo: Mister, lovmi plis.
Ella se sabía todas las canciones, pero no tenía
idea lo que decían. Repetía como lora las frases en inglés, poniéndole el
encanto de su cosecha analfabeta. Ni falta hacía saber lo que significaban los
alaridos de la rucia. Su boca de cereza modulaba tan bien los tuyú, los miplís,
los rimernber lovmi. Cerrando los ojos, ella era la Madonna, y no bastaba tener
mucha imaginación para ver el duplicado mapuche casi perfecto. Eran miles de
recortes de la estrella que empapelaban su pieza. Miles de pedazos de su cuerpo
que armaban el firmamento de la loca. Todo un mundo de periódicos y papeles
colorinches para tapar las grietas, para empapelar con guiños y besos Monroe
las manchas de humedad, los dedos con sangre limpiados en la muralla, las
marcas de ese rouge violento cubierto con retazos del jet set que rodeaba a la
cantante. Así, mil Madonnas revoloteaban a la luz cagada de moscas que
amarilleaba la pieza, reiteraciones de la misma imagen infinita, de todas
formas, de todos los tamaños, de todas las edades; la estrella volvía a revivir
en el terciopelo enamorado del ojo coliza. Hasta el final, cuando no pudo
levantarse, cuando el sida la tumbó en el colchón hediondo de la cama. Lo único
que pidió cuando estuvo en las despedidas fue escuchar un cassette de Madonna y
que le pusieran su foto en el pecho.
Nemesio Antúnez y Madonna
Seguramente entonces, por allá en los años ochenta,
cuando el arte corporal era el boom de la cultura chilena. Cuando el cuerpo
expuesto podía representar y denunciar los atropellos de la dictadura. Quizás,
en ese alambrado marco cultura nadie hubiera imaginado que la metáfora «LO QUE
EL SIDA SE LLEVÓ» se coagularía en varios de los personajes que participaron de
aquella acción de arte en la calle San Camilo. Un perdido reducto del travestismo
prostibular que desaparecía en Santiago.
La intervención escenografíaba un homenaje, una
estrellada nocturna desplegada en el cemento sucio. Una parodia de Broadways en
el barro de la sodomía latinoamericana.
Las estrellas, pintadas en positivo y negativo,
reafirmaban la poética del título de la acción «LO QUE EL SIDA SE LLEVÓ». El
montaje hollywoodense de los, focos y cámaras de filmación, las travestis más
bellas que nunca, engalanadas para la premier, posando a la prensa alternativa,
mostrando la silicona recién estrenada de sus pechos. Todo el barrio
deslumbrado por el fulgor de los flashes. Y toda la resistencia cultural en
dictadura, políticos artistas, teóricos del arte, fotógrafos y camarógrafos
sapeando la performance de «Las Yeguas del Apocalipsis», que regaron de
estrellas el paseo comercial del sexo travesti.
Así, el barrio pobre por una noche se soñó teatro
chino y vereda tropical del set cinematográfico. Un Malibú de latas donde el
universo de las divas se espejeaba en el cotidiano tercermundista. Calle de
espejos rotos, donde el espejismo enmarcado por las estrellas del suelo,
recogía la mascarada errante del puterío anal santiaguino.
Allí la Madonna fue la más fotografiada, no por
bella, sino más bien por la picardía tramposa de sus gestos. Por ese halo
sentimental que coronaba sus muecas, sus contorsiones de cuerpo mutante que se
reparte generoso a las llamaradas de los fotógrafos.
Fue la única que se la creyó del todo estampando
sus manos gruesas en la cara del asfalto. La única que eligió a una camarógrafa
mujer para que la videara. La única que le posó desnuda bajo la ducha. Tal como
dios la echó al mundo, pero ocultando la vergüenza del miembro entre las
nalgas. El candado chino del mundo travesti, que simula una vagina echándose el
racimo para atrás. Una cirugía artesanal que a simple vista convence, que pasa
por la timidez femenina de los muslos apretados. Pero a la larga, con tanto
foco y calor, con ese narciso tibio a las puertas del meollo, el truco se
suelta como un elástico nervioso, como un péndulo sorpresa que desborda la pose
virginal, quedando registrado en video el fraude quirúrgico de la diosa.
Pasó el tiempo, vinieron los cambios políticos y la
democracia organizó la primera muestra oficial del arte negado por la
dictadura. El Museo Nacional de Bellas Artes y su repuesto director, Nemesio
Antúnez, dieron el vamos al Museo Abierto, una gran muestra plástica que
abarcaba todos los géneros, incluyendo la performance, la fotografía y el
video.
Una de las salas del edificio se habilitó para
exhibir las producciones de los videístas, y fue numeroso el público que
repletó el espacio de libertad creativa propuesto por Nemesio Antúnez. La
exposición no tenía censura previa, por lo que la Madonna de San Camilo pasó
colada en el video «Casa Particular», que Gloria Camiruaga había realizado con
las «Yeguas del Apocalipsis» en la calle travesti. Solamente a mediodía, cuando
los colegios visitan los museos con su algarabía revoltosa, en ese tiempo libre
que la educación destina al arte, una patrulla scout de niños ecológicos se
instaló con su jefe Daniel Boom en la sala de videos para culturizar sus
prácticas de salvataje. Y tras correr y correr las cintas testimoniales, las
películas lateras de los videistas que quieren ser cineastas, las escenas
intelectuales y narrativas del nuevo video pop, y tanto, tanto sopor de los
cabros chicos obligados a gozar el arte. En medio de esa clase aburrida, la
pantalla se ilumina con, el cuerpo desnudo de la Madonna y estallan en aplausos
los críos, sobre todo los más grandecitos. Hasta el instructor Daniel Boom se
puso lentes para seguir el paneo de la cámara por el cuerpo depilado de la
loca; su perfil nativo, sus hombros helénicos, apretados en el gesto tímido de
la ninfa, sus pequeños pezones abultados al juntar los brazos. Y los brazos, y
su estómago plano donde la cámara resbala como en un tobogán. Y todos
acezantes, los péndex agarrándose sus tulitas verdes. Los más grandecitos
sofocados por la excitación de la cámara bajando en silencio por esa piel del
vientre. Los pantalones cortos de los scouts levantando la carpa del marrueco,
casi al mismo tiempo que el ojo de la pantalla aterriza en los pastizales
púbicos. Todos en silencio, apretados de silencio, pegados a la imagen
recorriendo esa selva oscura, ese pliegue falso, esa hendidura de la Madonna
conteniendo el aliento, sujetándose la próstata entre las nalgas, simulando una
venus pudorosa para las bellas artes, para la cámara que hurga intrusa sus
partes pudendas. Entonces, el elástico se suelta y un falo porfiado desborda la
pantalla. Casi le pega en la nariz al jefe de brigada. Y en un momento todo es
risa y aplausos de los péndex, todo es sorpresa cuando el desborde genital, de
la Madonna se convierte en un grito morse que escandalea la sala. Todo es
fiesta cuando la sala se repleta de otros escolares que visitaban el museo,
tocándose, jugando a los agarrones, viendo una y otra vez la rápida
metamorfosis, la repetición incansable del video reiterado en la cinta. Todo es
emergencia para los empleados del museo tratando de cortar la película. Para el
jefe de los scouts gritando que pararan esa obscenidad, ese escándalo sin
nombre para los menores que se apretaban la guata riendo. Y una y otra vez el
miembro reventaba la imagen. Una y otra vez la Madonna mostrando el truco, la
verga travesti que campaneaba como un péndulo llamando a todo el museo,
haciendo que corrieran las secretarias y auxiliares hasta la sala, provocando
tanto despelote, tanto grito de los profesores y del jefe scout tocando el
pito, vociferando que cortaran esa suciedad, que eso no era arte, eso era
pornografía, pura mugre libertina que desprestigiaba a la democracia. Que cómo
el director, el respetado Nemesio Antúnez, había permitido la exhibición. Que
alguien lo llamara para que se hiciera responsable del bochorno. Porque sólo él
podía dar la orden de parar la cinta. Entonces llegó Nemesio, que nunca habla
visto el video, y después de conocer a la Madonna con su títere juguetón, dio
orden de cortar la cinta. Y dando disculpas, dijo que en ese caso era aplicable
la censura.
Tal vez la Madonna de San Camilo nunca supo del
problema que le costó a Nemesio Antúnez un, tirón de orejas del presidente.
Nunca supo de las canas verdes que le hizo salir a Nemesio asediado por los
periodistas preguntando: ¿Por qué la censura ahora que estamos en democracia?
Jamás supo que su inocente performance provocó una serie de expulsiones de
otros artistas destapados que habían pasado piola. Además las críticas de la
derecha, siempre dispuesta a remoralizar cualquier desborde de la naciente
democracia. La Madonna nunca supo nada, ella estaba lejos del aparataje
cultural cosiendo sus encajes minifalderos para deslumbrar a su anónimo
transeúnte. Se pasaba las tardes pegando lentejuelas al ruedo vaporoso que arrepollaba
sus caderas. Probándose cada blonda en el vaivén de ir a la esquina a comprar
un cigarro suelto. Allí en el kiosco de diarios, vio la noticia, y supo de la
gira de Madonna por Latinoamérica. Supo que vendría a Chile con un rebaño de
Boeing que cargaría la estruendosa superproducción de la cantante. Desde
entonces no habló de otra cosa. Voy a ser su amiga, decía cuando me vea sabrá
que nacimos una para la otra. Hasta es posible que hagamos un show juntas, o me
elija como su doble para las entrevistas. Y tantas cosas que tiene que hacer
cansada la pobrecita. Tantas giras, tanto avión, tanto hombre siguiéndola
después de los conciertos. Yo sería como su amiga intima, su secretaria, su
confidente que la mandaría a dormir sin pastillas Un baño tibio con eucaliptus,
una agüita de toronjil, un masaje en los pies contándole mi vida, y al final
terminaríamos roncando juntas en su enorme cama de raso negro.
Quizás si Madonna hubiera conocido tales sueños, si
le hubiera llegado al menos una de sus cartas, habría extendido su gira hasta
este fin de mundo. Pero los Boeing nunca atravesaron la cordillera, sólo
llegaron hasta Buenos Aires, donde el escándalo de la diva sacó roncha en la
moral transandina. Por eso los ecos de aquella actuación motivaron la clausura de
su show en Chile. Según las autoridades no hubo censura, solamente que «no
había auspiciadores para Madonna en este país». Así todos supieron que detrás
de esta blanca excusa había operado la mano enguantada de la moral, desviando
la comitiva de la diosa sexy de regreso al primer mundo.
La Madonna de San Camilo nunca se repuso del dolor
causado por esta frustración, y la sombra del sida se apoderó de sus ojeras
enterrándola en un agujero de fracasos. Desde ese momento, su escaso pelo
albino fue pelechando en una nevada de plumas que esparcía por la vereda cuando
patinaba sin ganas, cuando se paraba en los taco agujas toda desabrida, a medio
pintar, sujetándose con la lengua los dientes sueltos cuando preguntaba en la
ventana de un auto: ¿Míster, yu lovrni?
Y así, finalizando su espectáculo, cerró los ojos,
como un cortinaje pesado de rímel que cae en el estruendo los aplausos. El
último dance queda interrupto. Bruscamente cortada la respiración, el motor del
pecho es un auto sport detenido en la costanera francesa. La boca entreabierta,
apenas rosada por el plumaje del ocaso, es un beso volando tras el lente que
nunca imprimió la última copia de Madonna, la última caricia de su mejilla
damasco, apoyada en el hombro salpicado de brillos que estrellan su noche lunar.
Desmadejada por dentro, la de cuerpo es tina sombra minifalda como un flaco
favor la contextura elástica de la diva. Nadie podría ser pareja de su dancing,
girando sola más allá de nuestros ojos, despidiéndose en el aeropuerto quemada
por los flashes, divinizada por tanta foto que la descalza en las poses, como
muñeca mecano que se reparte múltiple hasta el infinito. Nadie podría
alcanzarla, bajando la escalera en retirada al campanazo de la medianoche,
esparciendo sus tacos altos en los peldaños de plata. Fugándose prisionera de
la farsa, huérfana de sí misma y huérfana de la Monroe, que irónica en el
cartel original, retorna a las dos Madonnas al barrio sucio. Quizás el único
lugar donde pudieron encontrarse, compartiendo un chicle, entonando alguna canción,
o intercambiando secretos de tinturas para el pelo.
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