lunes, 11 de junio de 2018

La Costa Maravillosa.

Un paisaje de La Guaira, Estado Vargas.

Escrita por Alejo Carpentier el 12 de agosto de 1952.
Tomado del libro “Alejo Carpentier. Visión de Venezuela”. Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2014.

            Hace seis años que bajo periódicamente hacia La Guaira, yendo, según el antojo del día y el aspecto del mar, hacia el cocal de Mamo o el precioso pueblo de Naiguatá, y, cada vez, vuelvo a maravillarme ante la belleza de una costa que tengo por única en el mundo...En efecto: ¿dónde hallar una armonía de mar, montaña, vegetación, nubes, semejante a la que allí se ha constituido? He visto algo parecido, tal vez, en fotografías de islas del Pacífico. Pero no puedo establecer relaciones con lo que no he contemplado realmente. Busco, pues, en mis recuerdos personales, y pienso en la Cataluña Francesa, en Collioure, especialmente, donde las contrafuertes pirenaicos caen directamente sobr la orilla, con una morfología semejante a la que nos ofrece la montaña, a la salida de Tanaguarena. Y sin embrago, allá el color es menos esplendoroso; la tonalidad es verde-azul-gris; faltan los cocales y la policromía de la vegetación tropical. Más bien habría que descender hasta la Costa Brava Española. Y tampoco allí encontraríamos una real analogía, porque, en la Costa Brava, un factor de carácter, de colorido, de textura se encuentra en la aridez de promontorios y acantilados que ponen una nota rocosa, mineral, muy antigua, en el paisaje marino. (Esa nota que Salvador Dalí, viejo vecino de Cadaqués, había explotado, a través de la cámara de Luis Buñuel, en el comienzo de su película La edad de oro, donde unos obispos aparecían petrificados en medio de un paisaje de piedras lamidas por las olas).
            Buscando siempre una comparación, pienso en la Costa Vasca, en la que va Bidart a Fuenterrabía. Pero allí la costa es melancólica, musgosa, con matices de vegetación muy llovida. La montaña se divisa en la lejanía, envuelta en una luz blanquecina, velada, por sobre la viguetería azul añil de las casas. Habría más parecido en la Costa Azul, allí donde los Alpes Marinos se acercan al Mediterráneo, y la vegetación, acariciada por vientos cálidos, venidos del África, se hace más tropical. Hay palmeras en Hyeres, y hasta he visto unos bananos (los guardan, sin embargo, en el invierno) entre Cannes y Niza. Allí el colorido, la diversidad de hojas, el tronco de ciertos árboles,, la presencia de la buganvilia recuerdan algo de lo que puede verse en Macuto y Tanaguarena. Pero la montaña es más distante; no hay, como en el litoral venezolano, esa caída casi vertical de laderas desde un cielo blanquecido de nubes, brumoso, a veces, cuando abajo todo centellea. Algo semejante podría hallarse en Cuba, evidentemente, en la costa norte de la Isla, hacia Pinar del Río, del otro lado de la sierra que cierra el panorama del lindo pueblo de San Cristóbal. Pero las playas que allí se encuentran, y se divisan desde el barco, en navegación costera, son inaccesibles. Por lo tanto, no son del dominio común. Queda el portento de Varadero; pero su belleza es de orden estrictamente marítimo, ya que esa playa, única en el mundo, carece, sin embargo, de ese paisaje montañoso.
            Así, el litoral de la Guaira nos ofrece, a tan poca distancia de la capital, algo que no acierto a comparar exactamente con nada de lo que he visto. En todo caso, es una de las costas má hermosas y con más estilo que puedan admirarse en el mundo...Tener conciencia de la belleza de algo, es gozar más plenamente de esa belleza. Tengamos, pues, conciencia de la belleza que se nos ofrece, perennemente, a tan corta distancia de este valle de Caracas.


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