Un paisaje de La Guaira, Estado Vargas. |
Escrita por Alejo Carpentier el
12 de agosto de 1952.
Tomado del libro “Alejo
Carpentier. Visión de Venezuela”. Monte Ávila Editores Latinoamericana,
2014.
Hace
seis años que bajo periódicamente hacia La Guaira, yendo, según el antojo del
día y el aspecto del mar, hacia el cocal de Mamo o el precioso pueblo de
Naiguatá, y, cada vez, vuelvo a maravillarme ante la belleza de una costa que
tengo por única en el mundo...En efecto: ¿dónde hallar una armonía de mar,
montaña, vegetación, nubes, semejante a la que allí se ha constituido? He visto
algo parecido, tal vez, en fotografías de islas del Pacífico. Pero no puedo
establecer relaciones con lo que no he contemplado realmente. Busco, pues, en
mis recuerdos personales, y pienso en la Cataluña Francesa, en Collioure,
especialmente, donde las contrafuertes pirenaicos caen directamente sobr la
orilla, con una morfología semejante a la que nos ofrece la montaña, a la salida
de Tanaguarena. Y sin embrago, allá el color es menos esplendoroso; la
tonalidad es verde-azul-gris; faltan los cocales y la policromía de la
vegetación tropical. Más bien habría que descender hasta la Costa Brava
Española. Y tampoco allí encontraríamos una real analogía, porque, en la Costa
Brava, un factor de carácter, de colorido, de textura se encuentra en la aridez
de promontorios y acantilados que ponen una nota rocosa, mineral, muy antigua,
en el paisaje marino. (Esa nota que Salvador Dalí, viejo vecino de Cadaqués,
había explotado, a través de la cámara de Luis Buñuel, en el comienzo de su
película La edad de oro, donde unos obispos aparecían
petrificados en medio de un paisaje de piedras lamidas por las olas).
Buscando
siempre una comparación, pienso en la Costa Vasca, en la que va Bidart a
Fuenterrabía. Pero allí la costa es melancólica, musgosa, con matices de
vegetación muy llovida. La montaña se divisa en la lejanía, envuelta en una luz
blanquecina, velada, por sobre la viguetería azul añil de las casas. Habría más
parecido en la Costa Azul, allí donde los Alpes Marinos se acercan al
Mediterráneo, y la vegetación, acariciada por vientos cálidos, venidos del
África, se hace más tropical. Hay palmeras en Hyeres, y hasta he visto unos
bananos (los guardan, sin embargo, en el invierno) entre Cannes y Niza. Allí el
colorido, la diversidad de hojas, el tronco de ciertos árboles,, la presencia
de la buganvilia recuerdan algo de lo que puede verse en Macuto y Tanaguarena.
Pero la montaña es más distante; no hay, como en el litoral venezolano, esa
caída casi vertical de laderas desde un cielo blanquecido de nubes, brumoso, a
veces, cuando abajo todo centellea. Algo semejante podría hallarse en Cuba,
evidentemente, en la costa norte de la Isla, hacia Pinar del Río, del otro lado
de la sierra que cierra el panorama del lindo pueblo de San Cristóbal. Pero las
playas que allí se encuentran, y se divisan desde el barco, en navegación
costera, son inaccesibles. Por lo tanto, no son del dominio común. Queda el
portento de Varadero; pero su belleza es de orden estrictamente marítimo, ya
que esa playa, única en el mundo, carece, sin embargo, de ese paisaje
montañoso.
Así,
el litoral de la Guaira nos ofrece, a tan poca distancia de la capital, algo
que no acierto a comparar exactamente con nada de lo que he visto. En todo
caso, es una de las costas má hermosas y con más estilo que puedan admirarse en
el mundo...Tener conciencia de la belleza de algo, es gozar más plenamente de
esa belleza. Tengamos, pues, conciencia de la belleza que se nos ofrece,
perennemente, a tan corta distancia de este valle de Caracas.
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