Por Jesús Benjamín Farías.
A los doce años decidí ser escritor.
No, corrijo, a los doce años, con ese modo tan absoluto, tan taxativo
que tenemos de ser los seres humanos a esa edad, decidí que iba a convertirme
en el mejor escritor del mundo. Acababa de leer Lo que el viento se
llevó, que me había hecho reír, llorar, amar y odiar a Escarlata O’Hara,
tan mala ella, y venía de leer también Cien años de soledad, cuyos
pasajes eróticos, sobre todo la bendita escena de la hamaca entre Rebeca y José
Arcadio, y los desafueros amorosos de los dos últimos de la estirpe habían
revolucionado mi cuerpo, pero también me había dado a conocer a Úrsula Iguarán,
a Remedios Moscote, a Amaranta Buendía, y a Remedios la Bella, y a Memé, y a
Fernanda del Carpio, y a Amaranta Ursula. Y de repente todas ellas eran mi
abuela y mis tías, Chepa y las Maestre; sus hijas, Chulola y todas las mujeres
del pasado que me narraba entre los olores del aliño frito de su cocina y el
gas de la Refinería cercana. Yo no entendía mucho los contextos, la Guerra de
Secesión norteamericana, o la historia de Macondo, que es la historia de
Colombia y la historia de Latinoamérica entera, eran un territorio lejano que
escapaba a la realidad dormida del Barrio Mariño de aquellos años, pero me
quedaban grabados los hechos que allí se narraban, el dolor de vivir que me
hacía ponerme en el lugar del otro, sobre el que leía, y emocionarme hasta las
lágrimas de felicidad o de tristeza, según el caso.
Yo tenía doce años en 1982, eran tiempos de Luis Herrera, como decía
Chulola que dividía las etapas de su vida y la historia del país, por los
presidentes que nos mandaron. 1982, hoy me parece tan lejano, pero ese fue el
año en que mi corte del grupo escolar Antonio José Sotillo salía promovido de
sexto a primer año de bachillerato, todos iban al liceo, todos menos yo y me
sentía desgarrado por eso, aquel fue el último año de la Venezuela Saudita y
del ‘ta barato,dame dos, año del suicidio de Maye Brandt, que tanto dio que
hablar a la prensa y a la gente común, el año del jeque millonario y sus
estafas a los empresarios venezolanos que fue motivo de chistes y canciones
como siempre ocurre en el país con las cosas serias, el año del incendio de
Tacoa y la masacre de Cantaura, pero también fue el año cuando Venezuela ganó
la OTI por la canción Puedes contar conmigo de Luis Gerardo Tovar, de los
éxitos de la yegua Trinycarol, de la inaguración del Museo de los niños, de La
isla de Robinson de Arturo Uslar Pietri, el año que a las
siete de la noche Alba Roversi y Guillermo Dávila paralizaban a mi generación
con Ligia Elena, y mientras nosotros tarareábamos a través de la radio Solo
pienso en ti, Deja esa negra bailar en paz cantada por Soledad Bravo, y Laura
la sin par de Caurimare del Grupo Medioevo, nos emocionábamos en el Cine
Canaima con ET, el extraterrestre, Anita la huerfanita o Rambo, en Venezuela
comenzaba la locura que fueron los Menudo y afuera comenzaba la guerra de
Las Malvinas, recrudecía el conflicto Iraq e Irán e Italia ganaba la Copa del
mundo. Y yo dejaba de ser niño y me convertía en adulto.
¿Y qué significaba ser adulto en aquellos tiempos? Significaba que como
yo no estaba siendo escolarizado, tenía que empezar a velar por mí mismo,
cubrir mis necesidades, pensar en el futuro, aprender un oficio que mañana o
pasado me pudiera mantener. Así que decidí hacerme escritor. Claro yo aprendí a
leer muy chiquito, mientras enseñaban a una de mis tías a leer, sin métodos,
sin presiones, viendo como le enseñaban a ella, aprendí a leer, pero no fue
solo aprender a leer, es que la lectura se convirtió en una pasión, una
enfermedad, un vicio como decía mi abuela, que dicho sea de paso se asustaba
por mi exacerbación lectora, pensando que me podía volver loco, que por eso me
habían sacado de la escuela, leía todo lo que encontraba a mi paso que tuviera
letra, desde los libros de primeras lecturas de primaria hasta los de Educación
Artística, los de Historia, y Castellano y Literatura, leía las páginas
centrales de El Tiempo que contenían artículos de la National Geografic, El
Antiguo y Nuevo Testamento, leía las novelas de vaqueros, Jazmín secretos del
corazón, El papel Literario, y Kalimán, Memin pinguin y todos los suplementos
mexicanos que vendían en los kioskos del mercado. Y cuando entré en contacto
con Chulola a los nueve años, ella que era la contraparte de mi abuela en casi
todo, me condujo sin proponérselo a la buena literatura, desde las Mil y una
noche cuyos cuentos me relataba aquellas inolvidables mañanas en su cocina hasta
la Genoveva de Brabante, desde la vida de santos y mártires pasando por María
de Jorge Isaac, pasando por el Conde de Montecristo, los folletines de
aventuras de Lagardere, y las novelas libertinas de Vargas Vila, que busqué en
mi adolescencia por el solo hecho de decirme que eran novelas prohibidas, y el
Rómulo Gallegos de Doña Bárbara y la Trepadora, y el Miguel Otero Silva de
Fiebre y Casas muertas, y el Guillermo Meneses de La balandra Isabel llegó esta
tarde.
Así, a mis doce años, cuando ya discriminaba la buena de la mala
literatura, comencé la ardua labor de convertirme en escritor. ¿Y cómo se
convierte uno en escritor? Se preguntarán, pues, leyendo a los grandes, y
mientras escribía mis primeros cuentos, pasaban por mis manos, por mis ojos,
Balzac, Stendhal, Maupassant, Tolstoi, Sábato, Flaubert, Dostoievski, Víctor
Hugo, Vargas Llosa, García Márquez, Carpentier, Melville, Stevenson, Faulkner,
y tantos otros conocidos y desconocidos. A los quince años quise ser informal a
la manera de Rimbaud y escribí poemas oscuros, y a los dieciocho me enamoré de
Miyó vestrini y el Chino Valera Mora simultáneamente, y soñé con una buhardilla
en París como los protagonistas de La Bohéme, mientras me preparaba
continuamente, sin tiempo, en mi oficio de escritor que no respetaba horarios
ni días festivos, preparándome para ser escritor dejé correr los años dorados
de mi adolescencia que los pocos amigos de ese tiempo ocupaban en tener novia
para tener sexo, doblado en la mesa sobre los cuadernos en blanco dejé mi cervical
y mi columna vertebral entera, pero es que esta es una labor que una vez que la
pruebas ya no puedes vivir sin ella. Truman Capote en su maravilloso prólogo
de Música para camaleones lo expresa de la siguiente manera:
“Un día comencé a escribir, sin saber que me había encadenado de por
vida a un noble pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don,
también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”
Cuando empecé a hacer teatro porque necesitaba redimirme, rehacerme,
sentía que estaba muriendo en vida en Barrio Mariño, que mata sin proponérselo
y con una sonrisa en la cara a gente como yo, leí todo lo que tenía que leer de
teatro, Pablo Ramírez me decía en ese tiempo que no debía intelectualizar tanto
el hecho teatral, que el teatro era un hecho vivencial, pero yo necesitaba del
componente teórico porque si no me sentía perdido.
Y luego empecé a escribir teatro, al principio no eran muy buenas mis
obras, lo admito, acostumbrado a la narrativa desde mi más tierna infancia, fue
difícil desprenderme de sus códigos, fueron obras de iniciante, sin un
compromiso social ni con el país ni siquiera conmigo mismo, tuve que aprender y
reaprender, tuvo Igor Balaguer que decirme que le faltaba venezolanidad a mis
obras, estaban bien escritas pero eran frías y sin compromiso, que no me
reflejaban, que eran muy diferentes mis cuentos de Barrio Mariño cuando hablaba
de mi abuela, Chepa y Chulola a lo que escribía, y después de odiarlo, porque
era lo más fácil, tuve que admitir que tenía razón. Una vez, en uno de los
talleres de actuación de Matilda Corral, ella habló de la importancia de los
temas, de montar las cosas que pueden tocarnos como personas, que nos afectan,
y yo lo llevé a la dramaturgia, bajo el amparo de Juan Ramón Pérez y su método
de la relación de eventos que tanto me ha ayudado.
Demás está decir que es un compromiso conmigo mismo cada obra que
escribo, que ahora pienso e investigo más, que cosas que antes se daban solas,
es un debatir, vuelta atrás, componer, recomponer, y dudas que antes no tenía
vienen y persisten, y la bendita interrogante ¿Para que escribo? Escribo porque
no concibo la vida de otra manera, sino escribo sencillamente muero. Con el
paso de los años las exigencias que me planteo son mayores, concibo una idea y
empiezo a desglosar las situaciones en mi cuaderno de anotaciones y los
personajes me torturan, me persiguen, se meten en mis sueños, y no me dejan
tranquilo hasta que concluyo la obra, trato de ser autentico, trato de hacer
arte, trato de buscar formas de expresión, a veces las mismas obras dictan la
pauta, trato de exigirme al máximo, no es una cuestión de premios, ¿O sí? No
sé. Los premios dan prestigio literario, pero fuera de eso uno sigue con su
vida y con sus cuentos de la locura corriente, creo que soy yo, y el compromiso
que hice en mi adolescencia, cuando me prometí que sería el mejor escritor del
mundo, ahora no soy tan absoluto, me conformo con superarme a mí mismo con cada
obra, me conformo con que me lean, me conformo con decirle a quienes quieren
escribir que para aprender a ser escritor hay que leer, leer y leer, y
practicar, practicar y practicar, y cuando estén cansados de leer y
practicar, sigan practicando, es la única manera de aprender y superarse.
Yo tengo treinta y seis años de mi vida practicando este terrible y dulce
oficio, y siento que aún no se nada sobre él, porque con cada obra uno
recomienza a aprender de nuevo. Cada obra es distinta, cada proceso es
distinto, uno tiene que dejar la vida en ellas porque si no, no funciona, más que
de talento, este oficio requiere disciplina, y entrega. Una vez Juan Ramón
Pérez a propósito de la presentación de Preludio, una obra que escribí y
dirigí, en su espacio dijo, entre otras cosas que dijo, antes de empezar la
obra “Benjamín no es bueno porque gana premios, gana premios porque es bueno” Y
juro por Dios (Si es que existe Dios en el cielo) que nunca en mi vida me había
asustado tanto una frase, no solo porque venía de Juan, a quien respeto como
dramaturgo y conocedor del oficio, sino porque estaba a punto de caer en ese
territorio cómodo de los que ya nada tienen que aprender, por lo del tema de
los premios y la cosa, y decidí arriesgarme una vez más y adentrarme en otros
terrenos dentro de la dramaturgia, para aprender una vez más este ridículo
arte, parodiando a Valera Mora, El ridículo arte de componer historias.
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