Pedro Lemebel (1952-2015). |
De chicuela nunca fui una
belleza, lo único cercano a lo gracioso era mi naricita de cierva
que el botellazo de un borracho hizo trizas años más tarde. Pero en
aquel pimpollo adolecer era una lánguida gorriona de barrio, un
palillo de flaca con piernas de jirafa que parecían brotarme de las
áxilas y terminaban en unos piececitos de geisha, tan bellos, tan
perfectos, pero lamentablemente escondidos en zapatones de hombre.
Nunca fui linda, algo
agraciadita y producida como me lo permitían las chauchas que ganaba
haciendo de un cuanto hay en mi tiempo libre. Nunca fui guapa, pero
era joven y tierna, lo que siempre equivale a un plus de belleza. Y
sólo por ser pendeja me permitía caminar balanceada por la Gran
Avenida creyéndome en Times Square una gloriosa noche de Año Nuevo.
En aquellos festejos
hogareños, cuando repicaban las campanadas de mi pubertad, después
de las doce, luego de los abrazos y del reiterado rito familiar del
pollo con ensalada de apio y las miles de bienaventuranzas que mi
madre echaba a volar con sus pronósticos optimistas, me lanzaba a la
calle buscona, me tiraba a la calle frenética, recorriendo
kilómetros de acera, esquivando los autos que culebreaban las
primeras luces del año entrante en el acalorado amanecer.
De adolescente ingenua
ya hacía la calle olfateando algún paquetón a punto de reventar el
jeans del aguinaldo obrero. En eso iba, trotona y locuela con mi
almita en fuga, mi almita ahogada, mi almita proletona, divisando a
lo lejos el vapor de un joven desaguando la parranda nochera. En eso,
sin darme cuenta que un auto oscura con las luces apagadas me seguía
despacito. Y en brusco acelerar , la violencia de un agarrón me
echa arriba, al asiento trasero, de bruces sobre las rodillas varios
muchachotes. En el asiento delantero del vehículo iban otros riendo
y cantando: “Son quince, son veinte, son treinta”. Te vamos a dar
duro. ¿No andas buscando eso? Tómate un trago, maricón, me
obligaban a beber, chorreándome la cara de pisco que corría por mi
cuello ardiendo. “Son quince, son veinte, son treinta”, súbele
el volumen , pónela más fuerte, por si esta maraco se pone a gritar
cuando le reventemos la botella en el culito. Casi ni respiraba,
muerto de terror con los ojos fijos, sintiendo esas garras
estrujándome la piel de naranja, la piel de gallina erizada, en el
pavor de encontrarme con la pandilla de La Naranja Mecánica
en su noche de rumba. “Son quince, son veinte, son treinta”, los
escuchaba cumbiar, y yo no sabía si eran cinco, siete o quince
apretujados en el furgón. No podía saberlo, no me atrevía a
levantar la cara enterrada en la entrepierna del que cantaba “son
quince, son veinte, son treinta”. Parámelo, pos, hueco, ni
siquiera se me pone duro, me retaba, hundiendo mi cabeza en su bulto.
Te vamos a romper el orto con esta botella. Pero antes hay que
bajarle los pantalones para ver si le cabe este botellón. El auto
era más bien un station wagon, tipo carroza funeraria que volaba
tétrica por la Panamericana rumbo a los cerros cercanos. Métele
pata al acelerador, que este maricón se nos puede morir antes. Mira,
esta blanco del susto. Sentía crecer en mi interior la hoguera
helada del miedo. No sabía cuántos eran, y sólo veía por la
ventana el cielo sucio de la ruta y las bocas mojadas de los tipos
riendo, tomando y amenazando con hacerme lo peor, mientras en la
radio seguía gritando: “Son quince, son veinte, son treinta”.
Apenas clareando el año
nuevo iba yo en aquella siniestra carroza con el grupo de chicos
malos que me habían raptado de la calle para animarles su festín.
Pasaban a flashazos los autos a nuestro lado relampagueando los ojos
de mirada carnívora canturreando, gritando que tenían una paloma
para descuartizar. En el espanto creí captar cierta simpatía en uno
de ellos. Mientras los cinco, quince, veinte locos se empinaban el
frasco, gorgoreando y escupiendo, a él parecía incomodarle el
carnaval de crueldad que tenían conmigo. Pero no decía nada,
evitando mirar cuando sobajeaban mi cara en sus bultos erectos. “Son
quince, son veinte, son treinta”, rodaba la radio, rodaba la
carretera y rodaban sus dedos afilados hurgándome con rabia el
chiquitín. En un momento la tensión era extrema, el corazón me
salía por la boca, la taquicardia aceleraba el desmayo, pero seguía
viendo sus caras lustrosas, excitados recordando que había hecho lo
mismo con una loca vieja la semana anterior. Pero éste tiene el
culito blanco. Tiene el culito cerradito. Te vamos a partir el
ojete. Te vamos a dar vuelta al comemierda con esta botella, decían
virulentos. Vi al más fiero con el gollete empuñado en su mano.
Cerré los ojos y sentí un nudo de pavor que iba en aumento, con la
música, con los alaridos y el estallar de la botella en alguna
parte... Pero extrañamente no escuché ningún ruido. En un minuto
la escena del thriller estaba muda, los veía en cámara lenta
agrandarse frente a mí, pero en completo silencio. En ese momento me
vino esa paz de algodones que relajó hasta mi pelo (entonces tenía
pelo). De pronto no sentía miedo, el terror se había evaporado con
la garúa del parabrisas. Podía ocurrir lo peor y esa calma celeste
era mi blindaje. A lo lejos susurraba la radio:”Son quince, son
veinte, son treinta”, pero una emoción sublime me mantenía inmune
frente a ellos. Y qué le pasa a este maraco que se puso así, gritó
el más violento. Tiene cara de santa, dijo otro, esquivando la
mirada. Se está haciendo la virgen para salvarse, el culiado.
Espérate que lo despierte con este vidrio en la cara. A la luz
tuberculosa del alba giré la mejilla lentamente y la ofrecí en
bandeja de Salomé al forajido. Se quedó con el vidrio chispeando en
su mano temblorosa. Ya, pos, le dijo al chico del asiento delantero,
márcalo si eres tan gallo. Rájale la cara si eres tan hombre. El
tipo seguía con la botella rota en alto. El chico lo provocó una
vez más, y después, riéndose, subió el volumen de la radio y miró
para afuera. No te atreviste, te la ganó el maricón. Hácelo vos,
pos, conchetumadre. Y a quién le sacái la madre, hijo de puta. A
vos, que te hacís el valiente con este pobre gallo. Parece que le
gusta el maricón, bromeaban los otros. Para el auto; bájate, pos,
huevón. Las ruedas rechinaron con el frenazo. En la pelea discutían
tan fieros que en un minuto casi se olvidaron de mí. Y todo fue por
este maricón. Échalo de aquí y sigamos tomando. Ya te fuiste,
desaparece, me dijeron, empujándome abajo. Y sin esperar que me lo
repitieran, salté a la calle y eché a correr, viendo desaparecer la
negra carroza por la carretera. Ufff, de la que me salvé . Y
caminando, caminé como un sonámbulo como levantándome de un sueño
pesado. Había perdido toda mi energía en ese esfuerzo. En el aire,
jirones de sol encobrecían los pastos pobres del Santiago Sur. La
carretera se perdía en los cerros violáceos y todavía me quedaban
horas caminando de regreso a mi casa. Pero estaba vivo y libre como
una gorriona en el aclarar. “Son quince, son veinte, son treinta”,
creí escuchar a la distancia, mientras en el cielo un cacho de luna,
guiñándome un ojo, se iba a dormir.
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