Novela corta.
Por Miguel Otero
Silva.
[1944]
Hace
ya algún tiempo salió de la escuela, rumbo
a su casa, la niña Nelly Vinagreta, hermoso querubín de nueve años de
edad y chupeta en mano. Para ese entonces Nelly cursaba primaria elemental y la
única mala palabra que conocía era “pupú”.
Serían
las once y pico de la mañana de un viernes cuando Nelly, respetuosa de la
disciplina municipal y de las buenas costumbres, tomó su puesto en la cola de
una de las paradas que amenizan los alrededores de la Plaza Bolívar. El autobús
que esperaba habría de conducirla a su lejana, proletaria y polvorienta
parroquia de Catia.
La
presencia de Nelly pasó inadvertida para sus compañeros de resignación. Su
vecino de la izquierda era un estudiante de Derecho, algo pedante como suelen
ser los estudiantes de esa Facultad en todas partes del mundo, que ni siquiera
se dignó bajar los ojos para cerciorarse de la proximidad de la chiquilla. Su
vecino de la derecha era un modesto y antiguo empleado de la Cancillería,
oloroso a cerveza y a sándwich de anchoa, que ningún Ministro se atrevía a
destituir porque era el único que sabía manejar los archivos.
La
cola era una sola sombra larga. Nelly logró divisar a lo lejos y a lo cerca los
más variados especímenes de la sociedad contemporánea: obreros con el sindicato
disuelto; padres de familia maldiciéndole la ídem a la Junta Reguladora y
persiguiendo en las nubes la ruta astral de los comestibles; cocineras con la
cesta en el brazo y Jorge Negrete en el corazón. Nadie prestó a atención a la
pequeña Nelly, salvo un anciano de barbas freudianas y freudianas inclinaciones
que le metió un pellizco.
En
aquel rígido desfile empezó la niña a conocer la vida y sus complicaciones.
Cuando se planteó el problema del voto femenino, una dama de atildados modales
allí presente, afirmó que ella no deseaba votar porque se sentía muy burra,
comprendiendo Nelly que a confesión de parte relevo de pruebas. Y cuando se
habló de la urgencia de un segundo frente de guerra para derrotar a Hitler, un
escritor barrigoncito se puso a tronar “que aquello sería hacerle el juego al
comunismo”, quedándole a Nelly serias dudas con respecto al supuesto
anti-fascismo de quien tal cosa decía.
Pasó
el tiempo dulcemente y con el tiempo fue creciendo Nelly. Su vecino el
estudiante comenzó a prestarle atención. En efecto, los soles y las lluvias
habían transformado a la pequeña escolar en una espléndida mujer. El estudiante
de Derecho se enamoró de ella y se volvió rastrero y suplicante, como suele acontecerles
a los estudiantes de Derecho cuando se enamoran.
Una
noche de luna en el cielo y retreta en la plaza, se le declaró. Y como Nelly lo
aceptase, cautivada por su sabiduría y por su parecido fisonómico con el Doctor
Luis Villalba Villalba , desde aquel instante fueron novios y su espera en la
cola se hizo mucho más llevadera. Los vecinos escuchaban a toda hora el arrullo
de los tórtolos, sus preguntas babiecas destinadas a dilucidar quién era el
propietario de la boquita de ella y quién el ama y señora de los bigotes de él,
sus pleitos injustificados, sus promesas matrimoniales. Un noviazgo clásico, en
fín.
La
presencia del jefe civil de Altagracia en aquella ristra humana, setenta metros
más atrás, fue aprovechada por los enamorados para transformar en tangible
realidad sus dorados sueños. Se casaron un sábado de abril. La entera cola
entusiasmada, celebró el acontecimiento. La muchacha derramó unas cuantas
lágrimas, conmovida por la ausencia de sus padres que la seguían esperando en
Catia, pero el flamante esposo se bebió el llanto de la recién casada y así
principió la luna de miel y se estableció la felicidad conyugal. La vida
matrimonial tuvo un desarrollo ejemplar. El marido de Nelly, decidido a no
perder su puesto en la cola, se abstenía de visitar botiquines y cabarets, ni
despilfarraba sus ahorros en las carreras de caballos. De esa manera, Nelly
lograba realizar el ideal impertinente de toda mujer casada: el consorte a su
lado permanentemente, las 24 horas del día, aburrido como una ostra pero a su
lado.
A
los nueve meses vino al mundo el primogénito. Un carricito rubio como Nelly y
pretencioso como su papá, que no fue muy bien recibido en el primer momento por
los colistas. Sus destemplados berridos nocturnos no los dejaba dormir. Sin
embargo, a todo se acostumbra uno, según Aristóteles. Al poco tiempo el pequeño
Nicolás que así lo bautizaron para perpetuar el nombre del lugar de su
nacimiento, era el niño mimado de los 1.583 ciudadanos que esperaban el autobús
de Catia.
Después
el espectáculo se hizo monótono. Nelly tenía un hijo todos los años. Su bíblica
fecundidad provocaba ruidosas protestas entre los colistas, hasta la coronilla
de aquellos chillidos en mi menor, pellizco sostenido y cachetada bemol.
Por
último, la vitalidad de Nelly comenzó a declinar: la maternidad redundante, la
cría de los niños, las contrariedades peculiares del hogar, el precio de la
mantequilla, las noches pasadas al aire libre, influyeron aciagamente en la
salud de doña Nelly, como se le llamó en la cola durante su postrera etapa. Una
tarde llorosa de noviembre, entre el tejido de la llovizna, los cornetazos de
los automóviles, los gritos de los pregoneros y las preguntas de los reporteros
de Últimas
Noticias que no dejaban morir a nadie tranquilo, doña Nelly entregó su
alma al Creador. Murió sin confesión
porque los curas (“más sabe el diablo por cura que por diablo”, decía Voltaire),
los curas prefieren andar a pie que hacer cola. El fallecimiento de doña Nelly
fue un tremendo golpe moral para toda la hilera. Allí se amaba por sus virtudes
y se le respetaba por sus avanzada edad.
La
enterraron compungidos al pie de un poste de teléfonos. Sus hijos enlutados
recibieron el pésame. Su viudo inconsolable juró solemnemente no volverse a
casar. Entretanto, los aliados no habían abierto el segundo frente, ¡qué
esperanza! En cuanto al autobús de Catia, continuaba accidentado en la plaza
Pérez Bonalde.
Tomado de Un Morrocoy en el infierno.
Humor…humor…humor…de Miguel Otero Silva. Editorial Ateneo de Caracas.
Caracas 1982
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