[Crónicas
morrocoyunas]
Por Miguel Otero Silva.
[1943]
Hoy,
cuando los grandes titulares de los periódicos más venerables son acaparados
por las hazañas de gánsteres en cuadrillas, los contrabandistas de drogas, los
tratantes de blancas, las bandas fascistas y otros peligrosos especímenes del
subgénero humano, nos hemos sentido reconfortados al enterarnos de la reciente
y desusada aparición de un sobador por
los lados del Callejón Lourdes. El sobador
es una silueta evocadora de las cariñosas costumbres venezolanas del
siglo pasado; una sutil remembranza de las deleitables historias que nos
relataban nuestras tías solteronas entre aromas de albahaca y versos de Abigaíl
Lozano.
Yo
te saludo, sobador caraqueño que brotaste anacrónico a mediados del siglo
veinte, trasnochado exponente de un goce humilde e inofensivo, intrépido galán
que –lejos de escurrirte cobardemente entre las multitudes como los
rascabucheadores modernos- expones las facciones de tu cara al furor de las
uñas de tus homenajeadas. Yo ensalzo la sinceridad de tus intenciones, tu
preocupación hedonista en demostrar que no todos los rumores nocturnos son
pisadas aviesas de rateros en ejercicio, sino que todavía existes tú, Quijote
del amor fugaz, Romeo de la caricia escamoteada, Abelardo de las Eloísas
desconocidas, dispuesto a arriesgar la libertad y la vida en aras de una
platónica percepción de la belleza femenina dormida. Hace unos cuantos años
conocí a un sobador profesional en el ocaso de sus facultades. Fue mi amigo. En
mis conversaciones con él logré justipreciar la pureza de sus ideales y la
firmeza de sus principios. En homenaje a Toribio García, que así se llama el
sobador descubierto anteayer en el Callejón Lourdes, traigo hoy a estas páginas
los rasgos biográficos de aquel ilustre colega desaparecido, Casimiro Manosalva
nació en la esquina de Quita Calzón hace más de cincuenta años. Su padre, un
amolador italiano con veleidades ducales (óigase a Rigoletto), lo abandonó
antes del parto, es decir, antes de que la madre diera a luz a Casimiro. En
cuanto a la madre, la pobre Mary (Mary Tornes) murió cuatro meses después con
más bacilos de Koch entre pecho y espalda que la Dama de las Camelias. Es una
historia muy triste. Casimiro habría seguido los pasos de su progenitora a no
ser por un caballero chapado a la antigua que aspiraba a conquistar el cielo
por medio de la caridad practicante, las oraciones al Santo Niño de Atocha y
unas piedras en la vejiga que ríase usted de los sufrimientos de Job. El
filántropo se llamaba modestamente Guillermo Tell Bolívar y tenía establecida
una venta de fajas abdominales en la calle Real de la Candelaria.
Sin
embargo, al intentar la educación cristiana de Casimiro, el señor Bolívar pasó
más vergüenza que un fraile capuchino en una casa de lenocinio. El chaval
demostró desde pequeñito desmedidas aficiones al manoseo: practicaba un catch
as catch can desenfrenado con las diversas cargadoras que el señor
Bolívar le puso. Más tarde, su paciente tutor vióse obligado a encerrar a las
sirvientas y cocineras con candado, y también a las gallinas, y a las pelotas
de foot
ball, y a las trampas de ratones, ya que Casimiro, en cuanto no
divisaba cuerpo de mujer a quien pasarle la mano, se la restregaba a cualquier
animal u objeto del sexo femenino, así se tratara de una penca de tuna.
Al
percatarse Casimiro de la desconfianza de su padre adoptivo le profesaba,
abandonó dignamente el hogar en una noche oscura, sin más equipaje que dos
moldes de gelatina y una estatuilla de la Venus de Milo que el señor Bolívar
tenía en la sala y con cuyas curvas solía entrenarse Casimiro despiadadamente.
Para esa época el sobador de nuestra
historia contaba 14 años y no había leído en su vida sino dos libros, a cual
más corruptor: El Catecismo de Ripalda y Bola de sebo de Maupassant.
¡Qué
amargo se comprobó el destino de aquel adolescente descarriado en una época en
que no existían casas hogares ni institutos reeducacionales! La única
protección para la infancia era el garrote paterno; la pedagogía moderna la ponían
en práctica los curas salesianos a palmetazo limpio. Casimiro fue recapturado
por su tutor y vagó de internado en internado, conformándose con moldear
muñequitas de cera en los recreos y atisbar por el ojo de la cerradura los
retratos de bataclanas desnudas que ornamentaban la celda del padre Velandia.
A
punto de cumplir su mayoría de edad, Casimiro se enamoró y fue correspondido,
para desgracia suya. Sucedió que la
novia tenía tal cantidad de espinillas en el cuerpo que, al cabo de dos
semanas, a Casimiro se le pusieron ambas manos como lomo de puercoespín. Dejóla
Casimiro por otra y esta segunda le resultó maniática del adelgazamiento voluntario;
no comía sino ensaladas; a los tres meses era hueso no más; Casimiro recibía
más puyazos que un toro de lidia; también la dejó.
Ante
aquel cúmulo de fracasos y decepciones, Casimiro decidió morirse. Y se murió.
Al menos se contrató como muerto en un centro espiritista durante varios años
que fueron los mejores de su vida. Su trabajo consistía en asistir en calidad
de difunto a las sesiones metapsíquicas que se celebraban en esta capital. Fue la
única etapa de legalidad que disfrutaron los sobidos de Casimiro. Los organizadores
lo introducían de antemano en el cuarto donde iba celebrarse el experimento él
esperaba, disimulado detrás de un escaparate, la hora del trance.
-¡Napoleón!
Yo te convoco, Napoleón, ven a nosotros, Emperador…- decía el médium, o mejor,
la médium, porque si el médium era varón Casimiro no aparecía. Pero si era una
médium, Casimiro se fajaba como los buenos, sin poner atención a las protestas
de teósofa: -Napoleón, Napoleoncito, por favor, ¿tú cómo que te imaginas que yo
soy Josefina?
(Dígame
el banquete que se dio Casimiro una noche que cuatro señoras solas decidieron
convocar al espíritu del general Cipriano Castro. Aquello fue la batalla de
Tocuyito)
Pero
tanto bienestar concluyó para Casimiro por culpa de su indebida preparación
escolar, ya que los padres salesianos le habían enseñado a jugar foot-ball
y a rezar el yo pecador pero no le dijeron una palabra de la literatura
francesa. El desastre ocurrió cuando una señorita rubia, bastante apetitosa y
medio bachillera, exclamó en mitad de una sesión:
-Yo
quiero que venga Jorge Sand. Y Casimiro, a quien no podía pasarle por la mente
que Jorge Sand- con ese nombre fachendoso de cantador de rancheras mexicanas-
hubiese sido en vida una escritora romántica, respondió con apasionada voz de
barítono:
-Aquí
estoy, amor mío. Tócale los bigotes a tu Jorgito-armándose en el acto tal
prendera de luces y tal sampablera que Casimiro salió con diez puntos de sutura
y perdió el empleo.
Después
sobrevino una época dura y clandestina de saltar tejados, agazaparse bajo los
catres, colarse como una sombra en los internados de señoritas, huir a la
desbandad perseguido por policías, maridos y padres de familia. Cansado a la
postre de tanta lucha, cruzado el cuerpo de cicatrices y el alma de
desilusiones, Casimiro decidió dedicarse a la mendicidad.
Iba
de puerta en puerta, pidiendo el pan para los hijos que no tenía, arrastrando
su vocación esteticista como quien arrastra por el rabo a un gato muerto. Hasta
que un día aciago llamó a la verja de una quinta y salió a recibirlo una
hermosa señora, envuelta en un transparente kimono japonés.
-Una
limosnita por el amor de Dios-dijo Casimiro.
-Perdone,
hermano.
-Aunque
sea un centavito.
-No
tengo sencillo.
-Aunque
sea un bollo de pan.
-Hoy
no vino el panadero.
-Aunque
se aun vaso de agua.
-Tampoco
vino el agua.
Entonces
Casimiro exclamó filosóficamente:
-Pues
me conformaré con una sobadita porque lo que soy yo no pierdo mi viaje. Y la
sobó en gran escala, desde el estrecho de Bering hasta la Patagonia. Pero, cuando
andaba por las inmediaciones del itsmo de Panamá, se apareció el marido de la
paciente y le metió cuatro tiros a Casimiro, dejándolo esta vez más difunto que
mejillón de pote.
Desde
aquel engorroso incidente, mi amigo Casimiro Manosalva descansa en paz,
soflamado en el caldero más caluroso del infierno, lo más lejos posible de las
once mil vírgenes, amén.
Tomado de Un Morrocoy en el infierno. Humor…humor…humor…de Miguel Otero Silva. Editorial Ateneo de Caracas. Caracas
1982
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