sábado, 28 de noviembre de 2015

Aru, una historia india sobre cómo perseguir un sueño.

Aura Rivas es la madre y Rafael Gil es Arunachalam Muruganantham



Por Bruno Mateo
@bruno_mateo

El hermoso Teatro Bolívar recuperado durante este período histórico fue el escenario para la nueva pieza de Elio PalenciaAru, amador de las mujeres” que se estrenó el día jueves 26 de noviembre de 2015 con un nutrido público  que ya es asiduo al recinto de la Plaza Bolívar de   Caracas; con las actuaciones de Citlalli Godoy como Shanti, Rafael Gil es   Arunachalam Muruganantham , conocido como Aru y la primera actriz Aura Rivas como la Madre, dirección y puesta en escena de Elio Palencia, bajo una producción el Galpón de Arte.

Con una premisa sencilla la pieza de Palencia nos envuelve en un episodio  de la India en el año 1998 que muy bien podría ser la historia de un pueblo venezolano. El montaje en tono de comedia en donde el elemento lúdico se convierte en un bálsamo para los espectadores. La dramaturgia  va desenvolviéndose paulatinamente  a través de unos nudos dramáticos muy blindados  que permiten un desenlace creíble a pesar de que la ambientación está ubicada en otro hemisferio distinto al nuestro. El hilo conductor de la pieza, que no es más que el sueño de Aru por fabricar una toalla sanitaria económica accesible a todas las mujeres de la India a quien él dice amar, es la excusa para el autor para plantear, primero que un hombre (o mujer), en este caso Aru, no se rinde ante las vicisitudes, si realmente desea alcanzar una meta, segundo, la problemática de la penuria de la mujer india, tercero, el tabú de la menstruación que aún se ve como algo sucio, y por último, el amor de madre que es el más sublime de todos los vínculos del Ser Humano.
La dirección y puesta en escena logra, evidentemente por ser el mismo autor quien la realiza, una comprensión del texto; la escenografía, práctica y funcional para el montaje, el toque humorístico del montaje permite al espectador ir comprendiendo fácilmente el significado y la metáfora del discurso oral, el diseño de vestuario de Raquel Ríos acorde y atractivo  amén de una impecable realización. Interesante el uso del títere de guante reducido a los dedos del medio e índice para lograr simbólicamente el sentimiento de ese momento del personaje Aru.

En cuanto a las actuaciones; pertinentes, bien dibujadas, logran un vínculo entre los tres que traspasa el escenario y llega al público, esa pátina de humor que no rebasa a lo cursi,  más bien elegante que hace que los espectadores mantengan una sonrisa durante la hora y cuarto de montaje. 

Aru, amador de las mujeres” es un trabajo gratificante con una posición política, sublime, pero que está allí y nos invita a trabajar por un mundo distinto y a perseguir nuestras metas y sueños en beneficio de la comunidad.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Entre boleros y frases clichés de amor vive la Señorita Rasch. Crítica de “Las noches celestiales de la Señorita Rasch”

Diana Volpe es la Señorita Rasch

Por Bruno Mateo
@bruno_mateo

La nueva producción de La Caja de fósforos en la  Concha Acústica de Bello Monte, “Las noches celestiales de la Señorita Rasch”, bajo la dirección y puesta en escena de Orlando Arocha, interpretada por Diana Volpe, vuelve a sorprender al público; el  texto es  de Franz Xaver Kroetz, sin decir palabra alguna. Sin oralidad. Sólo la frase “está ocupado” dirigida a un teléfono que suena dando número equivocado se oye a través de la hora y media de espectáculo. El personaje de la Señorita Rasch realiza sus labores metódicamente frente a un público vouyerista que observa lo que hace. El montaje se ubica dentro del teatro hiperrealista. Podemos ver una escenografía funcional y muy de verdad, cuyo diseño de Ricardo Morales con la pintura escénica de Carla Baratta, Daniela Bueno y Evelia Di Genaro nos introduce al mundo, a la ritualidad de la Señorita Rasch.

Arocha logra darnos la esencialidad de un trabajo stanislaskiano; la verdad en escena de Volpe se convierte en  ritual. El elemento de la ritualidad que es la naturaleza misma del teatro como arte.

“La Señorita Rasch” realiza, dentro de una soledad que ella hace patética, las acciones normales de una persona que entra a su hogar en donde  el público se convierte en una especie de observatorio morboso que ve. Solamente el silencio se acaba con el encendido de la televisión, sonido que ella enciende para sentir que hay alguien, pera al cabo de un momento la apaga, acaso porque interrumpe su maniática manera de hacer sus actividades. El ambiente de soledad  que logra reproducir la puesta en escena de Arocha, ayudada por la iluminación del mismo Arocha y Alexander Malinowki, incomoda al público quien intuye que algo va a pasar, sin saber exactamente que será.

Diana Volpe logró una interpretación muy conmovedora a la vez que, sin palabras, nos irradia todas y cada una de las emociones por la que transita el personaje; la manipulación de los objetos del significante escénico detona el tsunami emocional de una persona solitaria y que se siente sola, tal vez, sin escoger dicha soledad. Volpe se desenvuelve por todo el espacio como “pez en el agua”, con una pátina de algo contenido que no puede aguantar. Escuchar su programa de radio “Las noches celestiales” con sus frases clichés sobre el amor aumenta el dolor y el peso de la soledad hasta hacer que ella sienta que su vida no es útil.

Las noches celestiales de la Señorita Rasch” es un montaje estético, muy bien logrado en cuanto a los elementos constitutivos del teatro (actuación, escenografía, vestuario, iluminación y otros), también es un montaje escuela porque los aspirantes a actores y actrices deberían verlo para que “les caiga la locha” de cómo lograr una composición de personaje. Otra vez La Caja de fósforos conquista al público.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

A 35 años de su muerte

Por Gabriel González.



El arte debe existir en función de la humanidad. CR



Tantos años contemplando, César,
tu pintura,
y sin comprender aún
cómo es posible tanta vida
en la punta de un pincel,
tanto color en el ojo
tanta poesía en tus dedos,
tanta fe, compañero,
en ese pesimismo tuyo, tan de combate
que nos empapa de victoria.

Eduardo Gallegos Mancera, enero 1976



Tiene fábulas fascinantes. Como la del condenado a la horca que ofrecen perdonarle la pena si ocupa la vacante de verdugo, y se estrena con sus compañeros (Soga de niebla). O la de los soldados que camino a Carabobo se enteran que ya sucedió el combate (¿Quién se robó esa batalla?). O la tragedia de una casa campesina al paso de la Guerra Federal (Un tal Ezequiel Zamora). O aquella donde una empresa funeraria se hace del negocio de la compra y venta de cadáveres y la virgen Antígona, de 80 años, los estafa (La fiesta de los moribundos). O la del muchacho que trae la noticia de un asesinato y el jefe civil, el cura y el médico se escurren (La esquina del miedo).

Este artista parece buscar todavía sitio, aunque lo tiene y sobre él se ha sentado gran parte del teatro venezolano, aunque la academia y el comercio teatral lo miren de reojo.  No por casualidad la Escuela de Artes de la Central acumula escasas tesis y ninguna cátedra del dramaturgo más prolífico, más ambicioso y más montado de todos los tiempos en Venezuela.

Escuché el audio, su voz suave, donde habla el tipo sencillo que fue: “Vengo del venero más profundo del pueblo”. Su padre era repartidor de la panadería Gradillas; su madre costurera. “La gente que me ayudó a criar es humilde: por eso mi relación con el pueblo es genésica, de raíz”. Por eso en su obra están presentes los vencidos, aquellos que no eran protagonistas sino figurantes.

Escribe dramas, comedias, cantatas, poemas, una obra de títeres. Recrea en distintas obras la Colonia (Obscenéba), la Independencia (Esa espiga sembrada en Carabobo), el boom petrolero (Las torres y el viento) y la actualidad con Una medalla para las conejitas o Buenaventura chatarra, donde las capas medias pueden ver un espejo de su falta de compromiso e ingenuas aspiraciones. No se aceptaba realista pese a que lo anotaron con esta cómoda definición. Porque “realista es el que copia —dijo—y yo presento otra realidad y la embellezco”. Mostraba el drama y la esperanza de Venezuela; y también claves para entender y transformarla.

Toda su vida fue lucha. Cuando venía en el vientre su padre murió. Su mamá partió diez meses luego. Esto pasó en 1915 en la esquina Pueblo Nuevo de La Candelaria. La tuberculosis, que se llevaría también a sus cuatro hermanos, lo acechaba. Lo adoptaron pero la anciana madrina falleció. A los ocho años lo cuida el alegre José del Carmen Toledo y lo releva el primo de éste Rojas Guardia cuando ya es adolescente.
Aquel niño frágil mostró interés en el dibujo, por eso a los diez años ingresa en la Escuela de Bellas Artes. Las tablas y el pincel lo ganaron a la vez. Temprano disfrutó sainetes de Guinán y Leo y el sabor popular lo impregnó. Por 1932 produjo la pieza que montó una amiga maestra (y la publicó Carmen Clemente Travieso). Siguieron obras que fue eliminando su rigor. Años difíciles para la puesta, salvo para extranjeros. Pero en 1937 se rompió la cáscara. Muchos autores de teatro le deben esto a Rengifo. Comenzaron a presentar su dramaturgia hecha aquí, en Venezuela. E inició aquella industriosa labor que sólo suspendía cuando lo llamaban los pinceles. Fue extraordinario en ambas artes. Por eso le confirieron dos premios nacionales, pintura (1954) y teatro (1980). La noticia de éste último lo conmovió, pero era tarde.

Bajo las torres de El Silencio está su mural Amalivaca. Fue comunista. Su compromiso popular le dio a probar la sopa amarga de la intransigencia política. Fue la época que vivió y retrató con su mirada moderna hasta que su precaria salud ya no pudo sostenerlo hacia 1980. Este año se cumplieron 100 años de su natalicio, y el 2 de noviembre se cumplieron 35 años de su muerte. Basta abrir una página o mirar un cuadro para tocar nuestro presente. Empero el biógrafo debería apurarse, pues sus huellas se borran aunque sus restos estén en el Panteón Nacional.

Por favor, aún no.