El
Ávila se dibuja sobre las ventanas que rodean a la gorda. Los ventiladores
pegados en el techo secan el sudor de su piel cetrina. Todo el cuarto parece un
acuario, y ella, un bagre. Era otra noche similar a todas. Afuera los hombres
hacen fila. Esperan que se abran las puertas. Puertas labradas con animales
serpenteantes que prefiguran el interior del recinto. El cobre de las láminas
perdió su luminosidad de antaño. Al llegar a Caracas, la Feria del santo patrón de su
pueblo quedó guardada en la memoria. Las puertas eran enormes. Churriguerescas.
Son los límites que separan a la gorda de la ciudad. Pronto se abrirán. Todo
hombre que quiere serlo debe pasar por el lugar. Allí se aprende. Allí se gana.
Allí se pierde. Ni la lluvia hace que los hombres se dispersen. Como postes sin
luz, cada uno espera que las puertas se
abran. El infierno en el paraíso sabe aguardar. Los más jóvenes en la cola se
inquietan por ser su primera vez. Aún sus sombras se reflejan en el pavimento.
Son las únicas que se ven. Los más viejos sólo aguardan. Los cuerpos empapados
escurren sus pasados de tantos lugares y de tantos años. Hay un olor a
naftalina. Hay un olor a nardos. Hay un
olor a hombres. La casa de la gorda era un lugar secreto al público. Y
las gotas no dejan de chorrear.
La fila de hombres parece una pintura sin movimiento. Hay quienes sólo fuman, tal vez su último cigarrillo. Otros se acurrucan para ahuyentar la humedad del clima. Todos esperan. Adentro es diferente. Se ríen de los primerizos. Un hombre cercano al siglo de existencia observa a un joven. El sabe que después de entrar, no habrá salida. Los recuerdos, algo típico en los viejos, se vislumbran en los ojos del muchacho. Hoy será su final. El principio de aquél. Algo en el rostro lozano le evoca sus antiguas tertulias. La generación de la plaza Bolívar murió. El viejo tiene en sus manos un libro de Pocaterra. Falta muy poco para que las puertas se abran. Como cada vez, le contará a la gorda la historia de Panchito Mandefuá. La conoce de memoria. Se escuchan voces. Una niña se acerca para vender rosas envueltas en papel celofán. A una dama siempre se le ofrecen flores. El viejo, el libro y las flores. Es una noche especial. La lluvia persiste en su intento por disolver el grupo de hombres. Restan pocos instantes para que las pesadas puertas permitan la entrada.
La fila de hombres parece una pintura sin movimiento. Hay quienes sólo fuman, tal vez su último cigarrillo. Otros se acurrucan para ahuyentar la humedad del clima. Todos esperan. Adentro es diferente. Se ríen de los primerizos. Un hombre cercano al siglo de existencia observa a un joven. El sabe que después de entrar, no habrá salida. Los recuerdos, algo típico en los viejos, se vislumbran en los ojos del muchacho. Hoy será su final. El principio de aquél. Algo en el rostro lozano le evoca sus antiguas tertulias. La generación de la plaza Bolívar murió. El viejo tiene en sus manos un libro de Pocaterra. Falta muy poco para que las puertas se abran. Como cada vez, le contará a la gorda la historia de Panchito Mandefuá. La conoce de memoria. Se escuchan voces. Una niña se acerca para vender rosas envueltas en papel celofán. A una dama siempre se le ofrecen flores. El viejo, el libro y las flores. Es una noche especial. La lluvia persiste en su intento por disolver el grupo de hombres. Restan pocos instantes para que las pesadas puertas permitan la entrada.
La
gorda ríe adentro en la oscuridad. El viejo toca el bolsillo de su chaqueta. El
regalo aún permanece detenido. Sólo algunas páginas del libro se llegaron a
mojar. La noche no ha corrido lo suficiente.
El lugar no abre. Una pareja pasea por la plaza. Era un día de luz. Las
ardillas bajan cautelosamente para recibir lo que les ofrecen. La primera vez
que recorrieron el centro de Caracas. Ella era una mujer hermosa con rasgos
indiados y piel tostada por el trópico. El no se queda atrás. En su fisonomía
se puede leer una combinación de razas. Y ahora parado frente a las puertas
queda la espera. La ansiedad del reposo. Ver a su querida gorda. Hoy quedarán
unidos por siempre. No podrá negarse. Han sido muchos los años y muchas las
horas que el viejo aguarda en silencio. Las hendiduras de sus arrugas dan fe de
la espera. La fila de hombres se inquieta por la lluvia que no deja de caer. El
choque de las gotas en el suelo forma remolinos para las pobres hormigas que
aún de noche trabajan sin detenerse. Van de un punto a otro. Recolectan
cualquier animalito. Esquivan los sendos pisotones. Pasan sin tomar en cuenta
al tiempo. Entran y salen de la casa de la gorda sin solicitar permiso. Adentro
el sonido de los ventiladores marcan las pulsaciones que se acompasan con los
latidos de los hombres que esperan. El viejo se siente inquieto. Llegó el
momento de regresar a esa plaza que tanto les gustó. Hoy le pedirá pasar el
resto de sus vidas, juntos. Se acercan pasos a las puertas. Es la hora de
abrir. La libido masculina se alborota. Afuera, risas nerviosas. Adentro, risas
ensayadas por años. La lluvia murió en el intento por alejar a los hombres. Las
puertas están abiertas. La historia comienza...
***
No hay comentarios:
Publicar un comentario