Maestra, ¿por qué tengo el pelo malo?
Bruno Mateo
Twitter: @bruno_mateo
IG: @brunomateoccs
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Este cuento ganó el I edición del Concurso de Narrativa: "La Paz es lo que Cuenta". Alcaldía bolivariana de Caracas. Octubre 2012
Las olas en el Litoral
de La Guaira a orillas del Mar Caribe que golpean con suavidad la tierra del Libertador Simón Bolívar
producen una cadencia de alegría a todo aquel que conoce el norte de Venezuela.
Es un espacio de libertad en donde los hombres y mujeres se encuentran en
cónsona armonía con los elementos que nos ofrece la Naturaleza. Los caracoles
encerrados en sus conchas son testigos silentes del paso del tiempo. Los
cangrejos con su gracioso caminar hacia atrás parecieran luchar contra el
avanzar de la Historia. Los alcatraces y pelicanos surcan el límpido azul de la
esperanza y de vez en cuando lanzan un graznido chocante que rompe con la
pantalla interactiva de sonido, movimiento, colores y olores del mar. En las
playas, los cocoteros se muestran pretenciosos y parecen bailar borrachos por
el sol. El viento vuela cálido y constante por entre el espacio marino. Justo
en esa estampa tan cósmica se encuentra la casa de Cipriana, que llamaré desde
ahora Ciprianita por cariño. Ella es una niña negra. Tiene 8 años. Su piel brilla con la luz y refleja la pasión
de los que habitan esta parte de la geografía venezolana. Tiene la alegría de
una niña criada en un lugar en donde confluye la arena, el mar, el sol, el
calor, y la simpatía de un espacio abierto a las ilusiones infantiles. Para mi
es una chiquita muy especial. Es un chocolate en medio de las costas del mar
Caribe. Así mismo piensa todo aquel que la conoce. Yo la conocí en el año 2001
en el mes de mayo. Recuerdo que fui a un velorio de la cruz que se empató con
la celebración del día de la madre. En el Caribe se celebra hasta un bautizo de
muñecas. Los latinoamericanos somos muy alegres. Ciprianita vive en una casa
linda llena de árboles o matas, como le decimos
aquí, de todas las especies posible.
Yo soy una maestra de
Caracas que vino al litoral en comisión
de servicio para dar unas clases de creación literaria a los niños de la
Escuela Bolivariana “Simón Rodríguez”.
Mi objetivo es acercar a los niños a la escritura creativa. Llegué un 2 de
mayo. Nunca imaginé que conocer a Ciprianita hiciera que aprendiera el verdadero
valor de la inocencia.
La primera vez que pisé
Chichíriviche de la Costa, sentí debajo de mis pies la arena más cálida que
hubiera sentido jamás. Allí, absorta en mis emociones, apareció de pronto, un
grupo de señoras gordas, dicharacheras, con el color de piel más hermoso que
mis ojos vieran, parecían personas de cacao. Su tez negra daba un brillo
aceitoso que contrastaba con la dentadura blanca como una hoja de papel. Las
mujeres hablaban como si cantaran una melodía de tambores en plena noche de San
Juan. Yo no entendía absolutamente nada de lo que decían; sólo asentía y
sonreía para no pasar por mal educada. Me dejé llevar por las mujeres.
Caminamos por el pueblo y la gente que nunca me habían visto en su vida me
sonreía. Los niños se acercaban gritando, me tocaban y corrían. Lo hacían una y
otra vez. Era un juego para ellos. Supongo que es extraño ver a una persona que
no pertenece a ese lugar caminar por su única calle. Allí, al final y entre un túnel vegetal, apareció la escuela:
un edificio blanco de enormes ventanas azules. Quedé maravillada. A medida que
me acercaba, me percaté que detrás de la escuela se veía el mar. Una tela
enorme azulada con vetas blancas que se movía en un ir y venir que se juntaba con el cielo haciendo
un solo manchón azul que chocó con mis dilatadas pupilas. Desde ese momento, me
sentí conectada con el pueblo, con los niños que conocería y con mi recordada
Ciprianita.
Una vez presentada a
todas las autoridades de la escuela, me llevan al salón. Era un espacio amplio. Sendas aspas de
ventiladores estaban pegadas al techo como tratando de ahuyentar el calor. Los niños y niñas me observaban fijamente. Al
fin, quedo sola con mis alumnos. “Yo soy
la maestra que he venido de Caracas y espero que ustedes y yo nos llevemos bien
durante el tiempo que permaneceré con ustedes”, comienzo diciendo. Todos
miran, sin decir nada. “Me gustaría conocerlos”
dije. Los niños y niñas se miran con
complicidad. No se atreven a hablar nada. “Ya
que no quieren hablar, yo les preguntaré el nombre a cada uno de ustedes, ¿les
parece?”, acoto. En ese único instante, se levanta de su silla, una niña
como de unos 8 años, con el color de piel típico de la zona. Una niña muy
bella. Con unas pupilas enormes y negrísimas. Su cara es dulce como el
chocolate y su cabello ensortijado
pegadito a la cabeza. Una vez incorporada dice: “Buenos días maestra. Yo soy Cipriana, pero me dicen Ciprianita. Yo
vivo cerca de la escuela y nací en mi casa porque a mi mamá no le dio tiempo de
llegar al hospital. La gente dice que soy muy apurada desde que nací. Ella es
Carlota, mi mejor amiga. Le dicen catira porque es blanquita, así como un
gusanito de tierra”, Me sonrío ante
tal ocurrencia. Carlota se levanta y me dice: “Hola”. Cipriana continúa hablando. “Todos ellos son mis compañeros y no les gusta hablar con extraños
porque nos dicen que es peligroso”, dice la niña. “¿Y tú y tus compañeros creen
que yo soy peligrosa?”, les pregunto. Los niños y niñas cruzan miradas de
picardía y ríen. Allí, establecimos la confianza entre todos. La mañana pasó
demasiado rápido para mi gusto. El timbre de salida nos dice que es hora de ir
a almorzar, para luego regresar a las 2 pm. Yo me dirijo a la casa que me fue
asignada. Enseguida pienso. “No tengo
nada para almorzar”. En la entrada de la casa se encuentran las mismas
señoras gordas que me recibieron, pero esta vez, cada una con un plato lleno de
comida. Una de ellas me dijo: “Esto es
Cataco, es un pescado sabroso que siempre comemos por aquí”, inmediatamente
otra señora me enseña orgullosa su plato lleno de tostones. Esos deliciosos
plátanos que quedan como unas galletas crujientes; y así cada una de ellas me mostraba con dignidad su plato. Yo quedé impactada
por tanta amabilidad. “Bueno, aquí usted es nuestra maestra y estamos
agradecidas de que venga a enseñarles cosas buenas a nuestros hijos”. Así
es. De vez en cuando a las maestras nos gusta escuchar que nuestro trabajo es
importante. Las señoras me abrazan como si fuera su hija.
Con esa sensación de
ser importante llegué a la escuela; los
niños y niñas me esperaban con cierta inquietud porque ese día era muy
importante, había que arreglar las cosas para la celebración del velorio de
cruz de mayo, recuerdo que una de las primeras niñas que se ofreció
voluntariamente a ayudarme fue Cipriana. Allí empecé a notar lo creativa y
servicial que es la niña. Ella misma organizó al grupo: “Tú busca las tijeras”, le dijo a uno de sus compañeros, “tú
traes la pega blanca; tú, los papeles de colores que tenemos en la
biblioteca y… usted maestra, ¿podría buscar la cruz de la oficina de la
directora?” Sonreí y salí a buscarla.
El salón se convierte en un espacio entre lo
divino y lo humano, la verdad es que los niños son la expresión más pura de lo
que somos los seres humanos; esa mañana se nos fue entre risas, juegos y entonando canciones en homenaje a la cruz de
mayo:
“Gracias
a la Cruz bendita
que
en lo alto del cielo está
gracias
porque me ilumina
y
me libra de maldad”
Ciprianita,
la bella negrita, y su amiga “la catira” Carlota son las más entusiastas con
eso de la fiesta. Una siempre al lado de la otra. Animando a todos a cantar y
pedirle a la Cruz por el bienestar común. Se escuchan los tambores que percuten
entre los oídos de los presentes y hacen que nuestros pies y caderas se
empiecen a mover como embrujados por tan rítmica melodía. Ciprianita y Carlota
se acercan y me presenta a un hombre guapo de piel oscura brillante. Es el papá
de Ciprianita. El señor muy amable
extiende su mano para tomar la mía. El contraste de colores de ambas
manos hace que me sonroje. Las niñas se miran con una leve sonrisa de
travesura. Carlota, sale disparada a buscar una silla y la coloca a mi lado
para que el hombre se siente. Yo para disimular un poco la situación le
pregunto a Carlota: “¿Y tus padres? ¿No vienen a la
fiesta?”. Se hace un silencio. Siento que cometo una impertinencia, es
cuando Manuel, así es el nombre del padre de Ciprianita, me contesta: “A la mamá de Carlota no le gustan estas
fiestas.” Las dos chicas se alejan a jugar al patio. Manuel continúa
diciendo: “Ella dice que esas fiestas son
típicas de la chusma”. Por un momento, pienso que oí mal, sin embargo, él
me ratifica: “Ella es blanca y no es de
por aquí, dice que su hija no debería venir
a estos desórdenes”. ¡Qué extraño! Su esposo es negro. “La señora sólo vive en nuestro pueblo porque está casada con el
Alcalde”, finaliza de decir; “¿Y su esposa”, le pregunto. Creo que
soy imprudente al hacerle esa pregunta. El hombre se sonríe y dejar ver unos
dientes blancos que contrastan con su piel oscura. Algo se agita en mi
estómago. “Mi esposa falleció el día que
nació Ciprianita”, responde. Me quedo
pensando en lo buenmozo que es y
concluyo que debe ser un buen hombre porque ha criado muy bien a su hija.
En la noche, mientras me preparo para dormir, recuerdo la tarde que había pasado
con mis alumnos y con Manuel. Me asomo a la ventana que da hacia la orilla del
mar. La luz de la luna permite que mis pupilas logren divisar cuerpos y objetos
de todas las formas. Hubo un momento que quedo tan extasiada con lo hermoso de
la imagen que no sé si me dormí. Lo cierto es que por unos instantes logro,
creo, ver a tres personas que salían de las aguas del mar: dos hombres y una
mujer, o por lo menos, fue lo que pensé. Las figuras se detienen, aún con los
pies en el agua, viendo hacia el espacio.
Los observo como mucho detenimiento, de pronto, el trío, al unísono,
como en una coreografía, se voltean y
clavan sus miradas hacia donde me encontraba. Me paralizo de inmediato. Las
personas me señalan con sus dedos y de sus espaldas sale una luz azulada que se
hace cada vez más intensa. Cuando reacciono, ya los seres han desaparecido tragadas por el mar.
En la mañana, al entrar
a la escuela, todos mis alumnos corren a mi encuentro. Noto que algo extraño
sucede ese día. Los niños y niñas se atropellan para decirme algo que no logro
entender. Por fin, Cipriana, toma la iniciativa de acallar las voces de sus
compañeros y me dice con voz que suena a adulto: “Maestra, Carlota está muy enferma”.
Carlota es la hija del Alcalde y amiga de Cipriana. Una niña de unos
ocho años. Del grupo de la escuela es la única niña con piel mestiza. Me dicen
que su padre es nativo del lugar y su madre de origen portugués. En el pueblo
le dicen “catira” por ser más blanca que
el grupo. El resto de la clase transcurrió en silencio. Ciprianita no quiso
salir a jugar al recreo. Sólo dibuja
círculos en las hojas de su cuaderno. De seguro, era algo malo lo que tiene
Carlota.
Durante la semana,
después de la noticia de la enfermedad de Carlota, el ambiente en la escuela
está enrarecido; a la niña se la llevaron a un hospital en Caracas
especializado en cáncer. Los niños no están de ánimos, ni siquiera Ciprianita que sólo ve a través de la
ventana, el inmenso mar, como esperando a su amiga. A mí se me ocurre trabajar con la angustia que sienten mis
muchachos a través de la escritura. Los llamo: “¡Niños! ¡Niños! Pongan un poco de atención. Vean aquí a la pizarra”.
Todos voltean como perritos amaestrados. Prosigo con mi explicación y con mucha
energía. “Carlota, va a pasar un tiempo en Caracas y por eso pensé que era
bueno que todos nosotros le escribiéramos un hermoso cuento para su regreso”
Los niños se empiezan a emocionar. “Vamos a escribir lo que sintamos por ella y lo
guardamos para su regreso a Chichíriviche, ¿qué les parece?” El salón
entero grita: “¡Sí!” Sólo Ciprianita
se levanta y dice: “Maestra, y ¿si no
regresa?”, Voy hacia la hermosa negrita y a la abrazo con todo mi amor y le
susurro al oído: “Sí volverá”
El tiempo
transcurre lentamente como el paso de un
caracol que se arrastra por la arena dorada. Ya era el mes de Julio. Justo
queda una semana para finalizar el año y yo, regresar de nuevo a la Capital. Mi
corazón está apretadito y late muy
aprisa porque hoy traen a la
enfermita al pueblo. “Ya saben niños que hoy llega Carlota al pueblo y ella le pidió a sus
padres, que lo primero que quería, era venir a su escuela para saludarlos”
Los niños se exaltan y comienzan a
gritar con sonidos y movimientos ancestrales como de aquellos negros
arrancados a la fuerza de su África
nativa para venir a trabajar como
esclavos de los europeos a América. Yo estoy emocionada. De pronto, Cipriana me
hala de la falda y me observa con sus inmensos ojos negrísimos llenos de
lágrimas y me dice. “Maestra, Carlota si
volvió, como usted me lo prometió”. Así es. Así es. Carlota vuelve.
Todos los días de
clases, veo como Ciprianita distrae sus pensamientos y se aleja completamente
del salón. Ella no encuentra ninguna explicación lógica. ¿Por qué su amiga
Carlota vino tan diferente? Está más delgada y blanca y lo que más le extraña
es por qué no tiene pelos en la cabeza, su cabellera era como una cascada de
sol y ahora no hay nada. Una media mañana, en pleno recreo, veo a la niña
mirarse insistentemente al espejo, como si tratase de encontrar algo allí en su
reflejo. Mientras tanto, la imagen del espejo no es el rostro de ella. Sólo se
ve a Carlota como era antes con sus cabellos rubios y feliz, muy feliz.
Esa noche no pude
dormir, me despertaba a cada instante, sentía un calor insoportable, a pesar de
que el ventilador no deja de echar aire. A mi mente vienen las imágenes de Carlota y de Cipriana. No sé si por un
instante, en un abrir y cerrar de ojos
cuando pasas de la conciencia al mundo de las desfiguración de la realidad.
En el momento cuando entras a un mundo
neblinoso cundido de lo posible. En ese segundo, veo a Carlota y a Cipriana
conversando con aquellas tres personas que creí ver alguna vez a orillas del
mar. Comienzo a caminar hacia ellas, pero una de las personas me prohíbe seguir
avanzando. Siento que una luz pega sobre mi cara. Siento su calor. Tengo que
abrir los ojos. Estoy en mi habitación. Era hora de irme a la escuela.
Cuando llego a mi
salón, me doy cuenta de que Ciprianita no está. Uno de sus compañeros me dice
que no venía hoy a clases. La mañana transcurre un poco más pesada acaso no
serán mis pensamientos que están más pesados aún. Cuando suena el timbre que da
por finalizada la jornada, me dirijo a casa de Ciprina. No es regular que una
niña que adora su escuela se ausente una mañana. Al llegar, su papá me conduce
directamente a su habitación. Hay mucha oscuridad y no logro ver bien a la
chiquita. Le pregunto en voz baja: “¿Puedo
encender la luz?”. Ella asiente con un leve movimiento de afirmación. Al
iluminarse el cuarto. ¿Cuál es mi sorpresa? Ciprianita se ha cortado todo su
cabello. Parecía un varoncito. Sus dos
colitas habían desaparecido de su
cabeza. Ella cabizbaja, se voltea, con una bolsita de papel, me la extiende.
Allí está su cabello. La miro y ella me pregunta con un tono de asombro y
melancólico: “Maestra, ¿Por qué tengo el
pelo malo?”. La inocencia de su pregunta me perturba. “Mi niña, tú no tienes el pelo malo”, le dije. “Pero, la mamá de Carlota, me dijo que mi
pelo era malo”. La negrita bella agarró unas tijeras en casa y se cortó
todo su cabello para regalárselo a su amiga Carlota. Ella escuchó cuando su papá
decía que ojalá a su hija le creciera otra vez el pelo. Pero la madre de Carlota rechazó el regalo, diciéndole que
su hija era blanca y que jamás tendría un pelo malo como el suyo. Yo furiosa
salgo a buscar a la mamá de Carlota a su casa y reclamarle por la ofensa que le
hizo a Cipriana. En realidad, no llegué. En el camino reflexiono y me digo a mi
misma que personas como esa señora sólo son seres tristes y vacías, incapaces de aceptar lo que no se parece a
ellas. Me doy cuenta de que tengo la bolsita de papel con el cabello de
Ciprianita. Sonrío. Ya sé lo que haré.
El sol está encima del
pueblo de la costa, el mar azul deja su
agradable olor a salitre en todo el ambiente. Hoy es un día diferente. Haré que
sea diferente. Al llegar a la escuela, les digo a mis queridos niños y niñas
que ese día haríamos algo especial. Visitaríamos a Carlota. Todos se alegran,
pero Ciprianita dice: “La mamá de Carlota
no me quiere”. Eso no es así. “A
veces los adultos no sabemos lo que decimos y cometemos muchos errores”, le
digo al mismo tiempo que le extiendo la misma bolsa de papel donde ella guardó
sus cabellos. Me mira con curiosidad.
“Ábrela”, le pido. Dentro hay una hermosa muñeca de trapo negra con el pelo
de Ciprianita. La niña se emociona y me dice: “Soy yo”. Sí. Era ella. Pasé toda la noche haciéndola. “Y ahora tú se la vas regalar a Carlota”.
Agarramos nuestras cosas y nos fuimos a casa de Carlota.
De eso ha pasado diez
años, recuerdo muy bien todo. Ciprianita, mi negrita bella le regaló la
muñeca a su amiga. Carlota, la catira
nunca la soltó ni siquiera el día que desapareció de la tierra y su espíritu
quedó en las aguas de Chichíriviche.
Yo me quedé en el
pueblo y ahora soy la mamá de Ciprianita. Me casé con su papá y vivo feliz a
orillas de ese mar que veo cada mañana que me levanto. La niña que, ahora, es
una mujer vive en Caracas y regresa cada vez que puede y ahora ella sabe que no tiene el pelo malo.
Final.
Caracas, 09.02.2011
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