martes, 21 de agosto de 2012

El boom. Bandera literaria de un continente

Fotos: Historia personal del “boom”

De izquierda a derecha: Gabriel García Márquez, Jorge Edwards, Mario Vargas Llosa, José Donoso y Muñoz Suaz, en casa de Carmen Balcells, en Barcelona (1974). Fotografía de Diálogo con Vargas Llosa, por Ricardo A. Setti (Editorial Kosmos, 1988).




El boom: bandera literaria de un continente
Leonardo Maicán

Salvando las distancias, el llamado boom de la literatura latinoamericana duró en el tiempo lo que la Gran Colombia: alrededor de diez años. Tiempo suficiente para consolidar el realismo mágico, corriente literaria que había de convertirse en bandera de un continente (América) y de un importante número de narradores que buscaban nuevos horizontes estilísticos y estructurales dentro del quijotesco oficio de novelar.

¿En qué año se origina el boom? Según el novelista chileno José Donoso (1924-1996) el boom nace al filo del primer lustro de la década del sesenta, y de acuerdo con él investigadores de diversas latitudes. Hay quienes señalan los años 60 o 62 como fechas probables de su nacimiento. Que el boom no tenga una “partida de nacimiento” definitiva no debería ser tema de mayor preocupación: el tiempo subjetivo de los movimientos literarios no es el mismo que el de los hombres. La historia de la literatura universal está plagada de variables de este tipo, que lejos de oscurecerla la enriquecen. ¿Quién, por ejemplo, podría precisar con exactitud la fecha en que se inició el Siglo de Oro?

Baste decir entonces que la Década de Oro (así en mayúsculas) de la novela hispanoamericana nace en los años que corren a partir de 1960, cuando un importante número de novelistas rompe de forma contundente con la generación que le antecede. Rompimiento que no se manifiesta en absoluto de modo uniforme; por poner un caso: muchos años antes de que el boom fuese una realidad palpable, no pocos protagonistas de la “década de oro” venían madurando tanto el estilo (en sentido personal, obviamente) como el realismo mágico como “producto acabado” que en definitiva se constituiría en la voz de un colectivo. Para no perder el hilo discursivo, decía que el boom “estalla” en los años que corren a partir de mil novecientos sesenta. Su culminación se ubica unos diez años más tarde.

El boom designa a ese período generoso en que a la novela latinoamericana finalmente le es otorgada la “visa” permanente para darse conocer ante el mundo (Europa, principalmente). Este continente era visto, por los cosmonautas del boom, como un gran planeta literario. Planeta que una vez conquistado debía llegar a constituirse —como en efecto lo fue— en una sólida plataforma desde donde era posible la conquista de otros mundos. Esto lo sabían los muchachos del boom. Por pura coincidencia histórica, en momentos en que Armstrong y Aldrin profanaban el territorio mítico de los poetas y enamorados (la Luna), novelas que se han convertido en iconos del boom conquistaban o ya habían conquistado las calles y cafés de la capital de la bohemia y la literatura: París.

Tiempo paradisíaco en el que una pléyade de escritores americanos propone una manera fresca de mirar y de sentir la vida: Julio Cortázar (Rayuela); Carlos Fuentes (Aura, La muerte de Artemio Cruz, Cambio de piel); Mario Vargas Llosa (La ciudad y los perros, La casa verde); Juan Carlos Onetti (Juntacadáveres); José Donoso (El obsceno pájaro de la noche); Gabriel García Márquez (Cien años de soledad); Miguel Ángel Asturias (Mulata de tal); Alejo Carpentier (El siglo de las luces); Guillermo Cabrera Infante (Tres tristes tigres); Adriano González León (País portátil). Entre otros autores.

Nunca antes en la historia de la literatura, el mundo occidental había presenciado una “invasión relámpago” como la emprendida por los boomistas. La cantidad no estuvo en ningún momento divorciada de la calidad. Y más sorprendente aun: todo sucedió en un corto período de tiempo (de allí la adjetivación del sustantivo “relámpago”). No se había visto jamás nada semejante. Sobre todo, una “invasión” en sentido América-Europa. Por supuesto: no se pretende negar que el Modernismo fue el primer gran producto de exportación “genuinamente” americano. De ningún modo. Pero, a decir verdad, el movimiento estético-literario encabezado por Rubén Darío careció de la fuerza salvaje y arrolladora como sí la tuvo el fenómeno literario-editorial de la década del sesenta y parte del setenta. El modernismo entró a cuentagotas. El boom fue un tsunami.

Sigamos revisando el árbol genealógico de la literatura. Luego de que el Modernismo agotara sus formas, decadencia marcada por la muerte de Rubén Darío en 1916, y por el desarrollo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), emerge en el horizonte europeo un pequeño grupo de novelas de origen latinoamericano, entre las que destacan Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos y Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes (1926). Novelas realistas cargadas de un regionalismo exótico, en donde la naturaleza se nos presenta como un animal indomable en constante lucha con la razón. De este festín de los años 20 y 30 participaron también Mariano Azuela y José Eustaquio Rivera.

La entrada a la Europa de la primera post guerra por parte de estos escritores americanos, no gozó por supuesto de la contundencia necesaria para ser considerada un verdadero boom. Emir Rodríguez Monegal bautiza a esta primera oleada de novelistas con el nombre de mini-boom.

El boom no nació por generación espontánea. Por fuerza mayor, hay que hablar de influencias, de vasos comunicantes. ¿De qué fuentes se alimentaron los escritores del boom? Bebieron de muchas y variadas fuentes. Los iniciadores de la novela contemporánea latinoamericana rompen de manera frontal con el realismo; desligándose, por consiguiente, de la novela regionalista, baluarte del realismo. Como contraparte, estos boomistas vieron en los modernistas una fuente inagotable de “inspiración” (los críticos le tienen cierta fobia a este sustantivo abstracto, común, femenino y singular; su empleo aquí sugiere otro sentido). Pues bien, estos “nuevos” escritores americanos van a templar el acero creador directamente del fuego emanado de Rubén Darío, Amado Nervo, en fin, de toda la pira purificadora del modernismo. Esta simpatía no es gratuita: en su momento, los modernistas también reaccionaron frente al realismo. La sempiterna danza antagónica entre lo apolíneo y lo dionisiaco.

Este “choque” con la realidad por parte de los alfareros de la novísima novela hispanoamericana va a traer consigo, explícita o implícitamente, una sensación de fuga, de evasión. Sentido de fugacidad que en los modernistas se impregnó de cierto perfume galo, caballeresco, palaciego, grecolatino: “Al oír las quejas de sus caballeros, / ríe, ríe, ríe la divina Eulalia, / pues son su tesoro las flechas de Eros, / el cinto de Cipria, la rueca de Onfalia” (Rubén Darío).

Pero en el caso del Boom, movimiento surgido cuatro décadas después de la extinción del Modernismo, la fuga o evasión producto de la confrontación, choque o ruptura va a “mofarse” del realismo utilizando para ello las máscaras de la fantasía, la superstición, el ocultismo, la magia, la riqueza mítica y la cosmogonía de las culturas indígenas. Al dar al traste con el realismo convencional, los arquitectos del boom crean una “nueva realidad”: el realismo mágico.

En el amplísimo espectro del boom confluyen todos los tonos cromáticos de la Creación. Quizá sea ésta la razón por la que difícilmente a estos escritores pueda encajonárseles en cualquiera de los innumerables “ismos” que como por arte de magia vinieron apareciendo a lo largo del siglo XX, antes de la aparición del boom. Bien afortunado este pensamiento de Jacques Joset: “En la novela antigua, la repetición de los modelos ‘clásicos’ estancaba la literatura. En la moderna, la constante experimentación la dinamiza”. En el caso del boom la dinamización fue de tal magnitud que cohesionó la novela latinoamericana en un macrocosmos con un alto grado de unidad geográfica, cultural, social, lingüística; desfasándola de esa visión más o menos aparcelada (regionalista) que imperó durante buena parte de la primera mitad del siglo XX.

Más allá de estas consideraciones, hay quienes aseguran que en el caso del boom hubo cierto hilo conductor —no siempre visible— de carácter ideológico. A propósito, dice José Donoso: “Creo que si en algo tuvo unidad completa el ‘boom’ —aceptando la variedad de matices—, fue precisamente en la causa de la revolución cubana”. Y quien esto afirma, fue precisamente uno de los actores más lúcidos de la década de oro de la novela hispanoamericana.

La aseveración de Donoso carecería de sentido completo si no se ubica el surgimiento, desarrollo y consolidación de la “nueva novela” latinoamericana dentro del complejo contexto continental y mundial, en todos los órdenes: cultural, político, social, económico, religioso, antropológico, tecnológico y científico. En efecto, el abanico temporal en que tiene lugar el boom, entre la década del 60 y comienzos del 70, fue uno de los más “movidos” y convulsionados de la historia contemporánea. En tan corto período de tiempo, acontecieron hechos que de alguna manera impactaron sobre el posterior curso histórico de la humanidad. Hechos que iremos enumerando sin seguir necesariamente un estricto orden cronológico y espacial.

Ya se ha hablado (quizá no de forma literal) acerca del mayor o menor impacto que sobre estos “nuevos” escritores tuvo la revolución cubana. Pero los contextos dentro de los cuales se fraguó el boom son tan ricos como variados. Comencemos por la lucha contra la discriminación racial emprendida por la comunidad negra de los Estados Unidos. Lucha iniciada en los años 50 y que bajo el liderazgo de Martín Luther King consagró en los 60 (década en que se inició el boom) los derechos humanos y civiles de los afroestadounidenses. La muerte de Artemio Cruz, si bien fue publicada en 1962, la comenzó a escribir Carlos Fuentes en 1960, en Cuba, el mismo año que se fundaba en Bagdad la Organización de Países Exportadores de Petróleo. La beatlemanía de los dorados años sesenta. Vale destacar asimismo la crisis de los misiles de octubre de 1962, acontecimiento que enfrentó a la antigua Unión Soviética con los Estados Unidos, para dirimir cuál de las dos superpotencias largaba el salivazo más lejos. Estallido en 1964 de la primera bomba atómica china. Intervención militar estadounidense en República Dominicana (1965). La primera publicación de Cien años de soledad, ocurre en el año en que estalla la guerra de los Seis Días. Ocupación rusa de Checoslovaquia (1968). Y el Mayo Francés. Y la Teología de la Liberación. Y la píldora anticonceptiva. Los asesinatos de personalidades como J. F. Kennedy, el “Che” Guevara y Martín Luther King en el 63, el 67 y el 68 respectivamente, estremecieron en su momento la opinión pública mundial. El tiempo del “boom” es el de la agudización y posterior finalización de uno de los conflictos bélicos más cruentos e inmorales de la historia: la Guerra de Vietnam. El año en que el Apolo XI desciende sobre ese “mundo alucinante” situado a unos 380.000 kilómetros de este nuestro alucinante mundo, Reinaldo Arenas develaba El mundo alucinante, escritura donde lo humano y lo maravilloso atropellan los sentidos. Lo que hoy se conoce como Internet era entonces un desconocido bebé que daba sus primeros pasos bajo el nombre de Arpanet. El mundo realmente alucinaba. Eran los tiempos del boom.

Imposible dejar a un lado, dentro del complejo mosaico contextual, el protagonismo de la música afrocaribeña. Hasta cierto punto, el boom fue al español escrito lo que la “salsa” a la lengua hablada, cantada, bailada (en tanto que fenómenos de expresión y difusión). El “boom” de la música afrocaribeña es la expresión espiritual y mágica de un macrocosmos en constante ebullición: el Caribe. Mundo mítico y mestizo signado por el ciclo milenario de los huracanes. No sería exagerado afirmar que sin la existencia de ese Caribe onírico, mágico, mítico y barroco hubiese sido imposible la gestación del realismo mágico. Al menos, con la fuerza con que irrumpió en aquellos años.

A mediados de la década del sesenta, cuando el boom daba sus primeros pasos, se fundaba en Nueva York el sello discográfico Fania Record. En el mencionado sello grabaron sus discos los principales intérpretes de la “remozada” música caribeña, que posteriormente se conocería con el nombre de “salsa”. Cuando Miguel Ángel Asturias recibía en Estocolmo el máximo galardón de las letras, al otro lado del Atlántico, en la Gran Manzana, un adolescente de 15 años comenzaba a abrirse paso dentro de la música afrocaribeña: era Willie Colón.

No debería causar extrañeza el hecho de que el boom literario y el boom de la “salsa” hayan nacido con pocos años de diferencia el uno del otro. No podía ser de otro modo, puesto que ambos fenómenos manejan en el fondo el mismo código lingüístico (el español) y la misma idiosincrasia (sobre todo en las regiones bañadas por el Caribe). La música afrocaribeña, incluyendo por supuesto el bolero, influyó en los escritores más jóvenes del boom, y aun con bastante fuerza en los del post boom. Pero el Caribe es mucho más que tambor y canto: es una idiosincrasia, una manera de sentir la vida, una voz. Alguien que lea a Gabriel García Márquez con el oído, no le costará demasiado trabajo adivinar que más allá de las palabras impresas hay una voz y un tono caribe, y escuchará seguramente el batir manso o furioso de la mar y del viento.

Algunas líneas más arriba decía que el Caribe es ese mundo mítico y mestizo signado por el ciclo de los huracanes; fenómeno climatológico que representa en esencia la implacable furia de un dios que despierta en una determinada época del año. Dios protagonista de una aventura, en el sentido de que describe un viaje épico. ¿Quién puede resistirse al impulso de fantasear con la idea de que la fuerza ciclónica que barre a Macondo de la faz de la Tierra no es sino reminiscencia arquetípica de ese dios Huracán que desde tiempos remotos desahoga su ira contra el mundo caribe? Nada más fatalista ni más caribe que el final de la famosa novela garciamarquiana.

Hasta ahora se ha tocado el tema del mestizaje desde la periferia. Ahondemos un poco. El término mismo de realismo-mágico es ya de por sí un híbrido: designa una cuestión “real” y “mágica” a la vez. Para continuar, se hace necesario retrotraernos a la semilla del tiempo. América no nació de parto natural. América es producto de una cesárea. O de varias cesáreas. El conquistador español, que se creía puro de raza, era en realidad hijo de un milenario proceso de mestizaje en el que se cruzaron iberos, celtas, latinos, cartagineses, griegos, gitanos, árabes, etc. Mestizaje que se enriqueció con la incorporación del elemento indígena: caribes, arawakos, aztecas, mayas, quechuas, aimaras, guaraníes, chibchas, taínos... Más tarde, la incorporación de diversas etnias de origen africano al complejo proceso de mestizaje termina por forjar los perfiles genotípicos y fenotípicos del “nuevo hombre”. El mestizaje no fue sólo de carácter sanguíneo, sino culinario (el caso de la hayaca), cultural, lingüístico, religioso. De allí la santería, el culto a María Lionza, por citar dos casos. Universo mítico, barroco, mágico, sobrenatural, místico. Universo que lleva en sus entrañas la nieve y el fuego de los volcanes; selvas y llanos; caudalosos ríos, lagos, mesetas, tepuyes; desiertos, valles, playas; el puma y el cóndor; oro, plata, petróleo... Alguna vez hemos oído decir a los hijos de esta tierra: “No creo en brujas, pero de que vuelan, vuelan”. Visión que resume una filosofía, una actitud ante lo real, ante lo sobrenatural: la idiosincrasia del (ser) indoafrolatinoamericano. Y es que sencillamente lo mágico-real siempre ha estado entre nosotros, en estado natural. Muchos de los escritores del boom, y otros como Úslar Pietri y Rulfo, tuvieron la gran virtud de poder procesar esta “materia prima”, y crear a partir de allí arte, literatura, vida.

Mucha agua ha corrido desde la desaparición del boom hasta el día de hoy. Aguas en las que hay que bañarse para pescar ideas. Por ejemplo: la muerte “física” del boom no significó de ningún modo la muerte súbita del realismo mágico. Esta corriente literaria sobrevivió al boom, pero poco a poco vino desgastándose en el tiempo, al punto que su huella es prácticamente irreconocible en las novísimas camadas de escritores. Esto desde luego no niega la notable influencia ejercida por los actores del boom en los nuevos escritores, específicamente en los del llamado post boom (sobre todo en cuanto al tratamiento del lenguaje). Incluso no sería exagerado afirmar que la influencia es más profunda en los europeos que en los propios latinoamericanos. En todo caso, el boom como fenómeno editorial quedó enterrado en la década del setenta. Y el realismo mágico es corriente superada. En la actualidad, diversas tempestades sacuden el territorio mágico de la novela. Universo de palabras que, al igual que la serpiente, cada cierto tiempo necesita cambiar de piel.

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