lunes, 14 de mayo de 2012
Los poemas se pierden
EL NACIONAL - Sábado 12 de Mayo de 2012 Papel Literario/3
Los poemas se pierden
Los poemas son como los sueños: los recuerdas vivamente al levantarte y cuando dices "te voy a contar un sueño" ya el cepo está cerrado, ya saltó la trampa del olvido
MIGUEL ÁNGEL DE LIMA
Los poemas se pierden por la falta de concentración del poeta. Llegan las imágenes, llega la música, llegan las ideas, pero duran un segundo en su visita. Sí, un segundo, no es una figura retórica. A veces duran más, pero a veces --ay, las más frecuentes-- mucho menos.
Son apenas una ráfaga, un celaje que se escapa inquieto, el chasquido de los dedos, el soplo de una vela. Sí, literalmente, porque junto con la imagen puede llegar el olvido que la apaga de inmediato.
Los poemas son como los sueños: los recuerdas vivamente al levantarte y cuando dices "te voy a contar un sueño" ya el cepo está cerrado, ya saltó la trampa del olvido y en vez del relato de tan luminosas imágenes, aparece tu rostro sorprendido en la perplejidad, aparece un profundo vacío en la memoria. Ya no hay nada que contar y llamas mentiroso a Quevedo en Roma, porque lo fugitivo ni permanece ni dura.
Los poemas van de casa en casa y sólo se quedan donde son queridos, donde se les cuida y se les mima. Los poemas se pierden por la falta de amor del poeta. Si un poeta no ama, no puede escribir, porque cuando quiere hacerlo, ya el poema se ha ido. Ya el poeta no tiene nada que decir y entonces todo es sequedad y silencio. Todo es discurso banal: de nuevo el artista en traje de funcionario, el sensible escritor como honrado contribuyente poniéndose al día con las cuentas del Estado, el cansado trámite en la transacción de lo cotidiano.
El desamor del poeta es el arma para cometer su suicidio.
Muere el poeta, pero no el poema, que sacude el polvo de sus sandalias y sigue su marcha hacia las manos de otros creadores más atentos. Por algo dijo De Mello: "el único santo es el hombre que se concentra". Habría que prestar mayor atención a esto de la atención en la literatura (¿Cómo lo decía? ¿Cómo escapaba del mal juego de palabras?). No a la consabida fama de los artistas como distraídos, que ha brindado entre nosotros tan gratas anécdotas: Gerbasi en Bogotá, esperando ser recibido en la Embajada de Venezuela, horas y horas de antesala y, ya al caer el día, el golpe de un pequeño plato con la cuenta, "Señor, estamos cerrando, ésta es su factura", y Gerbasi: ¿Y cuándo me va a recibir el Embajador? "La Embajada es al lado, señor, esto es un cafetín".
Y se oye la respuesta perfecta de Vicente: "¡Aah! Por lo menos ya me enteré de que es café lo que he bebido todo el día". O Sánchez Peláez en París: su grupo acostumbrado a escucharlo hablar sobre los trabajos poéticos que venía adelantando, hasta que un día, súbitamente, dejó de hacerlo, entregado al más perfecto silencio "¿Qué pasa, Juan, que no escribes?".
"No, ya no puedo escribir, hay un desperfecto en mi máquina". "Bien, vamos a tu casa a revisar qué ocurre". Fue entonces cuando se descubrió al culpable del bajón del creador: había un estante sobre el escritorio y desde allí habían caído los granos de arroz bloqueando varias de las teclas. ¡El maestro jamás lo hubiera detectado! Pero, decía, en el tema de "atención y creación" no nos es útil recordar estos divertidos episodios que han consagrado a los poetas y otros creadores como "distraídos". Por el contrario, muchas veces este despiste es apenas aparente y refleja la máxima concentración del creador en su obra. De allí lo endeble de sus vínculos con lo exterior. En ese momento el artista no está distraído, muy por el contrario, está extremadamente concentrado, se encuentra en una lucha feroz por no perder el hilo de Ariadna que lo llevará de vuelta después de su encuentro con el Minotauro. Sí, porque claro que es un laberinto el lenguaje, claro que la creación poética se asemeja a la muerte del "monstruo" de la trivialidad, al fin de la degeneración de la palabra como trámite, como simple código de un manual de instrucciones. Y para lograr un acto de tal envergadura el poeta necesita de toda su energía en un solo objetivo, todos sus pasos dirigidos a un solo norte. Por eso con frecuencia debe apostar por la soledad --en soledad se oyen voces que se empiezan a apagar con el ruido de las otras--, no tanto para encontrar como para no perder lo ya encontrado. El poeta debe saltar sobre la imagen como un felino sobre su presa y no la debe soltar hasta agotar de ella la última de sus posibilidades. Es generosa la imagen cuando siente la fuerza de quien la domina.
Como la amada entregada a la pasión de su amante comparte con él sus más preciados tesoros, así el poema se rinde ante el poeta cuando siente su convicción creadora, cuando se ve envuelto en su inspiración, no importa que esta palabra sea mal vista en tiempos de cálculo y de pragmatismo.
El poema se pierde como se perdería un niño en las afueras de la gran ciudad. Es justa la descripción de su pérdida en un contexto de espacio-tiempo.
No se sabe dónde está, se desconoce su paradero. Sólo se sabe que estuvo ahí. O incluso, que está ahí, pero no se sabe exactamente dónde. Se pueden recabar muchos indicios.
Se pueden anotar muchas evidencias. Pero aquí no hay excepción que confirme la regla: no hay delito sin cuerpo y no hay poesía sin poema. Quizás sea esta la diferencia entre el creador de la palabra y quien la usa para otras cosas: el poeta es un sabueso que ubica al poema donde quiera que éste se oculte. Incluso, donde quiera que otro lo oculte. Sí, otro dentro de ti, ese otro no literario que secuestra la imagen, que se hace del poema y lo pulveriza. Lo aniquila para enterrarlo, en el mejor de los casos, o para esparcir sus cenizas en el desierto ¿Y cómo? No hay cenizas de lo que no pudo ser. Así, el creador no "crea", sino que "ubica". Ya lo dijo Picasso: "Yo no busco, encuentro". Y, haciendo caso omiso de Mallarmé, una búsqueda azarosa, un ton ni son literario, pocas veces ofrece buenos resultados. El poeta encuentra a la manera de los grandes investigadores policiales, sin pedir ni dar cuartel, sin descanso en su afán por el ansiado hallazgo.
El poeta no dice con Dantón en thermidor: "audacia, audacia y más audacia". No. Humildemente dice, tiene que decir: "atención, atención y más atención".
El único santo y el único poeta es el hombre que sabe y puede concentrarse
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