jueves, 16 de septiembre de 2010

El aullido


por Oscar Perdomo

(Pesadilla y realidad. No pretendo encantar todos los oídos)

Sentí que se acercaba. Yo trataba de esconderme, huir lejos y donde quiera que iba percibía la presencia de algo que todavía no puedo definir. ¿Eran pasos? ¿ Una respiración jadeante? Lo ignoro. Quizá se trataba del particular sonido del terror, eso que solo uno lo escucha. Mi ritmo cardiaco era un caos y aún desconozco si era yo mismo quien provocaba todo aquello, creo a veces que se trataba de pánico y lo representaba como un sádico sin forma que se había apoderado de mí. De aquello hace diez años y a veces me parece que ocurrió ayer o que está sucediendo, cuando cierro los ojos y experimento el grito prolongado e interminable de lo que pudiera ser la soledad interior.

Convivo en relación con mucha gente, pero dentro de mí hay un enorme vacío y cuando la puerta de la casa que tengo adentro se abre, penetran por ella los ruidos más detestables del universo, las angustias existenciales que me acosan y me las imagino formando una gruesa soga invisible enroscándose alrededor de mi cuello; entonces pienso en esos pobres diablos condenados a la horca en Inglaterra y me puedo imaginar el detestable rostro de Enrique VIII gozoso cuando mandaba a liquidar a alguna de sus infelices esposas. Esa señora princesa de Aragón, quizá por ser española, fue la más desgraciada. A lo mejor escuchaba el azadón de la muerte que se le acercaba cuando se esforzaba sin lograrlo en darle un heredero aquel sicópata coronado. La pobre no fue al cadalso del Rey, pero su vida fue un suplicio.

El sufrimiento nos une a todos, por eso cuando pienso en lo que me ocurrió es como si acudieran a mí los horrores soportados por toda la gente del mundo. Cuando niño me hablaron de un tal doctor Mengele que experimentaba en vivo y sin anestesia con sus forzados pacientes judíos, confinados en los campos de concentración del nuevo orden nazi ¡Pobres conejillos de indias! Creo que pude haber sentido, mejor dicho, percibido el taladro del sádico médico alemán dando vueltas, acercándoseme inexorable para despedazarme lentamente. Confieso que amo al pueblo judío y le tengo un gran respeto que se fortalece cuando he visto filmes como “El violinista sobre el tejado”; a Chaplin, a Woody Allen, enterneciéndome la vida o a ese magnífico Roman Polansky con “El Pianista” que refuerza la solidaridad con el gran pueblo hebreo.

Cuando hoy recuerdo aquel miedo inmenso que me persigue como mi propia sombra, estoy pensando también en los niños destrozados a machetazos por los guerrilleros de la UNITA en Angola ¡Nunca vi tantos pequeños mutilados sobrevivientes de ojos tristes que no encuentran respuesta a sus eternos porqués! Los estoy viendo ahora en un gran patio, todos con prótesis de tecnología avanzada, supliendo grotescamente piernas y brazos, moviéndose, inexpresivos los rostros, con epiléptico frenesí, casi sin control, como muñequitos de cuerda. Estaban allí en exhibición para el reportero extranjero de televisión o el corresponsal de agencias noticiosas; yo los vi, era uno de esos reporteros acreditados en Luanda, invitados al espectáculo. Los niños destrozados estaban allí vivos, gracias a la caridad de instituciones internacionales, de esas que obtienen ayuda humanitaria de países ricos cuyos traficantes engordan con la venta de armas a la violencia. Siento, cuando pienso en aquella noche del 22 de diciembre de 1993, que este mundo es una tremenda torta de hipocresía y hay que ser bien pendejo o insensible para no darse cuenta de que todos somos manipulados.

Nos repiten tantas veces que alguien es malo y terminamos gritando: “¡Mátenlo!” Me imagino, que a las turbas de Jerusalén las manipularon para que ciegas e histéricas gritaran al ver al hijo de José y María: “¡Crucificadle!” Fue tanto el odio y el fanatismo ciego que un funcionario de Roma se lavó las manos y legionarios extranjeros clavaron al inocente en la cruz. Aquello fue tan grotesco como lo es hoy que algunos culpen al pueblo hebreo del asesinato del mártir del Gólgota o negar el holocausto de veinte millones de judíos, rusos, polacos, armenios y gitanos. Yo también siento el terror de decenas de miles de iraquíes y kurdos torturados y asesinados y enterrados en fosas comunes por los esbirros de Saddan y el horror de la rabia cuando la televisión me mostró al sátrapa caer como mansita paloma escondido en un hueco y pidiendo negociar. A veces pienso que el hombre debió suicidarse como lo hizo Hitler. No quiero imaginarme al guiñapo Adolfo sometido a tribunales internacionales. Todo eso me da terror, intensifica mis miedos existenciales; esas imágenes y mensajes que alimentan mis largas pesadillas nocturnas.

A pesar de que todo se mezcla dentro de mí, tengo algunas cosas claras cuando llego a la terrorífica conclusión de que el fariseísmo es la carta negociadora de los poderosos, sea una potencia o un predicador de la moral. Recuerdo a un diplomático árabe que daba recepciones con jugos, frutas y mazapanes ¡Jamás con licor! Porque la religión de Mahoma se lo prohibía, pero cuando terminaba su fiesta pública, empezaba una muy particular con abundante Whisky quizá para celebrar que era un fiel cumplidor de los preceptos del Corán. La manipulación es un negocio perverso y Dios no se mete en los negocios, aunque estos chorreen sangre.

He visto a algunos pillos, dándose golpes de pecho en la misa de los domingos. Van a la Iglesia a botar las culpas por sus fechorías y me imagino que se sienten aliviados con el cuarto interior vacío para llenarlo de nuevas tropelías la semana siguiente. Eso me da miedo y también los perros de la guerra, los mercenarios y hasta algunos guarda espaldas adiestrados para matar. Siento verdadero escalofrío al pensar que la muerte, el oficio de matar es la moneda más sobrevaluada del mundo, acecha en todas partes. Con tantos factores generadores de pánico ¿Dónde me meto? Por allí creo explicarme lo que viví aquella noche, hace exactamente hoy una década. ¡Qué espanto pensar en un gran mercader de la guerra! lo puedo llamar gobierno, país, Peter, Rudolf “Grupo N.” Para simplificar, digamos Martínez, por aquello de lo común del apellido y Adán para recordar al padre bíblico de la criatura humana. Adán Martínez dice:

“Yo te vendo juguetes de guerra, sustancias químicas para matar, te doy a buen precio NAPALM y fósforo vivo y además te entreno, pero te reprimo y hasta puedo exterminarte si usas todo eso sin mi consentimiento” o lo otro: “Tengo 17, 20, 25 millones de consumidores confesos de droga. Te vendo químicos prohibidos, todos los que quieras; sirven para elaborar cocaína, ácido lisérgico, el alucinógeno que se te ocurra, pero si los produces y te descubren no tendré piedad contigo. Si la mercancía entra por los caminos verdes, me haré de la vista gorda; aquí tenemos muy buenos ciudadanos solventes que pagan sus impuestos y no prejuzgo de dónde sacan tanto dinero”

No sé, pero me imagino que aquella noche experimenté todo el horror que causa la droga. Allí tiene su criadero maravilloso la explosión criminal, que sobre todo sacude al mundo de países pobres. El terror que siento tiene que ver con todo eso, con este mundo en el que me toca sobrevivir y si, hay una relación entre ese horror y lo que me ocurrió aquella noche de luna llena cuando a través de la ventana veía la silueta de un perro, arañando los cristales, emitiendo alaridos desesperados. Tuve la intención de hacer entrar a la habitación a aquel pobre animal, tan indefenso como yo. Pero en el lecho, ella, mi compañera estaba dormida profundamente y sé que nunca le gustaron los perros ni los gatos; ningún animal que hediera, soltara pelos, ladrara o maullara y llenara por añadidura la casa y el jardín de porquería.

Daba lástima aquel perro –entonces yo no entendí el mensaje, pero a lo mejor el animal era una proyección de mí mismo, de todas las cosas que me hacen temblar de miedo- Sentí que debía hacer entrar al animal en la casa. Ese algo que me atemorizaba lo tenía hecho un guiñapo aterrorizado y me lo trasmitía, sentía todo el pánico que experimentaba el perro y en ese sentido, éramos como hermanos acosados por la misma presencia misteriosa, sórdida, espeluznante que me torturaba aquella noche.

Luché denodadamente entre hacerlo pasar a la habitación o dejarlo afuera y no sé si yo quería escaparme y que fuéramos dos dando alaridos de horror al otro lado de la ventana. Lo cierto es que el can no entró y tampoco yo pude hacer nada para que entrara. Había salido varias veces de la habitación para explorar la casa, pero todo estaba herméticamente cerrado. No existía escapatoria ni para el perro del otro lado ni para mí de este.

De repente reinaba un silencio eterno, pesado. El perro aparecía arañando los cristales y desaparecía. Por instantes tenía la sensación de escuchar campanas lejanas. Oía pasos acercarse y alejarse, martillazos, chirridos metálicos, quejidos, risas grotescas, respiraciones agitadas, gemidos. Sentía que me estaba deshidratando por que sudaba copiosamente y ahora que recuerdo, tomé un pañuelo para limpiar un pedazo de vidrio de la ventana y ver con más nitidez que acontecía del otro lado; que curioso, dentro de la arboleda emergía un hombre melenudo, trajeado de negro con rostro sin ojos ni boca, simplemente blanco como de yeso, cerré los ojos, volví a abrirlos y ya no estaba. Cuando desperté recordé exactamente por asociación, la imagen de Julio Iglesias dando saltitos en el escenario con su traje impecable, su corbata infaltable, su figura algo desfasada que un poco se parece a la de Luis Miguel. Eso todavía no lo puedo dilucidar, debe ser porque a un cantante terroríficamente nos lo venden en la publicidad como el refresco de moda.

“Desapareció el hombrecillo”, me dije con cierto alivio en medio de aquella pesadilla, fui al lavabo y escuché el sonido interminable de chirridos metálicos. De la tubería cuando abrí la llave porque necesitaba refrescar mi rostro salió ondulante una serpiente y se multiplico llenando toda la sala de baño. La visión fue rápida, lo único constante era el aullido del pobre perro. En cierto momento la desesperación por salir creció con fuerza y me sentí estrujado, alargado, entrando por la tubería del lavabo y saliendo por el ducto del aire acondicionado de la habitación que compartía con mi mujer. Era el regreso al cuarto donde empezó todo, algo que podía decirme: “no puedes moverte de aquí, paga tus culpas entre estas paredes”¿Pero qué culpas?

Creo que no le debo a nadie, que estoy solvente con la vida, salvo todos los horrores del mundo que parecen somatizar en mis angustias, los que represento a veces como una inyectadora gigante, el taladro de un dentista, la máquina destripadora de papel para eliminar secretos, todo lo que succiona y horada, aquello que duele y causa dolor; el ruido de las llaves del carcelero cuando viene a buscar al preso a la hora de la tortura; la búsqueda permanente de algo y no encontrar lo buscado; la muerte en el campo minado, la anemia endémica de Biafra, los esqueletos forrados de Treblinca cuando terminó la guerra en el 45, mirando con ojos inexpresivos como esos que nos dicen, tienen los marcianos; el azul siniestro proyectado por la luna en las oscuridades de la habitación; las descargas de relámpagos, las luces cortantes, ese sentir que un cuchillo te va alcanzar el cuello en una función de circo como espectáculo para alimentar el morbo de la gente ¿Qué diferencia hay entre esa excitación ante el show que puede ser muerte o no, pero la anuncia y le llaga cerca y el placer del César, su corte y la plebe romana, viendo despedazarse a los gladiadores en el circo o los cristianos servidos como bocados a los leones en el Coliseo? ¿Qué es eso sino horror? El mismo miedo de Hiroshima y Nagasaki, la bomba atómica matando doscientos mil, trescientos mil de una sola vez ¡Qué terror me causa el alto clero español completo rodeando a Franco cuando juramentada a sus fieles de la falange! Eso lo vi en imagen de archivo, en el largo metraje Soldado de Salamina.

Que de miedos tengo con el hambre que mata cien mil, 200 mil niños cada día, con las parturientas que no debieron nacer, con los traficantes y fabricantes de veneno y balas en vez de alimentos, con el barco botando en alta mar la compota y el arroz para que no bajen de precio, con los 50 mil y más víctimas fatales del terror en las torres gemelas de Nueva York, con los budas gigantes destruidos en Afganistán. Tengo el terror de la masacre de Ruanda y el millón de asesinados por orden de Polt Pot, tengo miedo del futuro y de la condición humana sublime y esplendorosa como el sol que acaricia las colinas en el polo norte, tras una larga noche de seis meses u oscura como la hoguera de la Santa Inquisición. Tengo el terror de que algún día pueda acabarse la última gota de agua de la tierra. Eso lo sentía concentrado dentro de mí aquella noche tan larga como el aire que se me agotaba en los pulmones. Cuando por fin logré abrir la puerta del cuarto y con el poco aliento que quedaba en mí, tomar a mi mujer por la cintura y salir, dejando atrás la oscuridad y el miedo para enfrentarnos con el alba, sentí que emprendía el regreso y fue así.

Desperté muy cansado. Yo creo que hay una habitación sombría dentro de nosotros cargada de duendes. Ellos requieren el alimento del terror para que yo pueda contar lo que paso la noche del 22 de diciembre de 1993. Todo fue muy real, pero ¿acaso lo soñé? Hay algo a lo que todavía no encuentro explicación: cuando salí, del otro lado de la puerta del cuarto había un perro muerto que me miraba con sus grandes ojos desmesuradamente abiertos.

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