martes, 1 de octubre de 2019

El teatro para niños y niñas y la escritura dramática.


Por Itziar Pascual

Soy autora teatral. Lo que me distingue de escritores de otros géneros literarios es que soy, como todos los autores teatrales, una trabajadora del cambio. Los dramaturgos somos trabajadores del cambio. Trabajo con el principio teórico y práctico, visible y simbólico, de la transformación. Trabajo con la modificación de la situación dada, del status quo. Propongo, en el plano real y en el orden simbólico, un principio modificador y alterador de la “realidad”. O de eso que comúnmente aceptamos como realidad.  No importa el estilo, el género dramático, el tema de la obra o la estrategia dramatúrgica. Siempre que escribo teatro presento mundos en variación.

Esta condición da a mi trabajo una función política manifiesta y genera consecuencias políticas muy significativas. Trabajo – trabajamos- con la materia de la metamorfosis en el seno de sociedades temerosas al cambio. Porque cada uno de nosotros pone resistencias a la mera conjetura de cambiar. El cambio como estrategia modal, legitimadora del consumo, es aceptable en nuestras sociedades. El cambio, como agente activo de conciencia individual, es turbador y muy peligroso.

Previsión, control o seguridad son palabras muy poderosas en nuestras sociedades. Porque allí donde se da rienda suelta al control se acaba imponiendo la conformidad.

Nosotros, las gentes del teatro, tenemos la tarea poética y política de depositar sobre el espacio la hipótesis y la praxis de otras experiencias posibles, de otros conocimientos posibles, de otras vidas y otros mundos posibles. Y por cada persona que se conforma nosotros, las gentes del teatro, necesitamos a otra que se rebele.

Una sociedad conforme legitima un teatro conformista; un teatro de las buenas costumbres. José Monleón llama a ese teatro “el teatro de los sabido”; Juan Mayorga lo nombra con la expresión “Ustedes son formidables”. Del abanico de mundos posibles, ese teatro viene a legitimar éste mundo y no otros, ésta vida y no otras, estas conductas y costumbres, y no otras. Es decir, este orden.

Tengo razones políticas, emocionales y sociales para no conformarme con este mundo. No quiero ni creo en el teatro como instrumento de legitimación del presente; prefiero escribir para intervenir en el derecho a dudar, para agujerear el horizonte de lo sabido.

Trabajar con el proyecto de cambiar me conduce a preguntas teatrales fundamentales: ¿Quién mueve la acción? ¿Quién tensiona el presente? ¿Quién transforma la situación dada? ¿Quién está en desacuerdo con el mundo? ¿En qué dirección? ¿Con qué propósito? Concebir un buen personaje protagonista es un gran trabajo político.

Con frecuencia las resistencias al cambio se filtran en los textos. Transferimos la acción a otros personajes, de modo que al supuesto protagonista le “ocurren” muchas cosas, pero no interviene en la acción. Transferimos las acciones, las responsabilidades y las consecuencias de las acciones a terceros – el orden, el destino, la sociedad, los dioses, el dinero-.  El debilitamiento de los protagonistas – porque sus acciones han sido transferidas a otros – los convierte apenas en meros depositarios de un punto de vista, apenas en receptores de una posible adhesión ideológica, y deposita en los textos el riesgo del dogmatismo y el adoctrinamiento. Como protagonistas, nuestra acción – poética y política – es responsable. Si no asumimos el poderoso desafío de generar acciones en el mundo, y de asumir nuestras acciones, se desmonta el principio activo y dinámico del cambio mismo. Entonamos el canto del inmovilismo.  

Esta dinámica – la transferencia de la acción a terceros – también tiene lugar en nuestra condición de artistas. Como nuestros protagonistas, somos responsables de nuestras acciones artísticas. Y en la acción dramática es importante la diferencia entre responsabilidad y culpa.

Requerimos de protagonistas que asuman el desafío de la acción, que estén dispuestos a poner en juego lo que más importa - ¿Qué es lo más decisivo? ¿Qué está en peligro? ¿Por qué luchar, trabajar, sostener el cambio? – y que no se rindan en la primera peripecia. Su tenacidad es decisiva.

Como nuestros protagonistas, necesitamos artistas con coraje, que desafíen el sistema teatral. Eso es ser contemporáneos: poner problemas al oficio. Crear allí donde la técnica, la historia del teatro como rico y complejo depósito cultural y del oficio no sirven para despejar los enigmas del arte. Necesitamos artistas responsables de sus acciones y tenaces en sus empeños. 

Por eso, en ese compromiso, para realizar una acción creativa responsable en una literatura dramática para niñas y niños,  he intentado concretar una declaración de propósitos, para definir mi compromiso con el espectador.

Mi declaración incluye siete propósitos fundamentales:

1)     No engañar, no mentir, no adoctrinar, no herir. No herir gratuitamente.
No engañar significa asumir que el conocimiento es y puede ser doloroso. Pero que la ignorancia lo es aún más. Toda la tragedia griega está asentada en esta convicción.
2)     No enjuiciar – ni prejuiciar- al otro. Sería bonito preguntarse cuándo dejaremos de evaluar al otro. No presuponer nada. Nada. Simplemente, proponer.
3)     Aprender a no decir. Aprender a callar. Aprender a escuchar. Aprender a dudar de lo que se sabe.
Escuchar. Dedicar nuestra atención, nuestro cuerpo, a la tarea sagrada de escuchar. Se es dramaturgo no sólo por lo que se dice cuanto – y especialmente – por lo que se calla. Hablar sólo cuando queda algo que decir.
4)     No engañar (me). No auto convencer (me). No usar el nombre de la profesionalidad en vano. Si profesional significa comer de lo que haces y no arrepentirte de lo que haces, ¿Cuántas personas se sienten profesionales? ¿Soy profesional?
5)     No banalizar. No ofrecer soluciones inmediatas a tensiones complejas. Reconocer la incapacidad y la impotencia como materiales constitutivos de la experiencia del mundo. Chejov nos enseña mucho al respecto. No frivolizar.
6)     No aburrir. No convertir el lenguaje en mero depositario de ideas. El lenguaje que apenas es depositario de ideas, sostiene Azama, en teatro está muerto. Lo aburrido no es intelectual. Es simplemente aburrido.
7)     (La última palabra siempre es la más difícil). Emocionar. No ofrecer algo que no me perturba, que no me inquieta, que no me importa emotivamente. No conformarme con lo interesante y con lo bien hecho. (Aun cuando a veces, lo interesante y lo bien hecho sea mucho).

Llegados a este punto, me importa citar las reflexiones de una mujer luminosa, la teatróloga rumana Florica Ichim: “Si no sabes nada sobre el sufrimiento humano no puedes escribir  personajes, escribirás tipos. Esa es la diferencia entre Beckett y Ionesco”.

En lo que Marina Osácar Gallego define, en un artículo publicado en la revista Las puertas del drama, “la ética de la responsabilidad creadora”, la edad biológica del espectador no es relevante.

Importa, en palabras de Irma Correa, alumna del cuarto curso de Dramaturgia de la RESAD, la “deseografía”. El mapa del propio deseo, las razones interiores del viaje. Esto significa que el otro, el espectador, se perderá si nosotros nos perdemos, si no confiamos en el viaje, si la velocidad es más importante que el viaje mismo. Ya lo avisa José Antonio Marina: la velocidad es la primera forma de violencia.

Por todo esto mi compromiso con el teatro de niños y niñas es mi compromiso ético con el teatro.




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