De Miguel Otero
Silva.
1945
Voy
a hablar sinceramente de lo que sufro cada vez que me monto en un bicho de
esos, así se trate del más poderoso pentamotor del mundo y así vaya al volante
el coronel Charles Lindbergh, que es bastante fascista pero ostenta laureles de
gran aviador.
Mis
tribulaciones se inician al llegar al aeródromo, cuando me pesan y gritan
delante de todo el mundo, como si yo fuera un boxeador:
-¡Ochenta y cinco kilos!
-Caramba, qué gordo estoy- me disculpo avergonzado- ¿Y para qué quería ustedes saber mi peso?
El
empleado, muy amable, me explica:
-Porque si le metemos peso excesivo al avión,
se cae.
Y
dice “se cae” deportivamente, como si
se tratara de una piñata.
Después
le pesan a uno el equipaje y le cobran diez dólares de exceso. Por lo menos a
mí siempre me han cobrado exactamente diez dólares, nunca nueve setenta y cinco,
así lleve una maletica, un baúl, una máquina de escribir o un escaparate. Estoy
tan acostumbrado que los llevo preparados, en moneda americana.
Luego
viene el turno de las despedidas. La gente que se despide de los que van a
volar en avión acostumbra a poner una cara expectante y agorera. No es igual
cuando la partida se efectúa en barco o en ferrocarril. En estos casos los
familiares se quedan en el muelle o en el andén aleteando pañuelos, empuñando
ramos de flores, deshojando sonrisas, contando cuentos. “Feliz viaje”. “Que te
diviertas mucho”. “No dejes de escribirnos” la gente que se queda en los
aeropuertos, en cambio, adopta una actitud más reservada. No dicen nada,
prudentemente. Pero observe con detenimiento a una novia de aeropuerto y
adivinará sus pensamientos: “Ay, Virgen
de Coromoto que no se haga tortilla el futuro padre de mis hijos” Pero ya
está uno cómodamente sentado, herméticamente cautivo, sonriendo a los stewardess, azafata o aeromoza que se
acerca con un chiclet en una bandejita. Nunca he llegado a comprender la
finalidad de ese chiclet en ayunas, ni me he explicado tamaño despilfarro en
esta época de escasez de cauchos. Al principio supuse que nos los daban para
propiciar un juego infantil que nos distrajera durante la travesía: pegarle el
correoso residuo de goma en el cabello
al ocupante del asiento delantero. Pero deseché en seguida la tentación al
comprobar que mi vecino de adelante pesaba diez kilos más que yo y era un
pitcher negro importado por el “Magallanes”.
Preferí tragarme el chiclet.
-¿Por qué motivo debo abrocharme
el cinturón?
Ella
esgrime la más dulce de sus miradas:
-Para que no se rompa la cabeza contra el
techo, si nos caemos.
-Y si nos caemos en el mar, ¿cómo hago para
desabrocharme el cinturón?
Esta
vez ella se encoge de hombros, fatalista, como si dijera: “Si nos caemos en el mar, morituri
te salutant”. Y se consagra a explicarnos práctica y minuciosamente los
movimientos que debemos hacer para ponernos el salvavidas, en el caso de un
accidente: “Meta la cabeza por entre
estas dos cintas, así: sople este tubito, así, procure que este cojincito le
quede justamente sobre el tercer espacio intercostal izquierdo, así; coloque
los brazos en posición yoga, así; haga un lazo con el remate de estas trenzas,
así”. Mucho más complicado que ponerse el frac y las condecoraciones.
¿Quién se va a acordar de tantos detalles en el segundo del estrellamiento?
Prefiero la visión del paisaje. Las colinas son granos de arroz verde; los ríos
son tallarines de plata; debemos estar a diez mil pies. Me asaltan siniestras
reminiscencias de mis estudios de Física. La ley de gravedad dice que los
cuerpos sólidos, abandonados en el aire a su propio peso, se vienen para abajo
como si los halara una cabuyita, y mientras más pesado sea y más lejos se
encuentre el armatoste tan obeso, Newton y su manzana me asedian como
fantasmas. Abrigo la esperanza de que existan otras leyes no menos físicas que
obstaculicen el derrumbamiento del perol. Pero las desconozco porque mis
estudios académicos concluyeron en el tercer año de bachillerato.
Invento antídotos contra el pánico.
El primero es la humillación de parangonearme con la viejita que viaja en un
sillón cercano, hojeando una revista. Contemplo su pasmosa tranquilidad, su
indiferencia de gaviota, su confianza en nuestro feliz aterrizaje. ¿Cómo es
posible que esa anciana sea más valiente que tú, más hombre que tú, un paisano
de Tigre Encaramado y de Eulalia Buroz? ¿No te da vergüenza? La verdad es que
no me da.
Busco un segundo antídoto, más
científico. Basado en la teoría de las probabilidades, nada menos. Saco las
cuentas en un papelito. En el mundo se levantan cerca de dos millones de aviones diarios. No se cae
sino una cada quince días, aproximadamente. Luego, para que se caiga éste en
que voy volando, existe una posibilidad contra treinta millones a mi favor.
Pero-discute mi yo pesimista- ¿quién
me garantiza a mí que éste no va a ser el uno que se cae sino uno de los
treinta millones que no se caen? Vamos- insiste
mi yo optimista-, muchísimo más fácil sería sacarse el primer premio de la
lotería para una persona que jugara un solo sorteo en su vida, y tú llevas
veinticinco años jugándola y no has visto el primer premio ni por el forro. (Su
lógica matemática es contundente). Para corroborarla interrumpo a la viejita
que lee:
-Señora, ¿usted se ha sacado alguna vez el
primer premio de la lotería? ¿Verdad que no?
-Pues se equivoca, caballero. Me
lo ha ganado tres veces: dos con centenas y otra con un once mil. No es tan
difícil, no lo crea.
Sonrío
defraudado y nervioso. Y luego debo
enfrentarme a lo más espantoso: los
baches o vacíos. Son saltos de caballo que protagoniza el avión en la vía
láctea. El estómago se nos arrima al maxilar inferior, el corazón desciende
hasta el astrágalo, una nube color desgracia nos tapa el cielo, “abróchese el cinturón”, “no fumes”, “rece un padrenuestro”, sospecho que la ley de gravedad vuelve por
sus fueros. Con rostro cadavérico le pregunto al piloto-el piloto pasa rumbo al
baño, ha dejado sola la cabina, ¿quién estará manejando este sarcófago volante,
Dios mío?-, le pregunto al piloto:
-¿Qué sucede? ¿Nos caemos?
-No se preocupe. Son bolsas de aire-responde
despectivo.
-¡Mentira! Aquí no hay más bolsa
de aire que yo-confieso.
En
efecto, ¿Quién me mandó a montarme en esta cripta de aluminio? Y dígame si, por
una maldita casualidad, se sale con la suya Monseñor Pellín y resulta que las
cosas no son como yo las pienso sino como las piensa él, y después que nos
estrellemos resulta que hay otra vida más allá de la muerte, y me recibe un
diablo peludo y hediondo a azufre, con un tenedor en la mano, haciéndome el
inventario: tantos pecados de ira, tantos de gula, tantos de pereza, y en
cuanto a codiciar la mujer de tu prójimo, ni hablar. No me salva ni Cristo.
Los
oídos me atormentan como si me hurgaran con un tirabuzón; debe ser el chiclet que
me desarticuló los maseteros; no los mascaba desde el colegio. Menos mal que
estamos aterrizando. “Abróchese el cinturón”,
otra vez. La aeromoza se pinta los labios, los pasajeros se peinan, la viejita
impertérrita sigue hojeando su revista. ¡Hemos llegado! Yo desciendo la
escalera en cuatro saltos para besar la tierra y gritar:
-¡Viva la serpiente! ¡Abajo el águila!
No
obstante, a los cuatro días vuelvo a tomar un avión. ¿Qué querían ustedes que
hiciera? No podía regresar a pie desde la Gran Sabana.
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