sábado, 21 de junio de 2014
¿Qué es la dramaturgia del actor?
Por Enrique Buenaventura
El Teatro no es un género literario. Esta afirmación, que hace algunos años resultó -en un seminario, en Caracas- polémica y hasta escandalosa, es hoy un punto de partida en los estudios de semiótica teatral.1. Dentro de este orden de cosas se dice que el teatro no es ni más ni menos que el momento efímero en el cual se produce una relación entre actores y espectadores.2
En otros términos, el teatro es el espectáculo que organiza diferentes lenguajes sonoros y visuales, uno de los cuales es el lenguaje verbal. Todo el mundo sabe que ese momento es irrepetible, que no hay dos funciones iguales, en la medida en que el público influye decisivamente en cada ocasión, aunque la estructura básica del espectáculo de la impresión de permanecer intacta.
Lo que solemos llamar una obra o una pieza teatral hace, naturalmente, parte de la literatura y hasta podemos hablar de un género dramático, dialogado, o como se lo quiera llamar, siempre y cuando no lo confundamos con el espectáculo.
Ya el famoso comediante italiano Angelo Beolco, llamado Ruzzante (siglo XVI) estableció esta diferencia con entusiasmo: “Os juro por Hércules y Apolo que mis comedias fueron dichas de manera muy distinta a como aparecen ahora impresas, por la sencilla razón de que muchas cosas se ven bien en el papel se ven mal en escena”. Según Gaspar de Porres, editor, “Lope (de Vega) nunca las hizo (las comedias) para imprimirlas” y el mismo Lope advierte que las compuso para habladas en escena y no para leídas en los aposentos.
El “genotexto”:
La inventora del término es Julia Kristeva, la conocida semióloga francesa. Por tal término ella entiende la matriz, configurada por una gran variedad de textos, literarios o no, donde se gesta un texto literario. Pues bien, el genotexto de un texto escrito para el teatro, como muy bien anota Anne Ubersfeld,3 es la práctica teatral. “En cierto sentido, la ‘representación’, en la más amplia acepción del término, es anterior al texto. El escritor de teatro, cuando no está metido en la producción teatral, no escribe, en todo caso, sin la perspectiva inmediata del objeto-teatro: la forma de la escena, el estilo de los actores, su dicción, el tipo de vestuario, el tipo de historia que cuenta, el teatro que él conoce”. Una revisión contemporánea de las traducciones de Shakespeare en francés, hizo notar a los estudiosos que las versiones conocidas pasan por encima de ciertas connotaciones impuestas a esos textos por el espacio concreto del teatro isabelino. El escritor de teatro parte de la práctica teatral para desarrollarla o para transformarla como Valle Inclán o Brecht, para citar dos casos modernos. En resumen, la práctica teatral engendra textos que a su vez desarrollan y transforman esa práctica.
Interpretación e improvisación:
“La idea que ha prevalecido en el teatro occidental es aquella -extrañísima si la miramos bien- según la cual el espectáculo es la puesta en escena de un texto. Como se vé, es una idea que parece derivar no de la concreta vida teatral sino de la ideología jurídica o religiosa, que concibe el ‘texto’ como algo inamovible en su forma, en la ‘letra’, e intrepretable en la sustancia, en su espíritu”.4
Es posible que tal ideología jurídica o religiosa tenga que ver con el origen de esa “extrañísima” idea. Parece, sin embargo, que la división del trabajo que precede y sigue a la revolución industrial, aquella que ordena las relaciones de producción como relaciones entre los que “conciben” y los que “ejecutan”, ejerció una decisiva influencia. De todos modos, como anota Ferdinando Taviani en el artículo citado, las razones para la implantación de la dichosa “idea” constituyen “una historia confusa e incluso ignorada” pero la idea misma “no puede ser considerada como un dogma teatral” y el uso que de ella se hace “no es el único posible ni el más justo”.5
Contra esta “idea” de que el montaje es una “traducción” o una “interpretación” del “texto”, se pronuncia, con gran claridad, Anne Ubersfeld,6: “Vemos cómo, desde un simple punto de vista teórico, el enunciado, en un texto de teatro, si bien tiene significación, no tiene todavía sentido. Adquiere sentido en cuanto deviene discurso, cuando vemos cómo se produce, por quién y para qué es producido, en qué lugar y en qué circunstancias. Vemos cómo, para pasar del texto de teatro (diálogo) al texto representado, no se puede hablar de traducción ni de interpretación, sino de producción de sentido”.
Ahora bien, si el texto escrito no es ni más ni menos que uno de los lenguajes del texto del espectáculo (el cual establece una organicidad discursiva con los otros textos o lenguajes no verbales), el concepto de dramaturgia no debe reducirse a los textos escritos para el teatro.
La dramaturgia de los actores:
La “creación colectiva” no es un invento moderno ni, mucho menos, como quieren algunos, una moda pasajera del teatro colombiano y latinoamericano. Con metodologías diferentes ha existido desde que hay teatro. Uno de los movimientos teatrales en los cuales la creación colectiva logró un verdadero apogeo fue el de la Commedia dell’Arte (siglos XVI y XVII) llamada, también, “teatro all’improvviso”. La Commedia fue una verdadera revolución teatral y se constituyó en el geno-texto de los grandes textos del barroco en España, del teatro isabelino y, especialmente, del teatro de Molière. Fue, por excelencia, un teatro de actores y estableció una nueva relación con un nuevo público,7.
Partiendo de los tipos (Arlequín, El Capitán, Pantalón, etc.), los actores escogían un argumento (los argumentos de la narrativa de aquella época, en Italia, abundaban en truculentas intrigas amorosas) y a partir del argumento elaboraban un “canovaccio”, algo como lo que hoy, en lenguaje cinematográfico, conocemos como “guión”. Este guión no era la simple organización en acciones de las intrigas del cuento. Por el contrario, el guión era la conversación de la materia significante narrativa en materia significante teatral y, aunque no se lo plantearan en estos términos, los cómicos italianos eran bien concientes de la diferencia existente entre las dos materias o sustancias,8. El guión se valía del argumento para mostrar lo que era propio del teatro en el concepto de ellos: la satisfacción tan inmediata como fuera posible y por cualquier medio de los impulsos amorosos y eróticos y el espíritu vivaz, la agudeza y la falta de escrúpulos de los criados, incluso la superioridad de éstos sobre los amos. Las acciones que ordena el guión no eran para ellos un problema literario sino un problema visual. “Los sentimientos tienen aquí (en la Commedia) una traducción visual, lo mismo que los motivos de la intriga de tal modo que la intriga “sólo proporciona la ocasión para el juego de la expresión teatral”,9, y el profesionalismo del actor consistía en que “sabe secundar aquellos que lo acompañan en el escenario, sabe, en otros términos, acoplar tan perfectamente sus palabras con sus acciones y ambas con las palabras y las acciones de sus compañeros, que logra introducirse intempestivamente, en la línea de acción del otro, haciendo lo que el otro le solicita, con tanta precisión que todo el mundo crea que se trata de algo preparado”, 10. Si tenemos en cuenta que réplicas y movimientos eran improvisados, comprendemos toda la complejidad y riqueza del oficio.
No tenemos tiempo, desgraciadamente, para extendernos sobre este momento estelar de la creación colectiva, pero es preciso subrayar que esta dramaturgia de los actores es la base, la matriz, de todo el teatro moderno de Occidente. Esta participación dramatúrgica de los actores se mantiene hasta fines del XVII como lo prueban documentos del teatro isabelino, del teatro barroco español y del teatro de Molière. Vendrán después, en su orden, la tiranía del texto y la del director, las cuales irán reduciendo más y más el espacio dramatúrgico del actor. No se trata de “regresar” a la Commedia dell’Arte, puesto que regresar es imposible, sino de, manteniendo el rol del texto literario y el rol del director (así como del escenógrafo, etc.) reconquistar para el discurso de montaje el espacio perdido de la dramaturgia del actor.
Se suele reducir la creación colectiva al proceso de la elaboración del texto por los actores y oponerla al “teatro de autor”. La elaboración del texto por los actores, que es una posibilidad eventual y en ocasiones positiva de creación colectiva, no define a esta última en absoluto. Es más, la escritura del texto (tarea profundamnete relacionada con la práctica literaria) no es, precisamente, función del actor. Su participación dramatúrgica es en la escritura del discurso del espectáculo durante el proceso de montaje.
Puede darse (y ha habido casos extraordinarios) el actor-autor pero es preciso evitar, al respecto, cualquier confusión. Dentro del proceso de producción dramatúrgica hay dos etapas y dos discurso: la etapa de escritura del texto verbal y la etapa de escritura del texto del espectáculo (algunos prefieren llamar a este último texto partitura para mejor incluir en él los lenguajes no verbales). El actor (y es el caso de Molière) puede participar en las dos a condición de que no las confunda pero la creación colectiva, que funciona fundamentalmente en la segunda etapa, puede perfectamente hacerse con un texto ya escrito (clásico, romántico, moderno o arcaico).
Con cualquier metodología, la creación colectiva se basa en la improvisación a condición de que ésta no sea utilizada para comprobar, corroborar, mejorar o adornar la concepción, las ideas o el plan de montaje del director. A condición de que se la reconozca -de hecho y de derecho- como el campo creador de los actores y de que se la acepte como antítesis de los planes de la dirección en el juego dialéctico del montaje. Ello supone, sin embargo, actores entrenados en la improvisación y un grupo relativamente estable. Parece necesario aclarar que la creación colectiva tiene por objeto reivindicar lo colectivo en contra de lo individual en nombre de cualquier ideología política o concepción filosófica o sociológica. Si algo reivindica la creación es, justamente, la dramaturgia del actor, es decir, un terreno que le ha sido arrebatado al actor desde hace más o menos un siglo. No significa esto, sin embargo, que la creación colectiva produzca, necesariamente, mejores espectáculos que la forma tradicional de producción basada en la interpretación, por parte de los actores, de la concepción y los planes de la dirección. Fuera de que los términos “mejor” o “peor” no son absolutos, el objetivo de la creación colectiva no puede ser el de “mejorar” los resultados aislados y circunstanciales de la producción teatral establecida, del “establecimiento” teatral. Sería insensato tratar de probar que la Commedia dell’Arte produjo espectáculos “mejores” que la comedia latina o la humanística (para no remontarnos más). Lo que sí se puede probar es que la Commedia, por su revolución escénica, hizo posible la ruptura de los moldes clásicos, defendidos por una retórica humanista y organizó la expresión de un “nuevo mundo” a través del teatro.
La reconquista de la dramaturgia del actor (con el rigor y las precisiones que hemos exigido antes) es, por lo tanto -pensamos nosotros- una condición indispensable para la creación de una dramaturgia nacional y latinoamericana y para la renovación del teatro en general, para salvarlo de ese síndrome mortal que son las repeticiones “multinacionales” de un éxito. No se trata de cambiar los resultados sino de una revolución en la materia del quehacer teatral que permita los errores, los fracasos y los tanteos que todo nuevo modo de producir sentido debe necesariamente afrontar para expresar una nueva época y una nueva vida.
Cuando hablamos de Dramaturgia nacional y latinoamericana no lo hacemos, por supuesto, en nombre de ningún nacionalismo o regionalismo. Nadie puede negar el carácter universal de las más altas expresiones de la literatura latinoamericana de hoy, pero nadie puede negar su carácter latinoamericano, su compenetración con realidades específicas y nuevas, su relación con la vida de estos países. Macondo puede ser el arquetipo de esta simbiosis.
La tarea de una dramaturgia que quiera ponerse a la altura de esa literatura no es sólo tarea de unos escritores de teatro. Es tarea del teatro todo y, sobre todo, es tarea de los actores porque ellos son el teatro siempre y cuando no se dejen reducir a la condición de virtuosos intérpretes de concepciones que de una u otra manera les son impuestas. Para ello es necesario pasar de la condición de “histrión” a la condición de actor, de la condición de intérprete a la de creador que tiene el derecho y el deber de intervenir (metodológicamente) en todos los niveles y aspectos del proceso de producción del discurso del espectáculo y en las relaciones de éste con el público.
Sólo un proceso de producción que organice la participación creadora de los actores en todas las etapas y niveles del discurso del espectáculo puede ser el genotexto de textos que no sean meras imitaciones o adaptaciones de la tradición o la vanguardia del teatro occidental, de textos que elaboren su lenguaje y sus personajes con las realidades que hoy y aquí vivimos, mediante esa asimilación de todas las influencias que solo da la madurez de una expresión artística.
Mucha gente se preguntará (especialmente los lectores que no están íntimamente relacionados con el quehacer teatral y a quienes va dirigido este artículo) por qué planteamos como indispensable la participación creadora de los actores, la reconquista del espacio de la dramaturgia del actor, para el desarrollo de una dramaturgia nacional y latinoamericana. A fuerza de reiterativos debemos insistir en que el teatro es el discurso del espectáculo en el momento mismo en que el teatro es el discurso del espectáculo en el momento mismo en que se relaciona con el público y los creadores de ese discurso son fundamentalmente los actores. El rol de la dirección no es otro que el de crear las condiciones propicias a esa creación, condiciones objetivas, es decir metodológicas y subjetivas, es decir estimulantes e incitadoras y el de estar atento a la totalidad, a la organicidad de la estructura, la cual escapa al actor por razón de su inmersión en la continuidad. En la elaboración del discurso de montaje, como en la de todo discurso, hay dos ejes: el de selección o substitución, llamado paradigmático y el de continuidad, llamado sintagmático,11. Normalmente, en la división del trabajo de puesta en escena, el paradigmático es el eje del director y el sintagmático el de los actores, de allí que la contradicción entre los dos ejes se convierta en contradicción dialéctica entre improvisación y dirección.
Admitimos que esto en teoría aparece relativamente sencillo pero en la práctica (además de requerir condiciones especiales de trabajo) es azaroso y extremadamente complejo como, por otra parte, ocurre con cualquier empeño de transformación de sentido.
Las experiencias (artísticas y de vida) de los actores, su imaginación creadora, sus relaciones con el texto, con los personajes, con el espacio y el tiempo, la música, la gestualidad, etc. son indispensables para renovar el teatro no sólo aquí, sino en cualquier parte.
Cali, Junio 1985.
1. “Lécole du espectateur”, Anne Ubersfeld -(Lire le theatre 2), Editions Sociales, París, 1981.
2. Ferrugio Rossi -Landi y otros.
3. Ob. cit.
4. “La improvisación en la Commedia dell’Arte: testimonios”, artículo de Ferdinando Taviani aparecido en “Quehacer teatral 2″.
5. Ob. cit.
6. Ob. cit.
7. “L’esprit de la Commedia dell’Arte dans le theatre francais” de Gustave Attinger, París, 1930.
8. Sobre sustancia del contenido y de la expresión, ver L. Hjelmslev. “Prolegómenos a una teoría del Lenguaje”. Biblioteca Romántica hispánica, 1960.
9. Attinger, ob. cit.
10. Gherardi, citado por Taviani, artículo citado.
11. Román Jakobson, “Essais de linguistique generale”, Editions de Minuit, París, 1963 Fuente:
http://www.teatrodelpueblo.org.ar/dramaturgia/buenaventura001.htm
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