Conservo recuerdos pronunciados de mi infancia,
rememoro la faz marchita de mis abuelos, que murieron en esta misma vivienda
espaciosa, heridos por dolencias prolongadas. Reconstituyo la escena de sus
exequias, que presencié asombrado e inocente.
Mi alma es desde entonces crítica y
blasfema; vive en pie de guerra contra los poderes humanos y divinos,
alentada por la manía de la investigación; y esta curiosidad infatigable
declara el motivo de mis triunfos escolares y de mi vida atolondrada y
maleante al dejar las aulas. Detesto íntimamente a mis semejantes, quienes
sólo me inspiran epigramas inhumanos; y confieso que, en los días vacantes de
mi juventud, mi índole destemplada y huraña me envolvía sin tregua en
reyertas vehementes y despertaba las observaciones irónicas de las mujeres
licenciosas que acuden a los sitios de diversión y peligro.
No me seducen los placeres mundanos y
volví espontáneamente a la soledad, mucho antes del término del mi juventud,
retirándome a ésta, mi ciudad nativa, lejana del progreso, asentada en una
comarca apática y neutral. Desde entonces no he dejado esta mansión de
colgaduras y de sombras. A sus espaldas fluye un delgado río de tinta,
sustraído de la luz por la espesura de árboles crecidos, en pie sobre las
márgenes, azotados sin descanso por un viento furioso, nacido de los montes
áridos. La calle delantera, siempre desierta, suena a veces con el paso de un
carro de bueyes, que reproduce la escena de una campiña etrusca.
La curiosidad me indujo a nupcias
desventuradas, y casé improvisadamente con una joven caracterizada por los
rasgos de mi persona física, pero mejorados por una distinción original. La
trataba con un desdén superior, dedicándole el mismo aprecio que a una muñeca
desmontable por piezas. Pronto me aburrí de aquel ser infantil,
ocasionalmente molesto, y decidí suprimirlo para enriquecimiento de mi
experiencia.
La conduje con cierto pretexto delante de una
excavación abierta adrede en el patio de esta misma casa. Yo portaba una
pieza de hierro y con ella le coloqué encima de la oreja un firme porrazo. La
infeliz cayó de rodillas dentro de la fosa, emitiendo débiles alaridos como
de boba. La cubrí de tierra, y esa tarde me senté solo a la mesa, celebrando
su ausencia.
La misma noche y otras siguientes, a hora
avanzada, un brusco resplandor iluminaba mi dormitorio y me ahuyentaba el
sueño sin remedio. Enmagrecí y me torné pálido, perdiendo sensiblemente las
fuerzas. Para distraerme, contraje la costumbre de cabalgar desde mi vivienda
hasta fuera de la ciudad, por las campiñas libres y llanas, y paraba el trote
de la cabalgadura debajo de un mismo árbol envejecido, adecuado para una cita
diabólica. Escuchaba en tal paraje murmullos dispersos y difusos, que no
llegaban a voces. Viví así innumerables días hasta que, después de una crisis
nerviosa que me ofuscó la razón, desperté clavado por la parálisis en esta
silla rodante, bajo el cuidado de un fiel servidor que defendió los días de
mi infancia.
Paso el tiempo en una meditación inquieta,
cubierto, la mitad del cuerpo hasta los pies, por una felpa anchurosa. Quiero
morir y busco las sugestiones lúgubres, y a mi lado arde constantemente este
tenebrario, antes escondido en un desván de la casa.
En esta situación me visita, increpándome
ferozmente, el espectro de mi víctima. Avanza hasta mí con las manos
vengadoras en alto, mientras mi continuo servidor se arrincona de miedo; pero
no dejaré esta mansión sino cuando sucumba por el encono del fantasma
inclemente. Yo quiero escapar de los hombres hasta después de muerto, y tengo
ordenado que este edificio desaparezca, al día siguiente de finar mi vida y
junto con mi cadáver, en medio de un torbellino de llamas.
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