El teatro para
niños y niñas y la escritura dramática.
Esta condición da a mi trabajo una
función política manifiesta y genera consecuencias políticas muy
significativas. Trabajo – trabajamos- con la materia de la metamorfosis en el
seno de sociedades temerosas al cambio. Porque cada uno de nosotros pone
resistencias a la mera conjetura de cambiar. El cambio como estrategia modal,
legitimadora del consumo, es aceptable en nuestras sociedades. El cambio, como
agente activo de conciencia individual, es turbador y muy peligroso.
Previsión, control o seguridad son
palabras muy poderosas en nuestras sociedades. Porque allí donde se da rienda
suelta al control se acaba imponiendo la conformidad.
Nosotros, las gentes del teatro, tenemos
la tarea poética y política de depositar sobre el espacio la hipótesis y la
praxis de otras experiencias posibles, de otros conocimientos posibles, de
otras vidas y otros mundos posibles. Y por cada persona que se conforma
nosotros, las gentes del teatro, necesitamos a otra que se rebele.
Una sociedad conforme legitima un teatro
conformista; un teatro de las buenas costumbres. José Monleón llama a ese
teatro “el teatro de los sabido”; Juan Mayorga lo nombra con la expresión
“Ustedes son formidables”. Del abanico de mundos posibles, ese teatro viene a
legitimar éste mundo y no otros, ésta vida y no otras, estas conductas y
costumbres, y no otras. Es decir, este orden.
Tengo razones políticas, emocionales y
sociales para no conformarme con este mundo. No quiero ni creo en el teatro
como instrumento de legitimación del presente; prefiero escribir para
intervenir en el derecho a dudar, para agujerear el horizonte de lo sabido.
Trabajar con el proyecto de cambiar me
conduce a preguntas teatrales fundamentales: ¿Quién mueve la acción? ¿Quién
tensiona el presente? ¿Quién transforma la situación dada? ¿Quién está en
desacuerdo con el mundo? ¿En qué dirección? ¿Con qué propósito? Concebir un
buen personaje protagonista es un gran trabajo político.
Con frecuencia las resistencias al
cambio se filtran en los textos. Transferimos la acción a otros personajes, de
modo que al supuesto protagonista le “ocurren” muchas cosas, pero no interviene
en la acción. Transferimos las acciones, las responsabilidades y las
consecuencias de las acciones a terceros – el orden, el destino, la sociedad,
los dioses, el dinero-. El
debilitamiento de los protagonistas – porque sus acciones han sido transferidas
a otros – los convierte apenas en meros depositarios de un punto de vista,
apenas en receptores de una posible adhesión ideológica, y deposita en los
textos el riesgo del dogmatismo y el adoctrinamiento. Como protagonistas,
nuestra acción – poética y política – es responsable. Si no asumimos el
poderoso desafío de generar acciones en el mundo, y de asumir nuestras
acciones, se desmonta el principio activo y dinámico del cambio mismo.
Entonamos el canto del inmovilismo.
Esta dinámica – la transferencia de la
acción a terceros – también tiene lugar en nuestra condición de artistas. Como
nuestros protagonistas, somos responsables de nuestras acciones artísticas. Y
en la acción dramática es importante la diferencia entre responsabilidad y
culpa.
Requerimos de protagonistas que asuman
el desafío de la acción, que estén dispuestos a poner en juego lo que más
importa - ¿Qué es lo más decisivo? ¿Qué está en peligro? ¿Por qué luchar,
trabajar, sostener el cambio? – y que no se rindan en la primera peripecia. Su
tenacidad es decisiva.
Como nuestros protagonistas, necesitamos
artistas con coraje, que desafíen el sistema teatral. Eso es ser
contemporáneos: poner problemas al oficio. Crear allí donde la técnica, la
historia del teatro como rico y complejo depósito cultural y del oficio no
sirven para despejar los enigmas del arte. Necesitamos artistas responsables de
sus acciones y tenaces en sus empeños.
Por eso, en ese compromiso, para
realizar una acción creativa responsable en una literatura dramática para niñas
y niños, he intentado concretar una
declaración de propósitos, para definir mi compromiso con el espectador.
Mi
declaración incluye siete propósitos fundamentales:
1) No engañar, no
mentir, no adoctrinar, no herir. No herir gratuitamente.
No engañar significa asumir que el
conocimiento es y puede ser doloroso. Pero que la ignorancia lo es aún más.
Toda la tragedia griega está asentada en esta convicción.
2) No enjuiciar –
ni prejuiciar- al otro. Sería bonito preguntarse cuándo dejaremos de evaluar al
otro. No presuponer nada. Nada. Simplemente, proponer.
3) Aprender a no
decir. Aprender a callar. Aprender a escuchar. Aprender a dudar de lo que se
sabe.
Escuchar. Dedicar nuestra atención,
nuestro cuerpo, a la tarea sagrada de escuchar. Se es dramaturgo no sólo por lo
que se dice cuanto – y especialmente – por lo que se calla. Hablar sólo cuando
queda algo que decir.
4) No engañar (me).
No auto convencer (me). No usar el nombre de la profesionalidad en vano. Si
profesional significa comer de lo que haces y no arrepentirte de lo que haces,
¿Cuántas personas se sienten profesionales? ¿Soy profesional?
5) No banalizar.
No ofrecer soluciones inmediatas a tensiones complejas. Reconocer la
incapacidad y la impotencia como materiales constitutivos de la experiencia del
mundo. Chejov nos enseña mucho al respecto. No frivolizar.
6) No aburrir. No
convertir el lenguaje en mero depositario de ideas. El lenguaje que apenas es
depositario de ideas, sostiene Azama, en teatro está muerto. Lo aburrido no es
intelectual. Es simplemente aburrido.
7) (La última
palabra siempre es la más difícil). Emocionar. No ofrecer algo que no me
perturba, que no me inquieta, que no me importa emotivamente. No conformarme
con lo interesante y con lo bien hecho. (Aun cuando a veces, lo interesante y
lo bien hecho sea mucho).
Llegados a este punto, me importa citar
las reflexiones de una mujer luminosa, la teatróloga rumana Florica Ichim: “Si
no sabes nada sobre el sufrimiento humano no puedes escribir personajes, escribirás tipos. Esa es la
diferencia entre Beckett y Ionesco”.
En lo que Marina Osácar Gallego define,
en un artículo publicado en la revista Las puertas del drama, “la ética
de la responsabilidad creadora”, la edad biológica del espectador no es
relevante.
Importa, en palabras de Irma Correa,
alumna del cuarto curso de Dramaturgia de la RESAD, la “deseografía”. El mapa
del propio deseo, las razones interiores del viaje. Esto significa que el otro,
el espectador, se perderá si nosotros nos perdemos, si no confiamos en el
viaje, si la velocidad es más importante que el viaje mismo. Ya lo avisa José
Antonio Marina: la velocidad es la primera forma de violencia.
Por todo esto mi compromiso con el
teatro de niños y niñas es mi compromiso ético con el teatro.
Itziar Pascual
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