viernes, 30 de marzo de 2012

Teresa de la Parra, pobre animal de tierra caliente


“El hombre, en el rudo trabajo en medio del mundo,
debe hacer frente a todo peligro y a toda prueba;
para él, por tanto, deben ser la falta,
la ofensa y el error inevitable...
Pero guarda a la mujer de todo esto, dentro de la casa...
a menos que ella lo busque
no necesita entrar en el peligro ni en la tentación,
ni en causa alguna de error o de ofensa”.
John Ruskin, en Misión de mujer (p. 18).

Teresa de la Parra, pobre animal de tierra caliente

Yurimia Boscán


Ubicando el entresiglos: la voz detrás de una celosía1
La doble subordinación de la mujer, en cuanto a sujeto y sujeto creador, le ha impedido ser reconocida como “autor”, dado el limitado espacio social al que ha sido confinada para (d)escribir con libertad todo aquello que podía trascender lo que la escritora inglesa Virginia Woolf llamó su “cuarto propio”.

El haber sido reducidas por el “todopoderoso” discurso falocéntrico de Occidente (“¡No me lo niegue, don Lisandro! Usted también, lo mismo que tía Clara y abuelita, se ha indignado cariñosísimamente al escuchar mis ideas. Tan santa indignación se desliza escondida entre los floridos meandros de su cultura griega y latina, pero yo la he descubierto”, carta de Teresa de la Parra a don Lisandro Alvarado en la voz de su personaje, María Eugenia Alonso, p. 565), al lugar de la minoría, al decir de Deleuze y Guattari, no pasó por alto a algunas damas de “entresiglos” (finales del XIX y principios del XX) que utilizaron su posición de privilegio para hacerse visibles y ejercer la palabra desde la élite de una sociedad que, para evitar ser puesta en evidencia desde la mirada de ese “otro” peligroso que encarnan estas “escritoras-con-escritura”, parafraseando a la crítica Eleonora Cróquer en su ensayo “(Pan)doras de entre siglos: Dar el lugar/ Tomar la imagen... y viceversa o la autor(a) latinoamericana en la escena de la cultura nacional” (revista Estudio Nº 20/21, p. 155), les siguió el juego y, tal como le ocurriera a aquel vanidoso rey del cuento que se atavió con un traje que sólo los tontos no podían ver, las incorporó al imaginario social que terminó engulléndolas. Dice Silda Cordoliani:
“La grande, pobre Teresa de la Parra, seguramente nunca imaginó que su belleza física, exquisitos modales e, inclusive, su soltería, le darían mayor inmortalidad, “de boca en boca”, que sus dos libros publicados, que todo cuanto dejó escrito” (p. 13).

Para las más inofensivas, las que no representaban ningún peligro porque se conformaban con el sitial preestablecido por la historia (con minúscula), bastaba con hacerse la vista gorda; pero para aquellas que con sus ideas, comportamientos o escritos —siempre desde la periferia— podían romper las barreras y poner en entredicho la sacrosanta verdad de una sociedad ordenada por lo masculino, estaba reservada otra suerte.

Muchas, tal vez, intuyeron que, insertas como estaban en lo social, era apremiante forjarse un lugar en la Historia (con mayúscula) desde donde su voz pudiese ser aceptada por la doxa y ser parte del canon, el mismo que alude Harold Bloom. No contaron con que una vez que el “otro” deviene en icono, corre el riesgo de transformarse en una más de las numerosas figuras que integran el museo de cera que vienen a representar el ideario de lo “nacional”. Veamos lo que dice la propia Teresa de la Parra, desde la boca de María Eugenia Alonso, cuando su personaje y no ella le responde una carta (1926) a don Lisandro Alvarado:
“Muy halagada me tendría el comprobar su predilección por mí sobre Teresa de la Parra si mi alma fuera de un natural inclinado al triunfo, y si el brillar me ofreciera siempre en su copa de oro la embriaguez deliciosa del éxito. Pero no es enteramente así. En eso como en todo tengo mis caprichos. Me duele apagar a una rival y siento por la pretendida autora de esa nueva Ifigenia cierta amistad sincera, donde se mezclan cordialmente la compasión, el desdén y la simpatía” (p. 566).
Si se hace un rastreo, vemos cómo desde la Conquista hay registros de las hazañas de las indígenas que lucharon contra el invasor, las cuales, reconstruidas a la luz de los testimonios de los cronistas de Indias, han derivado en mitos alejados de los datos, de por sí fragmentados y contradictorios, que ofrece la Historia (escrita siempre por los hombres).

Tal vez la urgencia por mostrar la necesidad de nuevas interpretaciones, animó a Teresa de la Parra a escribir La influencia de las mujeres en la formación del alma americana, esas hermosas y contundentes conferencias que dio en Colombia, donde intentó armar gracias a la investigación minuciosa hecha en crónicas, cartas y documentos de la Conquista y la Colonia, un archivo personal que le sirvió para darle textura a las biografías de algunas heroínas poco o nada (re)conocidas, de manera de recuperar momentos y experiencias que llenaran o explicaran las lagunas existentes en el proceso histórico hispanoamericano que tienen que ver con un modo de ser, de sentir, de percibir el mundo. Sin embargo, las fauces del monstruo estaban listas para tragarse —desde ese (re)conocimiento— la participación de algunas “desobedientes” que lograron capturar la imaginación de sus compatriotas.

María Mercedes Jaramillo y Betty Osorio, en la introducción del libro Las desobedientes: mujeres de nuestra América (Panamericana editorial, p. XXVII), afirman que “la biografía de Manuela Sáenz ejemplifica la deformación y utilización de una experiencia vital. En este caso, su nombre, al estar ligado al de Simón Bolívar, quedó absorbido como parte de la vida amorosa del Libertador”.
Siempre será menos peligroso relacionar la memoria de esta mujer con el gran héroe de la Historia y recordarla como la Libertadora del Libertador o la amable loca, cuya atracción se debe a la memoria romántica que se ha fijado sobre el más famoso de sus amores, que recordar la imagen de quien solía vestirse como un hombre y leer libros prohibidos, la mujer adúltera, arriesgada, voluptuosa y de espíritu libre. Manuela es sólo una prueba, entre muchas otras, de cómo, para poder acceder al sitial que hoy ocupa como quiteña, hubo primero que exiliar su cuerpo real con todo y su otra vida ajena a las actividades patrióticas, la cual, luego del silencio al que fue confinada, emergió con fuerza para ser recreada por novelistas, dramaturgos y ensayistas, contra todo intento por preservar su memoria para el inmaculado consumo patrio. Y Teresa lo sabe. Cito otro trozo de la carta hecha, desde la voz de María Eugenia Alonso, a don Lisandro Alvarado:

“...Reconozco en Teresa de la Parra, un alma sensible y delicada. En medio de mi descontento le estoy agradecidísima. Indiscreta y piadosa, antes de lanzar mi diario a todos los juicios lo retocó con esmero. Exageró gentilmente mis defectos con una malevolencia impregnada de cariño y de bondad. Sabía que para obtener la aprobación de medio público, era de todo punto indispensable merecer la reprobación del otro medio; comprendió que algunos me llamarían deliciosa, a costa de que otros muchos me llamasen detestable; se dijo previsora, que aun aquellos que prodigan elogios, necesitan como garantía la de poder borrarlos en un momento dado, con justas y enérgicas censuras; y presintió por fin llena de interés, que para llevarme pronto por ese atajo que conduce al corazón de todos, era preciso hacerme saltar por sobre el infortunio, la imperfección y los errores, como se salta por sobre troncos y peñones para vadear un río” (p. 567).

De la Parra, consciente del lugar diseñado para las escritoras-con-escritura, no es presa fácil de ese lugar reservado a la mujer y, al igual que Sor Juana Inés de la Cruz, se vale de “las tretas del débil” y reinventa la forma para decirle al mundo, que ella sabe y renuncia a ese lugar al que aluden Jaramillo y Osorio:
“Las escritoras tuvieron que enfrentarse a sociedades normativas que, cuando se trataba de mujeres, veían el ejercicio de escribir como una subversión del orden moral establecido, ya que este oficio escapaba de las esferas de acción donde tradicionalmente se desarrollaba lo femenino. Si ellas escribían debían restringirse a los temas socialmente aceptables para el mundo de la mujer, que generalmente estaba limitado a lo familiar y lo religioso. Las vidas y obras de autoras como Sor Juana Inés de la Cruz, en México, y Clorinda Matto de Turner, en Perú, ilustran las luchas y sufrimientos padecidos por quienes abogaron por los derechos de la mujer y de las minorías indígenas” (p. XXVIII).

Tampoco puedo dejar de citar a la escritora argentina Victoria Ocampo que, a principios del siglo XX, decía que en el hogar latinoamericano “cualquier vocación o talento artístico (de una mujer) debía quedar confinado al círculo de la familia y a los amigos, o si no, causaba escándalo” (Testimonios, p. 238).

Hoy, esos prejuicios aún subsisten pese a los aparentes alegatos esgrimidos por investigadores como, por ejemplo, Lovera de Sola. Basta echar un vistazo a los adjetivos utilizados por este intelectual en su libro Lo masculino y lo femenino entrelazado (Pomaire, 1992 p. 30), al tratar de defender y cuestionar la idea que se tenía sobre lo que debían o no escribir estas damas de la palabra:
“¿Existe una tradición literaria femenina? Este es otro de esos lugares comunes sobre el que siempre se habla y el cual nunca se examina. Ese tópico viene del hecho de que durante mucho tiempo se creyó que existían temas femeninos a la hora de de crear una obra literaria. Se pensó erróneamente que los asuntos relativos al hogar, la familia, la marginalidad de la mujer, el recuento de sus cuitas amorosas, debían ser los motivos a tratarse en sus libros y que fueran una constante en los libros escritos por mujeres —en la literatura venezolana, al menos desde la obra lacrimosa de Virginia Gil de Hermoso, pasando por Teresa de la Parra hasta llegar a unas narraciones, un tanto melodramáticas, de Gloria Stolk. Como consecuencia de lo advertido se creyó siempre que toda la literatura escrita por mujeres era necesariamente autobiografía y debieron pasar muchos años hasta que, por ejemplo, se investigara el punto en relación a la obra de Teresa de la Parra y se advirtiera el error”.
Como muchos otros hombres de la República de las Letras, Lovera de Sola no resiste la tentación de calificar, y endilga adjetivos como “lacrimosa” y “melodramática” a algunas obras escritas por féminas. Todo lo contrario a lo que sostiene al respecto Elisa Lerner:
“Hay mujeres que han escrito una literatura de queja conyugal. Una que, casi siempre, recuerda a esa otra limitadísima que, muchas veces, tenemos frente al fregadero. No creo que debamos disculparnos por esos mujeriles lamentos. Una que a particular —¿anecdótica? — si es auténtica, puede llevar una vasta crítica del mundo” (Crónicas, p. 108).

El entrampamiento


“Yo... María Eugenia Alonso, también conocida como Ifigenia
porque una gran escritora venezolana, Teresa de la Parra,
creó mi nombre, mi figura y mi vida para escribir
una hermosa novela que llamó Ifigenia
en reminiscencia de una heroína de la mitología griega.
Ya verán por qué. Frecuentemente, los lectores
nos confunden a mí, María Eugenia,
a mi autora Teresa de la Parra, al título de la novela Ifigenia,
y de las tres hacen una sola persona”.
Adriana Bonisconte, adaptación de la novela Ifigenia de Teresa de la Parra (p. 10).
Vale la pena recordar que a pesar de que Ana Teresa Parra Sanojo tuvo antecesoras en otras escritoras venezolanas como Magdalena Seijas, con Ave sin nido (1903) y Amor sin fe (1904); Rafaela Torrealba Álvarez, con Mártires de la tiranía (1909) y Mina Rodríguez Lucena con Antonio Rusinol (1916), estas damas, por nombrar sólo algunas, aun cuando empezaban a intuir la existencia de un lugar para la mujer más allá de ese altar donde ésta permanecía a manera de objeto decorativo, jamás intentaron erigirse a motu proprio en esa especie de “objeto del deseo” que contenía el ideal necesario para que el colectivo expusiera, a manera de una doble vitrina (que se exhibía a sí misma y se exponía para el mundo) sus propios valores de representación a partir de las relaciones recíprocas del sujeto y el objeto.

En este contexto se mueven, sólo para dar una idea, Delmira Agustini, Alfonsina Storni, Violeta Parra, Frida Kahlo, Eva Perón, Yolanda Oreamuno, Rosario Castellanos y Teresa de la Parra; sin embargo, pese a lo premeditado que pudiese parecer su intención, habría que preguntarse cuán alto fue el precio que tuvieron que pagar por “la caída del aura” a la que alude Walter Benjamín en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (Ricardo Diviani, El debate Adorno-Benjamin: elementos para una lectura en relación a la reproducción tecnológica en el arte y la cultura. Anuario. Vol. I, Dpto. de Ciencias de la Comunicación Social, UNR, p. 134) para transformar esa voz activa que cuestiona, en mercancía, en producto de la representación:
“El rasgo central que recorre el texto sobre la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica es la caída del aura. El carácter aurático, definido como “la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar)” es el signo esencial que Benjamin le otorga a la obra tradicional burguesa. La fuerza de la originalidad de estas ideas (abocada a la búsqueda de una estética marxista), reside en que la destronación de la contemplación lejana y tecnológica ha sido producto de los mismos cambios tecnológicos que esta sociedad ha generado. Una razón básica: la reproducción tecnológica borra la huella con el original y de hecho con la tradición. Éstas han transformado la mirada ritual en un devenir que se orienta a la inmediatez con la que los hombres pretendan apoderarse de las cosas, permitiendo que ellas pasen a pertenecerles”.

En el caso que nos atañe, el planteamiento de Benjamin nos sirve para desentrañar la manera cómo, al igual que en la novela Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) de la escritora Mary Shelley, Teresa de la Parra, fiel al mito griego2 al que apela con el nombre de Ifigenia, al darle vida e inmolar a su personaje María Eugenia Alonso, útil para interpelar su momento histórico y cuestionar a una sociedad de apariencias que reducía a las mujeres al silencio, sabe que ella también deberá inmolarse en una especie de metamorfosis, irónico destino final que nos habla de las futuras reivindicaciones que habrán de cocinarse a lo largo de la Historia, donde suelen perdurar las pequeñas o grandes tragedias, pues así como a María Eugenia la mandan sus muertos y termina por abandonar la imagen que se hacía de sí misma para ocupar un lugar en el mito y resolver sus contradicciones a través del sacrificio:
“...El objeto único de mi libro ha sido demostrar lo contrario, es decir, nuestra misteriosa dualidad, los terribles conflictos que surgen ante la sorpresa de lo que creíamos ser y lo que somos y, finalmente, como consecuencia o síntesis del largo relato, suspendida en la última palabra, esta pregunta eterna y torturante sometida al lector: ¿cuál es el verdadero yo fruto de nosotros mismos, el yo que razona o el que se conduce? Mi gran trabajo, trabajo ímprobo casi, ha sido el de intervenir todo el tiempo, entre María Eugenia Alonso y el lector, dándole a entender a éste que ella no se conoce. Lo único que considero bien escrito en Ifigenia, es lo que no está escrito, lo que tracé sin palabras, para que la benevolencia del lector fuese leyendo en voz baja y la benevolencia del crítico en voz alta” (carta a Eduardo Guzmán Esponda, Bogotá, junio de 1926, p. 595).
Teresa sucumbe ante su creación, la misma que fue tan elogiada en el texto Unas palabras más sobre Ifigenia, de Francis de Miomadre:
“...Lo que hará que esta novela se lea cuando ya tantísimas otras más pretenciosas o de más fácil efecto se hayan marchitado en el olvido, es el hecho de haber creado ese tipo de muchacha que siendo tan moderno es al mismo tiempo uno de los más eternos que yo conozca, sencillamente porque ése es el real, el verdadero...
...La única cosa que no puede reemplazarse en arte es la verdad y ese tipo de María Eugenia Alonso es de una realidad psicológica tanto más profunda cuanto que no aspira a la profundidad. María Eugenia Alonso es. He aquí todo. Es y nada más” (p. 312).
Y tanto es que, aunque suene temerario afirmarlo, si María Eugenia Alonso no hubiera existido, Teresa no ocuparía el lugar que ocupa dentro de nuestro museo de cera ¿o Panteón Nacional? Dice Liliana Porter:
“Para que el objeto banal exista, muchas cosas deben haber sucedido, y la única que está rescatada es la imagen estereotipada que se transforma en un souvenir, en un adorno... El drama se encuentra en la inaprehensibilidad de la realidad, en su impenetrabilidad, en la banalidad del sentido, en el espacio vacío, en el vacío de la significación” (entrevista con Ana Tiscornia, p. 39).
Hay una mutación: Teresa se transforma en María Eugenia y María Eugenia en Teresa. Se rechazan y se defienden. No son la una sin la otra, pero una y otra son el anuncio de esa otra Teresa, la Teresa enferma que habita “la ciudad de los tísicos, la ciudad del silencio”, como ella misma llama al sanatorio de Leysin; y paradójicamente, De Miomadre, en su prólogo a Ifigenia, al describir a María Eugenia, está describiendo el producto final, esa especie de María Eugenia Parra o Teresa Alonso (con todo y su incierto futuro incluido):
“Es el mismo hervidero de deseos, de ensueños, de locuras, las mismas paradojas, la misma esgrima frente a los enamorados, todo ese fuego artificial de la juventud que estalla. Pero pasa de pronto el arcángel terrible, y con un solo golpe de alas abate a la orgullosa y la prosterna para siempre en la actividad sagrada del consentimiento” (pp. 312-313).

Y será la propia Parra Sanojo, en la boca de María Eugenia, quien nos pruebe cómo es que esa apropiación destruye lo aurático, experimentando esa mutación de sentido, de icono a objeto de utilidad, transformado en una decoración y dispuesto indiscriminadamente junto a figuras sin referentes en lo real. Sólo le queda recuperar su máscara. De ella dice María Eugenia Alonso, en la carta a don Lisandro:
“En el fondo no puedo decir que la desprecio. Cometió, es cierto, la horrible indiscreción de hacer editar en París bajo su nombre, ese diario íntimo que yo había destinado a los ojos de las polillas y a las manos amarillentas del tiempo que se sienta a leer en el fondo de las viejas gavetas. Pero juzgo que tal indiscreción ha sido expiada con creces y se la perdono; he visto sus diversos retratos publicados en todo género de revistas, diarios, periódicos y semanarios. En ellos aparece invariablemente con vestidos pasados de moda, en actitudes desairadísimas, manchado el rostro por la tinta de la imprenta, y arrugado por el furor de las máquinas de linotipo; todo ello en una forma verdaderamente lamentable y profética. Creo que esa gloria que la ha desfigurado así, lo mismo que una viruela, es indigna de envidia e incapaz de excitar mi rivalidad ni la de nadie. Se la cedo, pues, contenta y feliz de vivir aquí en la sombra, donde mi rostro, mimado siempre por lociones, cremas y polvos decaerá suavemente bajo el desgaste del tiempo, sin haber sufrido nunca las bruscas inclemencias de la publicidad...”.
“...Pero aun tiene otro castigo: mi diario o relato, ha sido reconocido ya en ciertos círculos de Caracas como auténtica galería de retratos. Bajo cada esbozo se ha escrito un nombre; todo el que pasa mira primero el letrero, juzga de la obra según la fidelidad rigurosa de cada parecido, y como éstos no existen, la autora de Ifigenia, declarada inhábil de pincel y falsa de vista, rodeada injustamente por todos esos sinsabores que parecen florecer en manchas sobre los amplios sombreros de los pintores retratistas, cargará eternamente, sin las rosas, las espinas de una profesión que no es la suya” (pp. 566-567).

Tal vez por ello, para Julieta Fombona en la introducción a la Obra de Teresa de la Parra editada por la Biblioteca Ayacucho (p. XVII) comenta:
“Ifigenia desemboca en un aprendizaje, pero es un aprendizaje que no entraña un saber sino una pérdida. Al comienzo, María Eugenia es la encarnación de lo gratuito e indeterminado, una conciencia autónoma (el yo petulante de María Eugenia, como lo llama la propia autora) que pretende vérselas con el mundo sin ataduras, siguiendo únicamente los dictados de su razón”.
Termina siempre siendo representada con el rostro de su creadora. Baste recordar cómo se labra, en la actriz que caracteriza al personaje María Eugenia en la película Ifigenia, del cineasta venezolano Iván Feo, el parecido con las fotografías de la autora. Nunca se salvan una y otra del performance.
Allí se desdoblan autor(a) y personaje en busca de su propia identidad interior, que ocurre el entrampamiento al que se refiere John Shotter en su ensayo La vida social y lo imaginario (Realidades conversacionales, pp. 125-152) al introducir las nociones sobre lo imaginario y lo imaginado. Para Shotter lo imaginario está vinculado con las nociones heredadas de las prácticas sociales, mientras que lo imaginado supone un apego absoluto a las nociones aportadas por lo imaginario, cerrado a cualquier otro punto de vista, lo que ocasiona el “entrampamiento”.

Cuando, a lo Shelley, Teresa de la Parra da vida a María Eugenia Alonso, que según ella misma no es sino un “misterioso huésped desconocido” y lo convierte en sujeto de la enunciación, ella desaparece tal como también lo hará el personaje ante el futuro que tiene el rostro de Leal: “El yo de Ifigenia es un ella disfrazado, transparente, porque deja ver lo que María Eugenia no ve y, además, sabe más que ella”:
“He visto que en su nota crítica (¡esto me satisface mucho!) Usted prescinde casi por completo de Teresa de la Parra, pretendida autora de la novela Ifigenia. Tanto su análisis como sus juicios y presagios se ciñen únicamente a mí, es decir, a mis ideas personales, muy especialmente a aquellas expresadas una mañana, ante el mutismo de abuelita, tía Clara abrazando su cesto y el inmenso y medio calado mantel de granité” (carta de Teresa de la Parra en la voz de María Eugenia Alonso a don Lisandro Alvarado, p. 565).

De allí que “en ella parece cumplirse la fórmula de Lacan: no soy allí donde pienso que soy, luego soy donde no pienso” (introducción de Julieta Fombona a la Obra de Teresa de la Parra editada por la Biblioteca Ayacucho, p. XVII).

La creación del signo: un problema del significante
“Sin un fondo invisible no hay fondo visible.
Sin la angustia de la precariedad
no hay necesidad de monumento conmemorativo.
Los inmortales no se hacen fotos unos a otros.
Dios es luz, sólo el hombre es fotografía,
pues sólo el que pasa, y lo sabe, quiere perdurar”.
Regis Debray, Vida y muerte de la imagen (p. 25)
Jesús María Aguirre y Marcelino Bisbal, en su libro La ideología como mensaje y masaje, hablan de cómo la ideología siente una determinada pasión por la forma y cómo ésta participa en las relaciones de producción, en la producción cultural (espiritual) propiamente dicha y en las representaciones colectivas.

Estos autores que intentan explicar cómo el mismo objeto puede ser alternativamente cosa y signo, iluminan el panorama hiperconnotado y dicotómico de ese sujeto/objeto-sujeto/personaje que representan Teresa de la Parra, como autor(a), María Eugenia Alonso e Ifigenia, la heroína griega que da su nombre al texto y a la que la escritora sólo alude en el monólogo que tiene lugar al final de la novela.

“El objeto como mercancía se convierte en signo, que une en sí el significante (el objeto susceptible de ser cambiado) y el significado (la satisfacción posible) ocultando una dualidad interna: actual, con otros objetos; virtual, con la totalidad... la producción cultural no escapa de esta dinámica, ya que la forma ideológica de la exaltación incondicional del consumo juega simultáneamente sobre la producción de contenidos y de las conciencias para recibirlos, instalando así una cultura de trascendencia de valores (contenidos) y de conciencias (representaciones), ocultándose en ese intercambio. Poco importa ya que se trate de contenidos materiales de producción o de contenidos inmateriales de significación, pues lo que es determinante es el código” (p. 182).

Lo anterior nos habla de cómo es posible, desde la crítica cultural, diseñar un “fenómeno”, sobrecodificar el sujeto (que es lo que hace que éste aparezca como imagen) intervenido por lo afectivo, gracias a la existencia de la retórica de los objetos y de los productos culturales que utilizan todos los recursos posibles: simbolismos (no sólo es sujeto del discurso, sino encarnación de ciertas fantasías sociales); connotaciones (en el caso de Teresa de la Parra, ella es asumida como objeto de las representaciones de su época); metáforas (el problema ya no es individual, sino político en cuanto a que responde a un problema colectivo —lo menor, lo anormal para Deleuze—, lo que hace agujero en lo mayor para mostrar otra mirada), y metonimias (las resignificaciones del marco que determinan la manera de “leer” y lo legitiman) cuyos mensajes redundantes pueden repetir lo trivial de una sociedad, la caraqueña, a la par que nos dicen algo (nos informan) sobre ese objeto y las necesidades de una colectividad.

Si partimos de la noción de “autor(a)”, creada por Lacan para identificar a aquellos sujetos del discurso que, encarnando una fantasía social, devienen en personajes que terminan representando un papel, podríamos decir que la “verdadera” vida de éstos está en la imagen ficticia que se puede rastrear armando los archivos personales, mas no en el cuerpo real, pues la identidad, parafraseando a García Canclini, es una construcción que se relata (“Las identidades como espectáculo multimedia”, en Consumidores y ciudadanos: conflictos multiculturales de la globalización) o como también cita Cróquer: “Dime quién quieres que sea, y te diré quién puedo llegar a ser”, pues es la ficción la que determina a “las escritoras-con-escritura de entresiglos que, indisociables e indisociablemente sexuadas se inscriben, funcionan y permanecen emblemáticas como tales no sólo en sus respectivas historias sino en la memoria patria de un continente” (p. 155).

Aquí el sujeto no lucha por entrar en la historia oficial, sino por ser reconocido, por tener visibilidad en el espacio público, de manera que imagen y texto se fundan en un significante que deviene en icono y el cual alcanzará hasta los espacios institucionales que en definitiva son los más interesados en conservar el fotomontaje, para fosilizar, para fetichizar a ese otro, que puesto en vitrina, evidencia su falta. De hecho, nadie recuerda, salvo intentos recientes como el de María Fernanda Palacios, a la Teresa de la Parra de Leysin, que no sobrevivió al torbellino de María Eugenia Alonso. Ella, con su preclaro diario de muerte y cotidianidades, sus cartas y sus recomendaciones para evitar el contagio de la tuberculosis, sus reflexiones sobre la muerte y la solidaridad, su casi manifiesto sentimiento de amor hacia Lydia Cabrera, fueron relegados a la trastienda patria y encerrados en un baúl.
Pero sin más preámbulos, dejémoslas hablar:
“Es cierto que se pinta, que exagera el rojo de Guerlain en los labios, que se pone vestidos cortísimos, que lleva el pelo enteramente a la garqonne, todo eso está entendido, pero la pregunta que debe formularse es ésta: ¿de qué le sirven tales artificios? ¿Qué intenta hacer con ellos?
No intenta nada. He aquí su superioridad... Ama la perfección...”.
“...Ella camina en pos sin mirar hacia atrás. Los verdaderos elegantes no viven para la opinión. Viven para realizar el misterio de una perfección interior de la cual la exterior no era sino un misterio y un símbolo. María Eugenia Alonso sabe lo que cuesta renunciar al legítimo derecho a la felicidad. Si ha renunciado ya, es sólo porque quiere vestirse con las galas espléndidas de un ideal ético. También Ifigenia se vistió de galas antes de encaminarse al sacrificio”.

Así se expresa Francis de Miomadre de María Eugenia Alonso en Unas palabras más sobre Ifigenia, Biblioteca Ayacucho (p. 313).

“Yo he llegado a una edad en que el alma está más madura para el sacrificio y el misticismo. Entre otras cosas porque ya se sabe que no son tan grandes los tesoros como se creía a los veinte años. Por eso, observo, admiro y aprendo” (Teresa de la Parra. Carta escrita desde Vevey a su amigo Rafael Carías en 1932. Biblioteca Ayacucho, p. 617).

“Porque no olvide mi querido crítico y prisionero don Lisandro, que si a los dieciocho años, acumulamos sobre los labios el rojo de Guerlain, los cigarrillos egipcios, y las ideas volterianas, no es por arraigada convicción, ni por el placer un tanto insulso de que nos admiren, sino por ese otro gusto mil veces más picante de que nos reprueben y critiquen... ”.
“...Ahora ya sé que barridos al cabo por el tiempo, elogios y reproches son igualmente vanos... las mejores restauraciones son aquellas que presididas por la nostalgia e iluminadas por una dulce melancolía, vivirán eternamente nobles en la gracia divina del recuerdo” (María Eugenia Alonso al responder la carta a don Lisandro Alvarado, Biblioteca Ayacucho, p. 566).
Las tres citas que desdibujan ese signo (significante/significado) llamado Teresa-Ifigenia-María Eugenia, cuyo significante viene a ser la imagen (las fotos de Teresa, la ventana iniciática y el espejo consumador de María Eugenia donde también se consuma el mito de Ifigenia) adquieren sentido a la luz del análisis que Régis Debray hace en su libro Vida y muerte de la imagen:
“Tal vez el verdadero estadio del espejo humano: contemplarse en un doble, alter ego, y, en lo visible inmediato, ver también lo no visible. Y a la nada en sí, no verse a sí mismo como casi nada en sí ‘ese no sé qué que no tiene nombre en ninguna lengua’. Traumatismo suficientemente angustioso para reclamar al momento una contracomedida: hacer una imagen del innombrable, un doble del muerto para mantenerlo con vida y, a la vez, no ver ese no sé qué en sí, no verse a sí mismo como casi nada. Inscripción significativa, ritualización del abismo por desdoblamiento especular. ‘Al sol y a la muerte no se les puede mirar la cara’. Perseo tuvo que utilizar un espejo para cortar la cabeza de Medusa. La imagen, toda imagen, es sin duda esa gran argucia indirecta, ese espejo en el que la sombra atrapa a la presa. El trabajo del duelo pasa así por la confección de una imagen del otro que vale por un alumbramiento. Si esa génesis se confirma, la estupefacción ante los despojos mortales, descarga fundadora de humanidad, llevaría a un mismo tiempo la pulsión religiosa y la pulsión plástica. O, si se prefiere, el cuidado de la sepultura y el trabajo de la efigie. Todo viene junto y lo uno por lo otro. De la misma manera que el niño agrupa por primera vez sus miembros al mirarse en un espejo, nosotros oponemos a la descomposición de la muerte la recomposición de la imagen...”.
“...La imagen sale de ultratumba amansada y estabilizada, para que el antepasado siga allí; para impedir que vuelva a molestarnos, para atrapar su alma voladora y rapaz en un objeto indubitable. Es imposible desembarazarse del doble sin materializarlo” (p. 27).

Notas

1. Frase tomada de la II conferencia de Teresa de la Parra. Obras completas, Biblioteca Ayacucho (p. 490).
2. Ifigenia fue la hija de Agamenon y Clitemnestra, cuyo sacrificio exigió la diosa Artemisa (Diana) para que la flota de los griegos, detenida en Áulide, pudiese zarpar con viento favorable hacia Troya. Sin embargo, cuando iba a consumarse el sacrificio, la diosa cambió a Ifigenia por una cierva. Esta historia ha inspirado a dramaturgos como Eurípides, Racine, Rotrou y Goethe.

Bibliografía

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