viernes, 12 de junio de 2009

Para evitar que el mundo se deshaga

Palabras de María Fernanda Palacios, escritas para ser leídas en el Acto Académico de Conferimiento del Título Doctor Honoris Causa. 28 de mayo de 2009

Profesores : Cecilia García Arocha, rectora de la Universidad Central de Venezuela y demás autoridades presentes, decanos y miembros del Consejo Universitario.
Profesores: Vicenzo Piero Lo Monaco, Decano de la Facultad de Humanidades y demás directivos y miembros del Consejo de la Facultad de Humanidades y Educación.
Profesor Vicente Lecuna, Director de la Escuela de Letras de la UCV
Profesores, estudiantes y egresados que hoy nos acompañan,

Señores, señoras y amigos presentes


Una profunda gratitud es el sentimiento que compartimos quienes recibimos hoy este título honorífico y es por eso que, en nombre de todos, agradezco en forma particular a los colegas y a los cuerpos académicos colegiados que propusieron, aprobaron y hoy nos confieren este doctorado. Pero existe otra gratitud más abarcante y más íntima a la vez, y más difícil de expresar; me refiero a la que surge de los vínculos que unen nuestras vidas con la insitución universitaria en general y con esta universidad en particular. Puedo asegurar que en la memoria y los afectos de cada uno de nosotros, la Universidad Central de Venezuela es una presencia entrañable y que estar aquí es también una manera de rendirle tributo a cuanto ella significa en nuestra historia académica y personal. Y gracias de corazón a todos los que hoy nos acompañan en este momento de emoción y alegría.

Permítanme añadir a esto la dicha que siento por compartir este honor en compañía de personas mucho más meritorias que yo, entre autores cuyas trayectorias respeto, cuyas obras admiro y maestros de quienes tanto aprendí y a quienes quiero tanto.

La tradición protocolar quiso que recayera sobre mí el privilegio adicional de escribir la pieza que acompaña estas ocasiones y es con una mezcla de vanidad y de vergüenza que paso ahora a hablar en nombre propio. Y en nombre propio quiero evocar el nombre de Oscar Palacios Herrera, mi tío, a quien debo no sólo mis primeras incursiones en el mundo del Quijote, sino también el que fuera para mí un ejemplo vivo de coraje y vocación docente, al renunciar a su Cátedra en la Facultad de Derecho, cuando la dictadura militar le impuso un infamante Consejo de Reforma a esta Universidad. Me gustaría que a través de estas páginas se sintiera su recuerdo y el recuerdo de muchos otros que no han tenido la oportunidad de recibir este honor, para quienes la docencia no es un cargo, ni una profesión sino una alegría y un compromiso cotidianos.

Experiencia, respeto y autoridad


Cuando me escucho decir con demasiada frecuencia y exagerado orgullo que ya llevo cuarenta años dando clases, siento un pellizco vergonzoso porque temo estar escudándome detrás de esos años de experiencia, como un subterfugio para no darme el trabajo de dudar de lo que hago; y temo que se apodere de mí la mirada condescendiente del que ya pasó por eso; la mirada desdeñosa o indiferente de quien ya lo vivió… Una mirada que ya no puede enseñar nada porque ya nada la conmueve ¿De qué puede servir una experiencia petrificada que no sufre los vaivenes de lo que sucede alrededor suyo?

La experiencia docente no es para tenerla almacenada como una posesión, ni para echársela en cara a los demás, ni para exhibirla como un título; creo que como toda experiencia verdadera es algo que se disuelve hasta hacerse instinto y memoria, y sólo nos enteramos de que está ahí cuando se la pone a prueba y debemos –como dicen los personajes de Conrad– “dar la talla”. Entonces, es ella quien responde por nosotros, ella quien sale al quite ofreciéndonos la salida justa: una palabra adecuada, un gesto de cortesía, una acción razonable o un impulso apasionado, en fin, ese heroísmo silencioso que provee la experiencia.

Es con esa experiencia, amasada día a día, que un profesor se gana el respeto de sus estudiantes y sus colegas. Y en ella confía como único escudo, cuando se ve enfrentado a situaciones que amenazan destruir ese sentimiento de respeto en que descansa su autoridad.

Antes que todo fuero legal, por debajo de cualquier filosofía y por encima de toda política pública, se halla el respeto como piedra angular de la educación. Y en tiempos turbulentos debemos volver a la fuente de ese respeto, al lugar donde nace la relación docente: el aula y las clases. Allí convergen sin confundirse la esfera privada y la pública; allí se abre para cada quien un camino de dos vías donde aprendemos a estar en el mundo y a circular por él sin perder la ruta de vuelta a nosotros mismos. Ese delicado equilibrio entre lo público y lo privado, lo colectivo y lo individual, lo propio y lo ajeno, es el contenido básico, insoslayable, de toda formación, independientemente de la carrera escogida.

Sentí que hoy resulta imprescindible para los universitarios recordar y reflexionar sobre ese respeto, sobre ese sentimiento civilizado, fundamento de toda convivencia, y por lo mismo, sostén invisible de nuestra autonomía.

La Universidad enfrenta los problemas que la aquejan apelando a su autoridad, pero se trata de una autoridad nacida y consolidada por el respeto que se respira en sus aulas y por la trama de vínculos civilizados que ese respeto ha tejido entre sus miembros. Su autoridad no se asienta en el ejercicio del poder y la fuerza, tampoco se limita a la que escuetamente puedan asignarle las leyes, sino que depende de la influencia que ejerce en la comunidad a través del prestigio que ha ganado a lo largo de las generaciones que se han formado en sus aulas. Es un ascendiente que actúa por sí solo y no necesita imponerse por la fuerza de las armas o de los tribunales. Pero es algo sumamente frágil cuando debe convivir con un poder que se ejerce sin autoritas, es decir, un poder que reina sobre un caos y descansa sobre el abuso, la coacción y la violencia.

Imágenes de violencia y estado de confusión


Hace ya una semana que los universitarios contemplamos con una mezcla de perplejidad, impotencia e indignación los restos de un automóvil incendiado y arrastrado al lugar donde se hacía más elocuente la violencia contra nuestra institución: en la Plaza Cubierta, entre el Aula Magna y la entrada del Rectorado. Esta imagen brutal dice más que todos los argumentos de cómo la barbarie ha conseguido quebrantar la trama de respeto y autoridad que rige la vida universitaria. Añádase a ésta otras imágenes aún más brutales, de las que afortunadamente no quedaron restos tan palpables: una horda de bárbaros sin rostro disparando armas de guerra por los corredores de la Universidad, imponiendo una ley de terror y obligando a evacuar las aulas de clase.

No faltará quien diga que esa violencia “hay que entenderla”. Yo digo que no: estamos ante hechos que rebasan la compresión e intentar comprenderlos equivale a explicarlos, cayendo así en la trampa maldita que los legitima y justifica. Porque de ese modo perderíamos de vista la salvajada y se pasaría por alto la violencia; es más, como en aquello que ésta destruye se encuentra la causa que la motiva, la universidad termina por ser ella la culpable y quienes la violentaron sus víctimas.

Disculpen quienes sientan que ocasiones solemnes como ésta no deben enturbiarse con hechos de página roja. Pero cuando la página roja llega hasta las aulas es porque, así no nos guste, se ha instalado como parte de nuestra realidad y hay que prestar oído a lo que dicta esta otra cátedra, antagonista de la educación, la cátedra de la violencia y del poder, del poder de la violencia y de la violencia del poder.

Estos hechos perturban desde hace tiempo nuestra vida académica y nos afectan, quiero decir que nos afligen. Suelen provocar reacciones de diverso tipo, resoluciones, comunicados, foros y asambleas, palabras impotentes, manotazos desesperados, condenas irrisorias; también podrían ganar adeptos, desatar contagios. Esta violencia tiene, pues, una longitud de onda mayor, de alcance psicológico, que daña la trama profunda de la enseñanza, imponiendo un estado de confusión y desorientación, que envenena poco a poco nuestras fuentes de autoridad.
Quien intente acabar con semejante estado de confusión directamente, con soluciones y diálogos agenciados desde arriba, quedará atrapado en ello y contribuirá sin darse cuenta a hacerlo más fuerte y a prolongarlo.

Tampoco es hora de entonar cantos de tolerancia, de amor y de paz, sino mirar de frente cómo se nos muestra la intolerancia, el lugar que ocupa, la fuerza que despliega y aun la fascinación que ejerce. ¿Qué sentido tiene decir que estamos en favor de no matarnos los unos a los otros, y abogar por la pluralidad... y que “cien flores se abran y florezcan cien escuelas ideológicas”, como rezaba el lema del maoísmo, mientras varios millones de chinos morían víctimas de su otra consigna, aquella del “gran salto adelante”?

Juan de Mairena, aquel sabio profesor, hijo apócrifo de Antonio Machado, aconsejaba a sus alumnos meditar sobre las frases más ordinarias, por ser las más ricas y significativas: “Reparad –decía– en ésta de carácter metafísico ¿A dónde vamos a parar?” ¿No sería éste el ejercicio que debería encabezar de ahora en adelante nuestros cursos, investigaciones y agendas académicas?
Amortiguar los efectos de esta violencia, poniéndole obstáculos a su expansión y cobrando conciencia de su alcance, nos lleva nuevamente al lugar de donde partimos. A las fuentes de nuestra autoridad: al aula de clases. Un clima de aprendizaje es más valioso que un saco de explicaciones. Allí es donde podemos aun apostar por unas pautas de convivencia nacidas del respeto.

No somos prestadores de servicios, ni gerentes, mucho menos predicadores, apóstoles, caudillos o comandantes, somos maestros y nuestro asunto es dar clases. Me gusta el verbo “dar”; impartir o dictar son términos que tienen algo de sacerdotal, mientras que dar clases evoca más bien la imagen de un concierto, donde aun la disonancia es música. Allí el respeto es algo que nace de manera necesaria y natural, los instrumentos no se toleran entre sí, se escuchan, pero ninguno pretende acallar a los demás y cada uno tiene su propio sonido inconfundible.


La clase nos ofrece, en los momentos más desconcertados, la posibilidad de afinarnos en conjunto.

Somos herederos: educar es dar formas


“Evidentemente cada generación se cree dedicada a rehacer el mundo. Sin embargo, la mía sabe que no lo rehará. Pero acaso su misión sea más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga”. Estas palabras de Albert Camus resumen para mí la misión docente de nuestros días. Podría parecer pretenciosa y desmesurada a no ser porque para un profesor este mundo a punto de deshacerse está encarnado en cada estudiante que tiene delante. Es una tarea concreta y compatible con nuestras propias zozobras, no una misión abstracta y titánica.
Pero quizá debo precisar un poco más en qué consiste este trabajo.


El mundo se “deshace” cuando carece de contornos y de límites (cuando no se sabe “a dónde va a parar”). Esta situación no es nueva. Ya Hamlet lo sentía desencajado, “fuera de sus goznes” (out of joint). Pero no es el mundo lo que debemos remendar, es dentro de cada ser humano donde podemos constatar una falta de formas y peor aún, una atrofia en el órgano o la facultad capaz de observarlas y mantenerlas; sin ellas, vivimos a la deriva, como de paso, pisoteando el mundo que hemos recibido como herencia. En tal sentido, el ser humano es ante todo un heredero y no hay tarea más urgente para un educador que la de hacerlo consciente de esa condición y enseñarle a valorar su herencia.

Al mencionar su condición de heredero aludo a un fundamento anterior al de los “derechos” humanos, sin que por ello se esté propugnando el culto de algún patrón de identidad colectiva o volkgeist. Lo que me interesa subrayar es que ese mundo que queremos evitar que se deshaga está hecho de tiempo humano y es una trama de continuidades, y el énfasis exagerado que ha puesto la modernidad en unos derechos desprendidos de y hasta enfrentados a esta otra razón patente en las tradiciones, las creencias, la lengua y las instituciones que heredamos, ha servido para alimentar una imagen quimérica y abstracta del individuo, sin conexiones memoriosas, que está erosionando, precisamente, la experiencia y el respeto en que descansa la educación.


Además, la historia nos informa cómo, cuando esos derechos naufragan, a través de esa herencia es que lo humano sobrevive y prevalece. A esto me refería cuando mencioné el peligro de vivir como si estuviéramos de paso, ignorando o desdeñando la continuidad de la cultura a través de las generaciones.

Hasta no hace mucho un hombre educado era aquel que exhibía una amplia formación humanística, hoy en día, un hombre educado no pasa de ser un hombre que aspira no caer en la barbarie que lleva consigo. Pero este último seguramente está más cerca del verdadero humanismo. Sabe que los bárbaros siguen siendo una suerte de solución.

El carácter y la formación

Somos educadores, maestros –siempre que despojemos a esta palabra de la aureola reverente que todavía tiene en algunas culturas y le devolvamos la humildad un tanto desdeñosa con que la pronuncian los doctores. Somos maestros, digo, y como tales no podemos contentarnos con adiestrar e instruir de manera sistemática. Al maestro le importa el carácter de cada estudiante y no sólo transmitir conocimientos. Y por esto le importa la forma en que se aprende, tanto o más que los contenidos que enseña. Esta educación es principalmente autoformación. Entre otras cosas, porque la formación del carácter no cabe dentro del horizonte habitual del curriculum y rebasa tanto la formación profesional como la formación ciudadana. El carácter es aquello que nunca se ajusta del todo a las expectativas y los horizontes colectivos y obedece ese oscuro llamado a ser únicos y distintos. Es él quien colabora tenazmente a la hora de impedir el triunfo de las tendencias uniformadoras de cualquier tipo.

Creo que ha llegado el momento de decirlo, también en el aula corremos el riesgo de que el mundo se deshaga y es allí donde el peligro es mayor. Y hay que reconocer que los maestros y las universidades hemos contribuido no poco en esta empresa de destrucción de las formas a través de una educación supuestamente crítica, que sólo busca adhesiones militantes, convicciones inquebrantables y reemplaza las valoraciones individuales con el adoctrinamiento ideológico.

El verdadero maestro no transmite un único ideal de vida, porque sabe que el hombre nuevo es también el hombre hueco, el hombre relleno, los hollow men del poema de T. S. Eliot:

Somos los hombres huecos /

somos los hombres rellenos /

apoyados uno en otro
La cabeza llena de paja. ¡Ay! /

Nuestras voces resecas, cuando /

susurramos juntos
están quietas y sin significado /

como el viento sobre la hierba seca /

o las patas de las ratas sobre cristales rotos /

en la bodega vacía de nuestras provisiones.

Tampoco estoy abogando por una educación neutral. El maestro tiene la obligación de elegir y de valorar, atreverse a negar y afirmar. La ecléctica indiferencia ante distintas alternativas, el cómodo vale todo, desemboca en un canallesco disfraz de amplitud. Así, a la angustia de la frase que examinaba Juan de Mairena, ¿adónde vamos a parar?, se le responde con el cinismo postmodernista del “¿y por qué no?”

El maestro debe mediar entre la salvaje variedad de cada estudiante y la uniformidad de contenidos a que aspira un curriculum. A él le corresponde impedir que esos contenidos achaten, nivelen, uniformen la enseñanza impidiendo la autoformación. Pero también le corresponde velar porque la naturaleza anárquica o indómita del estudiante acepte los frenos y los cauces por donde se desliza el aprendizaje de las formas heredadas. En artes y en letras ese ingrediente es mucho más necesario aún. Al fin y al cabo, profesiones como la medicina o la ingeniería necesitan una amplia y sólida base de competencias similares, pero en humanidades y en especial en artes y letras, el perfil individual de cada estudiante es lo que debe acentuarse y afinarse cada vez más, hasta que cada graduado sea único y distinto del otro, y cada formación sea única; aquí lo que importa no es su lugar en la promoción sino su lugar en el mundo y la peculiaridad del sonido que tendrá ese instrumento con que lo transformará en música.

Si abandonamos la idea de la educación como un simple adiestramiento con fines exteriores, tendremos que remontarnos a su esencia y emplear la palabra formación: lo humano entendido como impulso plástico, como forma, un arte donde la existencia misma alcanza su justificación.
Desde esta perspectiva la poesía recobra el lugar central que una vez tuvo en la historia de la educación. Werner Jaeger, en su invaluable estudio sobre la Paideia, dice con la pasión contenida de los grandes scholars: “Los valores más altos adquieren generalmente, mediante su expresión artística, el significado permanente y la fuerza emocional capaz de mover a los hombres. […] Sólo el arte posee, al mismo tiempo, la calidez universal y la plenitud inmediata y vivaz que constituyen las condiciones más importantes de la acción educadora. Mediante la unión de estas dos modalidades de acción espiritual, [el arte] supera al mismo tiempo a la vida real y a la reflexión filosófica. La vida posee una plenitud de sentido pero sus experiencias carecen de valor universal. Se hallan demasiado interferidas por sucesos accidentales para que su impresión pueda alcanzar siempre el mayor grado de profundidad. La filosofía y la reflexión alcanzan la universalidad y penetran en la esencia de las cosas. Pero actúan tan sólo en aquellos para los cuales sus pensamientos llegan a adquirir la intensidad de lo vivido personalmente. De ahí que la poesía aventaje a toda enseñanza intelectual y a toda verdad racional, pero también a las meras experiencias accidentales de la vida real. Es más filosófica que la vida real […] Pero es, al mismo tiempo, por su concentrada realidad espiritual, más vital que el conocimiento filosófico” (49-50)
Varias décadas después, el poeta ruso Josef Brodsky, en su Conferencia del Nobel, complementa y actualiza esa idea cuando dice que una obra de arte, especialmente una obra literaria, “nos invita a una conversación íntima y entabla con cada uno de nosotros una relación directa, sin intermediarios. Por esta razón –agrega– el arte en general, especialmente la literatura y, en concreto la poesía reciben tan escaso apoyo por parte de los paladines del bien común, los caudillos de masas, los heraldos de la inevitabilidad histórica. Pues allí donde ha llegado el arte, allí donde se ha leído un poema, en vez de la aceptación y la unanimidad que éstos presuponían, sólo hallan indiferencia y polifonía”. Es decir, el arte introduce individuos autónomos y conciencias separadas; en lugar de seres uniformados, convencidos y seguros, surgen rostros únicos, inusuales y cambiantes.

Para Brodsky la meta de toda formación es la de llegar a ser dueños de una vida propia y no sólo de la propia vida, una vida no impuesta ni fabricada por otros”. En esta tarea los profesores de artes y letras tenemos la posibilidad de contribuir con cierta eficacia ya que la experiencia del arte y las letras es algo fundamentalmente individual, que hace más íntima nuestra experiencia del mundo y, como dijo Brodsky, “podría convertirse si no en una garantía, al menos en una forma de defensa contra la esclavitud”.

En estas páginas he querido dejar constancia de cuánto debo a esta Universidad, a la Escuela de Letras, a mis profesores, a mis colegas y sobre todo a los estudiantes que han pasado por mis cursos, porque sin ellos nada tendría sentido y gracias a ellos siento que esta vida vale la pena cada día.

Por María Fernanda Palacios.
Caracas, Paraninfo de la UCV, 28 de mayo de 2009


Este discurso fue publicado en Re-Lecturas (www.relecturas.org) consultado el 26.06.2009 a las 10.22 am
Cualquier contacto hacerlo a: Enza García
Editora de Guía del Lector

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