sábado, 21 de octubre de 2017

Estragos

Por: Leticia S. Muné

Los pensamientos son arañas que se extienden, que entretejen
sus patas formando una red en mi cabeza. Buscan la unión,
conspiran a aquel movimiento que es la fuerza vital de la humanidad
y que no deja de ser su muerte. Parecen entrometerse los
unos con los otros, pero mis palabras no los acompañan, sólo
logran su separación y ramificación hacia lugares distintos, imposibles
de encontrar. Como si las palabras fueran amos omniscientes
y aplastantes que ahogan a los pensamientos convertidos
en simples sombras. Malditas las palabras. Feroces sus mandatos.
A veces tan absurdas en su disfraz que cubren de simpáticos
comentarios, ideas oscuras, escabrosas, angustiantes. Mortíferas
las palabras. Asesinas. Y encima las tengo que usar hasta para maltratarlas.
Engullen mis pasiones más profundas. Las absorben
hasta su desaparición o hasta el atragantamiento. Y así siento mi
estómago. Tan rebosante de congoja y negros fantasmas que provocan
asperezas y arcadas en mi garganta. Cuando esas engañeras
no juegan a la escondida y se lo digo a mamá, no me cree. No
entienden tampoco el Gonza ni papá ni la enfermera que viene
todos los días a traerme cada comida a cada horario correspondiente.
No me creen que estoy llena de cavilaciones, que no hay
lugar para una porción de pastel o para un bife con ensalada. Y
no me permiten desprenderlas, no me dejan usar y abusar de palabras
para arrojarlas fuera de mi cuerpo repleto. No comprenden
que así quedaría un rincón para un trozo de pan o para una fruta.
Y nada quieren saber de que vomitando mis pensamientos, vomitando
las palabras, ya no tendré que vomitar la comida.
Son las cinco.
Ahí llegó de nuevo la enfermera con una bandeja
sobre la que hay una taza de café con leche, dos medialunas
y unos sobrecitos de azúcar. La deja sobre la cama. Miro con asco.
Carla, así se llama, me sonríe y me acaricia la cabeza. Sé que le doy
lástima, pero, ¿qué hace con su lástima? Abro la boca, preparo mis
cuerdas vocales y, a punto la palabra de saltar, estalla la puerta que
se cierra. Un puñado más de letras que hinchan mi estómago.
Tomo un sorbo de café con leche, siento su trazo duro y caliente
como si fuera una piedra a punto de explotar. Doy un bocado a
una medialuna, mastico lenta, afanadamente y trago. Siempre
acompañada de la sensación del asco. Como poco a poco y las
palabras se amontonan, se aplastan. Las que desoyeron mamá,
papá y el Gonza; las que debí tragar ásperamente, sin un mínimo
baño de saliva, sin nada que pudiera suavizar su espesura; las que
nunca pude decir. Los pensamientos se sienten aún más apretujados,
más apelmazados por la comida que los aplasta. En el instante
de su mayor profundidad, justo en el punto en que creen
escabullirse para siempre, empujan hacia arriba, buscan la evasión
de aquel engrudo de comida que ya nada puede con el de mis
voces e imágenes. Comienzan las arcadas. No puedo evadirles el
paso. Luego, los temblores y una convulsión que se extiende desde
el interior hacia mi garganta. Me paro y me dirijo hacia el baño.
Comienzo a escupir todo ese enmarañamiento de comida y palabras
que llaman vómito. Ahí van las malditas, las que se disfrazan,
las desnudas, las embusteras, las angustiadas, las de amor. Y
ahí va parte de mi vida, hecha pedazos, desechos de los que nadie
quiere saber. De repente, el ligero movimiento de un brazo que
rodea mi cintura y me saca de ahí. Ahora empieza el llanto sobre
el hombro de Carla, el amparo en la textura de su pecho joven,
pero firme y seguro. Me cepillo los dientes, me enjuago la boca
en el fallido intento de borrar ese gusto amargo, maloliente de mi
feroz expulsión. Después viene la hora del ensueño, del acurrucarse
en la almohada y pensar en vagas apariencias, del tocarse y
suspirar. No sé hasta cuándo durará este atajo.
El dubitar se ha vuelto el dueño y jefe de mi mente. Y es un trabajo arduo y cotidiano intentar su expresión y evitar el estrago. ¿Cuándo vendrá
el día en que la comida se separe de las palabras, en que el alma
no maltrate ya al cuerpo, en que mi boca se abra para vomitar no
más que ideas y emociones? He pasado ya un año en este hospital.
Mamá viene todos los días. Papá se queda por las noches y el
Gonza me llama por teléfono y me manda cartitas por medio de
ellos. A veces también me visita. Y todas son ocasiones para tragar
más y más palabras, para atorarme con la vida que pesa, con
el dolor que me penetra, con los pensamientos que se interponen,
con sus estragos.
Hoy estoy repleta de los desencantamientos que he acumulado
durante diecisiete años.
El primero lo sufrí cuando, adorando
yo a mi maestra de aquel primer grado, le regalé una tarjeta que
había escrito durante toda la tarde anterior. A la hora del recreo,
uno de mis compañeros se acercó con ese pequeño papel en el que
había plasmado más o menos prolijamente las palabras más dulces
de las que era capaz en ese momento y me dijo que lo había
encontrado en el cesto de la basura. No pude sacar de mí sonido
alguno. Mi mutismo fue absoluto y las lágrimas, instantáneas.
En otra ocasión, cuando tenía once años, había estado mirando una
de las revistas que leían los «grandes» y encontré una caricatura
muy chistosa del que era en aquel momento presidente de la nación.
La copié punto a punto y nunca me salió mejor dibujo. Me sentí
muy orgullosa. Era algo así como un cruce, como el rompimiento
de una barrera, la de mis propias habilidades. Lo llevé a la escuela
y se lo mostré a mi maestra de dibujo, quien, emitiendo una risita
irónica y alzando sus cejas con soberbia, me dijo: «esto no lo hiciste
vos». Podría haber contradicho su argumento, podría haberla
insultado… Incluso podría haber hecho uso de una manifestación
pacífica y hacer el mismo dibujo en su cara… Pero no, cobardemente
callé. ¿Y qué decir de las infinitas quejas, incomprensiones
y necios reclamos que mis oídos debieron soportar cuando
ingresé en la que los adultos, creyéndose tan superados, llaman
edad de los conflictos? Así se fueron aglomerando múltiples
momentos de mi vida, viñetas de una historia que no puedo olvidar,
trozos de gestos, palabras y gritos que provocaron las más
diversas e insoportables indigestiones a mi estómago y a mi corazón.
Comencé a evadirme de toda esa molestia en las fiestas y
cumpleaños, cuando tomábamos cerveza y otras bebidas… ¿Quién
creería que el alcohol era una excusa para poder expulsar de mi
estómago todas aquellas sensaciones que deglutí durante tanto
tiempo? Después empecé, a escondidas, a comer y comer cada vez
más, sin siquiera mirar qué era lo que me llevaba a la boca, para
luego provocarme el vómito.
Ahora estoy acostada en esta cama de hospital. Creen que
teniéndome bajo su control, no caeré en esa conducta «tan peligrosa
para mí» y no advierten que de lo que me liberan las náuseas
es de lo mismo que ellos me embuten. Son las nueve, hora de la
cena estúpidamente programada. Entra Carla, ahora con una
bandeja sobre la que hay un plato de sopa, una presa de pollo,
puré y un vaso de agua. Tendré que pasar toda esa comida que
con su solo olor provoca ya mi asco. Se acerca con la misma sonrisa
de ayer, la perfectamente guardada para este momento. Tiene
una risita y un pequeño discurso para cada comida del día. Se
acerca. Deja la bandeja sobre la cama y justo en el momento en
que va a proferir sus tontas palabras, alzo mi voz, soplo hacia
adentro y, con toda la fuerza de mi estómago, comienzo a cantar
tan alto que las ventanas y puertas retumban. La enfermera también
se sobresalta y corre hacia atrás. Me mira asombrada. Yo no
puedo detenerme. La música nace de mi interior, de aquel pozo
en el que se trenzan y amontonan mis emociones y pensamientos.
Cantando una brutal y violenta canción que no puedo
recordar, despliego y despedazo en sus versos cada una de las
desesperanzas sufridas a lo largo de todos estos años, cada una
de las viñetas imposibles de digerir, cada estrago del que me siento
culpable…
Mamá, papá y el Gonza están muy contentos. Desde aquel
episodio musical, hace ya dos semanas que no provoco el vómito.
Carla ha conseguido que venga una vez por semana una profesora
de canto y quizá el año que viene empiece a estudiar música.
Todos están muy alegres y no hacen más que expresarme su algarabía.
Pero siguen, por supuesto, sin saber si yo realmente soy
feliz. Siguen provocando esa madeja de palabras sofocadas,
aplastadas en su común resentimiento, y que yo descargo ahora
en cada nota musical, en cada grito desesperado e impetuoso en
que se han convertido mis canciones… Ellos no saben que escupo
en mi voz tantos dichos, lágrimas y reproches. Ellos no saben que
en cada ritmo que sale de mi boca, antes de mi estómago, pulverizo
cada una de sus palabras y cada una de mis respuestas, no
saben que en cada sílaba musical, en cada tono de voz, los estoy
aniquilando.

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