Por: Leticia
S. Muné
Los pensamientos son arañas
que se extienden, que entretejen
sus patas formando una red en mi cabeza. Buscan la unión,
conspiran a aquel movimiento que es la fuerza vital de la
humanidad
y que no deja de ser su muerte. Parecen entrometerse los
unos con los otros, pero mis palabras no los acompañan, sólo
logran su separación y ramificación hacia lugares distintos,
imposibles
de encontrar. Como si las palabras fueran amos omniscientes
y aplastantes que ahogan a los pensamientos convertidos
en simples sombras. Malditas las palabras. Feroces sus
mandatos.
A veces tan absurdas en su disfraz que cubren de simpáticos
comentarios, ideas oscuras, escabrosas, angustiantes.
Mortíferas
las palabras. Asesinas. Y encima las tengo que usar hasta para
maltratarlas.
Engullen mis pasiones más profundas. Las absorben
hasta su desaparición o hasta el atragantamiento. Y así
siento mi
estómago. Tan rebosante de congoja y negros fantasmas que
provocan
asperezas y arcadas en mi garganta. Cuando esas engañeras
no juegan a la escondida y se lo digo a mamá, no me cree. No
entienden tampoco el Gonza ni papá ni la enfermera que viene
todos los días a traerme cada comida a cada horario
correspondiente.
No me creen que estoy llena de cavilaciones, que no hay
lugar para una porción de pastel o para un bife con ensalada.
Y
no me permiten desprenderlas, no me dejan usar y abusar de
palabras
para arrojarlas fuera de mi cuerpo repleto. No comprenden
que así quedaría un rincón para un trozo de pan o para una
fruta.
Y nada quieren saber de que vomitando mis pensamientos,
vomitando
las palabras, ya no tendré que vomitar la comida.
Son las cinco.
Ahí llegó de nuevo la enfermera con una bandeja
sobre la que hay una taza de café con leche, dos medialunas
y unos sobrecitos de azúcar. La deja sobre la cama. Miro con
asco.
Carla, así se llama, me sonríe y me acaricia la cabeza. Sé
que le doy
lástima, pero, ¿qué hace con su lástima? Abro la boca,
preparo mis
cuerdas vocales y, a punto la palabra de saltar, estalla la
puerta que
se cierra. Un puñado más de letras que hinchan mi estómago.
Tomo un sorbo de café con leche, siento su trazo duro y
caliente
como si fuera una piedra a punto de explotar. Doy un bocado a
una medialuna, mastico lenta, afanadamente y trago. Siempre
acompañada de la sensación del asco. Como poco a poco y las
palabras se amontonan, se aplastan. Las que desoyeron mamá,
papá y el Gonza; las que debí tragar ásperamente, sin un
mínimo
baño de saliva, sin nada que pudiera suavizar su espesura;
las que
nunca pude decir. Los pensamientos se sienten aún más
apretujados,
más apelmazados por la comida que los aplasta. En el instante
de su mayor profundidad, justo en el punto en que creen
escabullirse para siempre, empujan hacia arriba, buscan la
evasión
de aquel engrudo de comida que ya nada puede con el de mis
voces e imágenes. Comienzan las arcadas. No puedo evadirles
el
paso. Luego, los temblores y una convulsión que se extiende
desde
el interior hacia mi garganta. Me paro y me dirijo hacia el
baño.
Comienzo a escupir todo ese enmarañamiento de comida y
palabras
que llaman vómito. Ahí van las malditas, las que se
disfrazan,
las desnudas, las embusteras, las angustiadas, las de amor. Y
ahí va parte de mi vida, hecha pedazos, desechos de los que
nadie
quiere saber. De repente, el ligero movimiento de un brazo
que
rodea mi cintura y me saca de ahí. Ahora empieza el llanto
sobre
el hombro de Carla, el amparo en la textura de su pecho
joven,
pero firme y seguro. Me cepillo los dientes, me enjuago la
boca
en el fallido intento de borrar ese gusto amargo, maloliente
de mi
feroz expulsión. Después viene la hora del ensueño, del
acurrucarse
en la almohada y pensar en vagas apariencias, del tocarse y
suspirar. No sé hasta cuándo durará este atajo.
El dubitar se ha vuelto el dueño y jefe de mi mente. Y es un
trabajo arduo y cotidiano intentar su expresión y evitar el estrago. ¿Cuándo
vendrá
el día en que la comida se separe de las palabras, en que el
alma
no maltrate ya al cuerpo, en que mi boca se abra para vomitar
no
más que ideas y emociones? He pasado ya un año en este
hospital.
Mamá viene todos los días. Papá se queda por las noches y el
Gonza me llama por teléfono y me manda cartitas por medio de
ellos. A veces también me visita. Y todas son ocasiones para
tragar
más y más palabras, para atorarme con la vida que pesa, con
el dolor que me penetra, con los pensamientos que se
interponen,
con sus estragos.
Hoy estoy repleta de los desencantamientos que he acumulado
durante diecisiete años.
El primero lo sufrí cuando, adorando
yo a mi maestra de aquel primer grado, le regalé una tarjeta
que
había escrito durante toda la tarde anterior. A la hora del
recreo,
uno de mis compañeros se acercó con ese pequeño papel en el
que
había plasmado más o menos prolijamente las palabras más
dulces
de las que era capaz en ese momento y me dijo que lo había
encontrado en el cesto de la basura. No pude sacar de mí
sonido
alguno. Mi mutismo fue absoluto y las lágrimas, instantáneas.
En otra ocasión, cuando tenía once años, había estado mirando
una
de las revistas que leían los «grandes» y encontré una
caricatura
muy chistosa del que era en aquel momento presidente de la
nación.
La copié punto a punto y nunca me salió mejor dibujo. Me
sentí
muy orgullosa. Era algo así como un cruce, como el
rompimiento
de una barrera, la de mis propias habilidades. Lo llevé a la
escuela
y se lo mostré a mi maestra de dibujo, quien, emitiendo una
risita
irónica y alzando sus cejas con soberbia, me dijo: «esto no
lo hiciste
vos». Podría haber contradicho su argumento, podría haberla
insultado… Incluso podría haber hecho uso de una
manifestación
pacífica y hacer el mismo dibujo en su cara… Pero no,
cobardemente
callé. ¿Y qué decir de las infinitas quejas, incomprensiones
y necios reclamos que mis oídos debieron soportar cuando
ingresé en la que los adultos, creyéndose tan superados,
llaman
edad de los conflictos? Así se fueron aglomerando múltiples
momentos de mi vida, viñetas de una historia que no puedo
olvidar,
trozos de gestos, palabras y gritos que provocaron las más
diversas e insoportables indigestiones a mi estómago y a mi
corazón.
Comencé a evadirme de toda esa molestia en las fiestas y
cumpleaños, cuando tomábamos cerveza y otras bebidas… ¿Quién
creería que el alcohol era una excusa para poder expulsar de
mi
estómago todas aquellas sensaciones que deglutí durante tanto
tiempo? Después empecé, a escondidas, a comer y comer cada
vez
más, sin siquiera mirar qué era lo que me llevaba a la boca,
para
luego provocarme el vómito.
Ahora estoy acostada en esta cama de hospital. Creen que
teniéndome bajo su control, no caeré en esa conducta «tan
peligrosa
para mí» y no advierten que de lo que me liberan las náuseas
es de lo mismo que ellos me embuten. Son las nueve, hora de
la
cena estúpidamente programada. Entra Carla, ahora con una
bandeja sobre la que hay un plato de sopa, una presa de
pollo,
puré y un vaso de agua. Tendré que pasar toda esa comida que
con su solo olor provoca ya mi asco. Se acerca con la misma
sonrisa
de ayer, la perfectamente guardada para este momento. Tiene
una risita y un pequeño discurso para cada comida del día. Se
acerca. Deja la bandeja sobre la cama y justo en el momento
en
que va a proferir sus tontas palabras, alzo mi voz, soplo
hacia
adentro y, con toda la fuerza de mi estómago, comienzo a
cantar
tan alto que las ventanas y puertas retumban. La enfermera
también
se sobresalta y corre hacia atrás. Me mira asombrada. Yo no
puedo detenerme. La música nace de mi interior, de aquel pozo
en el que se trenzan y amontonan mis emociones y
pensamientos.
Cantando una brutal y violenta canción que no puedo
recordar, despliego y despedazo en sus versos cada una de las
desesperanzas sufridas a lo largo de todos estos años, cada
una
de las viñetas imposibles de digerir, cada estrago del que me
siento
culpable…
Mamá, papá y el Gonza están muy contentos. Desde aquel
episodio musical, hace ya dos semanas que no provoco el
vómito.
Carla ha conseguido que venga una vez por semana una
profesora
de canto y quizá el año que viene empiece a estudiar música.
Todos están muy alegres y no hacen más que expresarme su
algarabía.
Pero siguen, por supuesto, sin saber si yo realmente soy
feliz. Siguen provocando esa madeja de palabras sofocadas,
aplastadas en su común resentimiento, y que yo descargo ahora
en cada nota musical, en cada grito desesperado e impetuoso
en
que se han convertido mis canciones… Ellos no saben que
escupo
en mi voz tantos dichos, lágrimas y reproches. Ellos no saben
que
en cada ritmo que sale de mi boca, antes de mi estómago,
pulverizo
cada una de sus palabras y cada una de mis respuestas, no
saben que en cada sílaba musical, en cada tono de voz, los
estoy
aniquilando.
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