martes, 25 de octubre de 2011

PELIGROSO


de Olga Cortés


Mamá no me deja salir de casa solo. Y a mí me encanta la aventura. Si pudiera, me enfrentaría a lo desconocido. Exploraría las selvas misteriosas, subiría a los árboles más altos y atravesaría las profundas aguas del mar. Visitaría todos los lugares que mi abuela dice que existen, pero debo tener cuidado. Ayer salí en secreto y como me advirtió mamá, me enfrenté al ser más horripilante y peligroso del mundo.

Soy el más chico de la familia, por eso me cuidan tanto. Es un fastidio porque, mientras mis hermanos corren como chiflados y juegan al escondido afuera, debo quedarme tranquilito, paseando de una habitación a otra, hasta que mi abuela se desocupa y me cuenta historias. Entonces, mi imaginación estalla como luces de bengala.

Cuando mis hermanos duermen, felices y agotados, me pongo a ver el cielo. Está muy lejos. Me pregunto que habrá al otro lado, si las nubes serán relleno de cojín, o las estrellas luciérnagas espaciales. Abuela comenta que la luna es un jardín de conejos. Para papá no es más que una gigantesca torta de queso.

-No le llenen la cabeza de ideas locas-protesta mamá-. Un día de estos querrá viajar a la luna para averiguar.

A mí me parece una idea fabulosa.

Adoro a Juan. Él me entiende y me rescata del cautiverio. Espera a que nadie lo vea y… ¡zuam!, me carga y salimos al jardín. ¡Qué lindo es! La grama es olorosa. Y hay pájaros alegres y frutas picoteadas. Una vez me llevó al parque y comprobé que era tan espectacular como decía mi abuela. Fue un ratito, el ratito más emocionante de mi vida. Cuando regresamos, Juan dijo:

-Otro día lo hacemos de nuevo.

Nadie se dio cuenta de nuestra fuga, y yo me puse a pensar en lo que había visto: niños jugando, flores abiertas y árboles susurrando. No había nada de peligro. Al contrario, todo era tan perfecto que mi corazón vibraba porque quería quedarme allí el resto de la existencia.

Ayer desperté temprano, cuando sentí el sol en la cara. Me paré y escuché con atención. No se oía nada, sólo la respiración del sueño. Yo quería ir al parque. Fui al cuarto de Juan, pero estaba rendido. Tal vez no iba a la escuela y descansaría como un oso, quién sabe hasta cuándo. No podía contar con él. Llegué a la sala y… ¡Sorpresa!, la puerta estaba abierta.

Salí y me encegueció la luz de la mañana. Pasó rápido. Miré a todos lados, y no había rastros de monstruos ni de fieras. ¡Que se aparecieran y ya verían con quién se enfrentaban! Todo estaba en paz.

Bajé los escalones, contento por la fantástica aventura que me esperaba. Olía a monte y a limón verde. De pronto, sentí que las matas se estremecían. Recordé lo que había dicho mamá y me asusté. Como no pasaba nada, pensé: “son ideas mías”. No, cuando casi llegaba a la calle lo vi, agazapado entre los arbustos, con la intención de acabar conmigo.

Era horrible, el ser más maligno que había visto en mi vida, corpulento y peludo. Sus ojos parecían dos antorchas que podían achicharrar de un vistazo. Me observaba como si fuera su más grande enemigo. Yo quería regresar, pero la entrada de la casa ya estaba lejos. Además, quedé petrificado.

Una guacamaya huyó espantada cuando lo vio. Soltó algunas plumas del susto. El monstruo no esperó más y saltó. Me amenazaba con sus enormes garras. Gruñía como un loco y soltaba un vapor espeso. El aliento era una mezcla de pescado podrido y leche agria. ¡Wuac, olía muy mal! Entonces, no tuve duda: era un enviado del infierno.

Salí de la parálisis y escapé. Yo corría y él detrás. Entré y salté sobre los muebles. Él también. Subí a la mesa y en un segundo estaba a mi lado. Trepé por la biblioteca, como una araña. Me veía burlonamente desde el suelo. Ya creía que estaba a salvo cuando saltó como una rana. Era la bestia o el abismo. No lo dudé. Caí sobre el revistero. El monstruo hizo lo mismo y se llevó un adorno de cristal por el medio. Arrinconado y sin saber qué hacer, sentí que era el fin.

Juan escuchó el ruido. Imaginó que era un bandolero y vino con su bate de béisbol para defenderse. Caminando lento, observaba el desastre de vidrios rotos. Yo, mientras tanto, veía llegar el zarpazo brutal que terminaría con mis deseos de aventuras, o lo que era peor, con mi corta vida. Entonces, sucedió un milagro, Juan nos vio y gritó:

-¡¿Qué haces Micifuz?!

La bestia recogió su garra y respondió:

-¡Miau!

Indiferente y con el paso pausado de los felinos, se fue a la cocina. Nosotros hicimos lo mismo. Juan agarró una manzana y a mí me dio un trozo de queso. Olía exquisito. Salté del bolsillo de su camisa para comérmelo.

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