por Antonio Orlando Rodrìguez
Los libros de temática gay o lesbiana destinados a jóvenes lectores
han dejado de ser una rareza en la actualidad. Los países nórdicos fueron
pioneros —como en tantas otras cosas relacionadas con el sexo— en dar
a conocer historias en las que los protagonistas adolescentes descubren o
asumen su condición de homosexuales, y han continuado abordando esa
temática con ángulos y premisas novedosos. Un título paradigmático dentro
esa producción es Jim en el espejo, excelente Bildungsroman de la autora
sueca Inger Edelfeldt, dirigida a los adolescentes. También la literatura juvenil
anglosajona (con especial atención la estadounidense) se ha ocupado, con
distintos grados de profundidad, de la temática de las «minorías sexuales». Si
Audabe (1957), del británico Kenneth Martin, resultó polémica en el momento
de su aparición, por la sinceridad con que reflejaba la compleja relación
homoerótica de dos adolescentes, un cuarto de siglo más tarde la lírica y reflexiva
Annie on My Mind (1982), de Nancy Garden, en que se narra cómo dos
chicas de diecisiete años se conocen en el Museo Metropolitano de Arte de
Nueva York y se enamoran una de la otra, no tuvo problemas para ser elegida
por la American Library Association de Estados Unidos como una de las
mejores novelas para jóvenes editadas en el período 1970-1982.
Pero la homosexualidad no ha estado circunscrita al terreno de la narrativa
juvenil, sino que también ha sido abordada, de distintas maneras, en
los álbumes ilustrados dirigidos a los lectores más pequeños. Un precursor
de esta vertiente fue Oliver Button Is a Sissy (1979), del renombrado autor
e ilustrador gay estadounidense Tommy de Paola, en que el héroe es un niño
que prefiere danzar y pintar, a los juegos rudos que sus condiscípulos practican.
Y, más recientemente, el desenfadado y explícito Rey y rey (2000), de
las holandesas Linda de Haan y Stern Nijland, ha recibido montañas de elogios
por la forma en que actualiza un viejo motivo de los cuentos maravillosos:
un príncipe heredero deambula de reino en reino buscando una princesa
para casarse y desdeñando a cuantas encuentra, hasta que al final elige a
otro apuesto príncipe como esposo. (Existe una secuela que aborda la problemática
de la adopción de niños por parejas gays: Rey y Rey y familia).
Lamentablemente, en el ámbito hispano de América Latina el homosexualismo
aún continúa siendo un tópico, por lo general incómodo y difícil de abor-
104 dar, tanto en hogares como en escuelas y, por lo tanto, una suerte de tabú que
ni los escritores ni los editores de libros para niños y jóvenes parecen demasiado
interesados en trasgredir. Son contadas las excepciones en que, dentro de
un relato, aparece un personaje con esa filiación sexual. No es mucho lo que se
ha avanzado desde que la argentina Alma Maritano incluyera a un tío gay
entre los personajes de su novela juvenil En el Sur (1988). De ahí la importancia
que reviste, en este contexto, Ito, una singular narración publicada en
Cuba, en 1996, por el autor Luis Cabrera Delgado (Jarahueca, 1945).
Imbricando armoniosamente el relato introspectivo, el realismo sociológico,
fantasía, onirismo y alguna que otra pincelada kitsch, Cabrera aborda
de forma concisa, pero con hondura, las circunstancias (el despiadado
infierno cotidiano) que vive un niño al que, por su sensibilidad, sus gustos y
su comportamiento peculiares, quienes le rodean etiquetan como distinto y,
en la mayoría de los casos, hacen víctima de un tratamiento discriminatorio
como resultado de sus prejuicios.
El «delicado y fino» Ito, quien estudia en un internado que lleva el paradójico
nombre de La Infancia Feliz, sobrevive en una tierra de nadie, en un
entorno hostil donde los varones lo mandan a jugar con las hembras, pero
las niñas lo ahuyentan argumentando que él es varón. («Juanito, Juanita.
Ito, mariquita», le cantan algunos, para burlarse, con esa crueldad tan propia
de los más chicos). Por suerte, Ito tiene una caja de fotos de sus cantantes
preferidas y puede entretenerse «recortándoles vestidos en papel de
regalo o de brillo». Los fines de semana, cuando regresa a la casa de su
abuela, puede peinarla y hacerle moños y bucles. Y siempre le queda el consuelo
de mirar las nubes y buscarles parecido con cosas. Si bien, después de
oírlo comparar una nube con «una muñeca china con un traje de seda y un
abanico en la mano» a pocos lectores les cabrá la menor duda de que este
niño (como se dice en Cuba) «lleva en su alma la bayamesa», lo cierto es que
todavía la sexualidad no ocupa un espacio significativo entre las preocupaciones
del protagonista. Ito es obligado a purgar un «pecado» mucho antes
de haberlo cometido. Esa orientación sexual germinal, en ciernes, que se
adivina en su modo de hablar, de moverse y de ver el mundo, en su fascinación
por las telas y los colores, es fustigada y reprimida sin piedad, incluso
antes de aflorar explícitamente y de realizarse, lo cual hace doblemente
vejatorio e injusto el tratamiento que el niño recibe.
Lo curioso es que, aunque su amaneramiento induzca a suponer que cuando
madure sexualmente se sentirá atraído por otros varones, Ito aún se
mueve en una especie de limbo, en ese ambiguo período en que no se posee, de
forma consciente, una identidad sexual. Como para ratificar esa ausencia de
malicia, en sus ensoñaciones el niño imagina «que ya está casado y que vive
con su mujer y sus hijos en una casa muy bonita». Se ve transformado en un
prolífico papá que, fiel a la esencia de Ito, pone a sus hijitas lazos de diferentes
colores en la cabeza: «A Rosa, rojo; a Azucena, blanco; a Violeta, azul; a
Margarita, amarillo; y a Jazmín, que será la más pequeñita de todas, verde».
Ito es víctima de la intolerancia de unos niños que reproducen los esquemas
dogmáticos que les inculcan sus adultos; de un padre que le niega el apellido y
encuentro que, cuando lo tiene frente a él, le da la espalda porque no camina como se
espera que lo haga un hombre; de Severo, el tío alcohólico que se avergüenza
de él y lo agrede verbalmente, y, para completar el cuadro, de Miriam Malandringa,
la directora de La Infancia Feliz, una «educadora» empeñada en
transformarlo apelando a todo tipo de castigos y a la crueldad más sofisticada.
Más que un libro sobre el despertar sexual de un niño (que no lo es, en
modo alguno), Luis Cabrera Delgado ha escrito una obra sobre la marginación
de que es víctima un niño por ser distinto, potencialmente homosexual.
Su relato pone de relieve una situación frecuente en los centros educativos,
que todos conocemos —unos, por haberla sufrido; otros, por haber sido ejecutores
de la infamia o testigos indolentes de ella—, pero que se suele pasar
por alto, como si estar obligados a padecer durante la infancia esa suerte de
dolorosa y enajenante marginación fuera parte intrínseca del proceso de crecimiento
de los gays y las lesbianas, una forma de expiar su culpa.
Ito es también, y sobre todo, una reflexión sobre los castrantes mecanismos
de autocensura y autoagresión que el comportamiento de un entorno hostil
desencadena. En las páginas finales de esta breve e intensa narración, cuando
Ito, ya cerca de la pubertad, termina sus estudios primarios en el internado, el
personaje se hace el firme propósito de «cambiar». Cuando comience en la
secundaria, donde nadie lo conoce, se convertirá en otro, renunciará a su
naturaleza. Se peinará hacia atrás, como un hombrecito; aprenderá a sentarse
con las piernas abiertas; renunciará a «pensar en las musarañas». Aprenderá
a mentir, a comportarse de acuerdo con lo que se espera de él, a nadar
en las peligrosas aguas de la doble moral. El final, sarcástico y desesperanzador,
echa por tierra las esperanzas del niño de iniciar una nueva vida en la
que pueda ser aceptado como parte de los otros, aun a costa de una calculada
autocastración. Zoilo Malachicha, el director de su nueva escuela, ha sido
advertido, por la malévola y caricaturesca Miriam Malandringa, de la condición
de diferente, de apestado, de «Ito», y el lector intuye que una nueva
etapa de encono, de represión y marginación se inicia para él.
En manos de un autor de menor talento, estos personajes y conflictos
hubieran podido quedar plasmados en un relato melodramático y lacrimógeno
o en un panfleto a favor de la tolerancia y el respeto a las diferencias, bien
intencionado, pero de escaso vuelo artístico. Por fortuna, el resultado fue un
texto sobrio, de inteligente construcción y gran poder comunicativo. Probablemente,
el autor echó mano a su experiencia como psicólogo infantil (profesión
que ejerció durante mucho tiempo) para recrear de modo verosímil el
mundo interior y las circunstancias en que vive su protagonista. Esta inquietante
narración, escrita sin ánimo didáctico, pero con una perceptible solidaridad
y simpatía por los «humillados y ofendidos», se suma a títulos tan significativos
como Tía Julita (1988), Carlos el titiritero (1993) y ¿Dónde está la
Princesa? (2000), que han hecho de Luis Cabrera Delgado uno de los más
talentosos y originales creadores de la literatura infantil de Cuba.
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