viernes, 25 de enero de 2008

El paréntesis

EL PARÉNTESIS
Rómulo Gallegos

Carmen Rosa entre las orquídeas, su fe y el amor

En la casa todo estaba en olor de santidad. Vieja casa solariega de una familia cuya propiedad fuera tradicional, allí, con la vetustez no remozada y la huella de almas que conservaban algunas viviendas que tenían historias piadosas, compadecíanse muy bien esa atmósfera de sacristía que trasciende a incienso, a pezgua y a olor de viajeras y de óleos.En las habitaciones que no ocupaban la familia campaban una porción de cachivaches sagrados: doseles raídos, candelabros inútiles, tabernáculos desvencijados que mostraban la vil madera a través de la carroña del sobredorado antiguo, una infinidad de bártulos de sacristía dados de baja en el templo parroquial. En el extremo de uno de los corredores había un oratorio en donde se guardaba, desde tiempo inmemorial, uno de los "Pasos de la Semana Santa" acerca del cual corría entre el beaterío de la parroquia una leyenda milagrera, y constantemente entraban en aquella casa sacristanes y monagos que iban por brasas para el incensario o por albas y sobrepellices que se lavaban en una especie de santificado lavadero y que luego se oreaban en una cuerda que tenía este privilegio.Carmen Rosa hacía este oficio y lo hacía con una pulcritud devota. En el resto del día refugiábase en su dormitorio, austero como una celda monjil, limpio, claro y lleno del silencio de aquella casa donde vivía con su madre y su hermano, y allí poníase a recamar interminables vestiduras para las imágenes de la parroquia y casullas y dalmáticas para uso del párroco.Todo esto enfurecía al hermano incrédulo. A veces le daban ganas de romper violentamente con toda consideración. Pero no hacía sino enfurecerse, gritar, amenazar.La madre, que hasta la salvación de su alma desistiera, si en trance de ello la pusieran, por complacer a su hijo, amedrentada con aquellas bravatas, temerosa de que la ira le hiciese daño, empezaba a suplicarle:-¡Hijo! ¡Por Dios! No te molestes así. Haz lo que quieras. Di tú lo que debe hacerse.Y luego a Carmen Rosa:-Ya lo estás viendo, hija. ¡Y todo porquee te encuentras bordando esa casulla!Carmen Rosa, invariablemente, abandonaba la labor sin responder palabra.Cierta vez, a raíz de una de una de estas escenas se presentó Clarita Estévez. Era ésta una mujeruca insignificante, de piel rosaducha y fina como la de un recién nacido, cabellos descoloridos como hoja de plata que no recibe sol, ojos bailoteantes, agudo mentón, dientes cariados y espalda jibosa. Estaba plantada en el linde de la juventud más hacia el lado de la vejez y gastaba la vida terrenal en amontonar merecimientos para la de ultratumba, que ya tenía por segura, pues era proveedora del aceite de las lámparas del Santísimo, esclava de la Virgen, sierva de San José, y hermana de leche de un diácono que estaba por ordenarse. Representaba un papel ambiguo cerca de Carmen Rosa, quien la llamaba su amiga de prueba, queriendo así significar que no le profesaba amistad, pero que soportaba la suya como una de esas cosas desagradables con que acostumbra el buen Dios probar a sus criaturas elegidas.Sin embargo, aquel día Carmen Rosa no estaba para merecimientos y la recibió de mal humor.Clarita comenzó a farfullar su habitual andanada de palabras:-Chica, vengo a buscarte para que vayaamos a la iglesia y regañes al sacristán. Se roba el aceite de la Majestad.Carmen Rosa no pudo contenerse:-Pues no vengas nunca a buscarme para esass cosas.-Y dejamos que el sacristán se robe el aceeite impúdicamente.-Inpunemente querrás decir. Pues que se llo robe, que se lo coja como te lo coges tú para alumbrar los santos de tu casa.La beatuca, sorprendida más que ofendida, pues nunca había visto enojada a Carmen Rosa, empezó a hacer visajes y a balbucir:-¡Chica!... ¿Yo?... ¡Cómo me dices eso...!!-Ya te digo: que no se te ocurra más venirr a contarme lo que pasa en la sacristía. Ya me tienes hasta la coronilla.Clarita detuvo un momento sobre la amiga el absurdo bailoteo de sus ojos y salió ahogándose de ira.Cuando Carmen Rosa se halló otra vez sola, se sorprendió de lo que había hecho. Sin duda aquel estallido de cólera se venía preparando en su ánimo desde mucho tiempo.. Era la reacción inopinada y violenta de una voluntad apática que había sufrido varias presiones, sin protestar, pero cargándose de rebeldía para dejarla escapar de un golpe.Desde algún tiempo venía advirtiendo que su confesor redoblaba para con ella su celo de director espiritual, y tenía condescendencias respetuosas para sus pecadillos, como si le reconociera una grandeza de alma que supliera por las pequeñas flaquezas, llegando a veces hasta la adulación, aun a riesgo de envanecerla de su piedad. Al principio no se dio perfecta cuenta del hecho, pero cierto era que había caído en el halago de aquello que había venido a convertir la confesión en un flirt raro y grato, donde su mística, pero siempre femenil coquetería, se holgaba sobradamente. Poco después el confesor había empezado la idea de coronar con una acción de mayor merecimiento ante los ojos de Dios la devota vida que hacía en su casa. Un día en la sobremesa -pues el Cura de la parroquia comía una vez a la semana en casa de la familia -dijo, como idea cogida al vuelo y sin intención remota:-No extrañaría que Carmen Rosa la diera, eel día menos pensado, por meterse a fundadora de una orden religiosa. Seguramente escogería un nombre poético: ¡María de la Luz!-Pero ¿de dónde saca usted eso? -replicó CCarmen Rosa ruborizándose-. Sería una extravagancia.-A los grandes imaginativos no los seduce sino lo que se sale de lo ordinario. Mientras más fantástico, mejor. Imagínese: fundadora de una orden nueva. Ya me parece estar viéndolo: Cuando Sor María de la Luz...Cambió Carmen Rosa la conversación, temerosa del ceño que ponía su hermano, pero ya la idea insidiosa había encontrado asidero propicio en su espíritu. Muy lejos estaba todavía de ser un propósito definido; sólo era una grata ensoñación a la cual se entregaba en esos estados de abandono mental en las cuales la fantasía enreda los más caprichosos motivos; cuando más, vago anhelo, como de cosa imposible; pero allí estaba la idea aquella, como levadura en masa fácil de fermentar, turbándole el sueño, empujándola a todo rincón de sombra y silencio... ¡Teresa de Jesús! Nunca se le había ocurrido que ella pudiese servir para aquello... Pero... Puesto que el padre lo decía... ¿Quién sabe...? ¡Cuando Sor maría de la Luz...!Y era tan pertinaz la dulce violencia de esta obsesión, que a poco andar Carmen Rosa no tuvo vida sino para consumirla en la lumbre voraz de su deseo.La madre y hermano diéronse cuenta de la situación y le declararon una guerra abierta y sin tregua; pero ni amenazas del uno, ni súplicas ni lloriqueos de la otra, lograron más sino afirmarla en su terco y escondido empeño.¿De dónde salía ahora, a raíz del disgusto que por causa de su hermano acababa de tener, aquel impulso de rebeldía que la hizo ser injusto y brutal con Clarita?·Era así la vida en aquella casa, cuando una mañana, de improviso, entró la alegría.Pablo Lagañez, un pariente lejano a quien la familia no conocía y que se había educado en el Norte desde niño, había llegado a Caracas por aquellos días. Era un joven moreno, vigoroso, casi hercúleo y tenía un carácter franco, expansivo y bullicioso.Desde el primer momento Carmen Rosa experimentó viva simpatía hacia aquel joven que tanto elogiara su hermano. Por otra parte, ella encontró otras excelencias: Pablo Lagañez tenía un corazón sensible, jugoso de ternura.Una mañana llegó clamoroso, con una niñita en los brazos, rubia y linda como una muñeca.-¡Prima! ¡Prima! Mira lo que te traigo. La había encontrado al pasar, jugando en la plazoleta de la iglesia cercana. Y sin cuidarse del rubor que hacía estallar en las mejías de Carmen Rosa, le dijo maliciosamente:-Es necesario, prima, que en este patio haaya pronto una criaturita tan mona como esta...El intruso alegró la vida de Carmen Rosa. Una alegría fugaz, pero dulcísima, metiósele alma adentro, como una lumbrada de sol en rincón obscuro y frío, desentumeciendo alborozos y ansias juveniles que se precipitaron ávidamente en aquel rayo cálido, que fue veloz y certero hasta lo hondo del corazón aterido por los grandes hielos del divino amor.Asimismo, el sol verdadero creó el blancucho color de su faz en los paseos que Pablo Lagañez inventó para ella en los claros días de mayo. Ora en las mañanas en los campos cercanos, ora en las tardes por las barriadas capitalinas; o entre días por los pueblecitos próximos, aquellas jubilosas excursiones, donde su hermano hacía de Cicerone y que para ella eran tan inusitadas como para Pablo Lagañez, fueron un brusco paréntesis de vida casera y una vacación espiritual deliciosa. Corrientes y frescas aguas, cálidos aires y tibias sombras, el caliente olor del paisaje y la lumbrada azul de los cielos, el olor agreste y los campesinos rumores todo aquello, contemplado y sentido otras veces como recóndita invitación al arrobamiento místico, era entonces nuevo y sabroso. Adobábalo Pablo Lagañez con su charla amable y alegre y gustábalo ella con fruición golosa, un poco turbada por aquel violento cambio de vida, por aquella repentina sumersión en el mundo, precisamente cuando acariciaba la idea de renunciar a él para siempre. A veces su hermano y Pablo se engolfaban en una conversación seria sobre motivos de orden práctico o trascendental y a ella entonces le tocaba callar. Ella en medio de los dos, silenciosa y sin pensamientos suyos, sólo cruzando por su mente las ideas que ellos expresaban, experimentaba bienestar inefable, hondo y calmoso.Pero eran los más dulces y turbadores momentos aquellos de la jornada. En el vagón del tren o del tranvía donde regresaban de la diaria excursión, fatigados ellos del mucho hablar, cansada ella de la larga caminata, quedábase a menudo en silencio y entonces Pablo Lagañez la miraba largamente, con una sonrisa tan afable, con una mirada tan honda y luminosa y preguntábale luego: ¿Estás cansada? con un tono de protección ¡tan insinuante!, de ternura varonil ¡tan subyugador!, que ella se sentía conmovida hasta lo más profundo de su ser, y experimentaba un mimoso deseo de perpetuar aquellas puras caricias con que, así, tan deliciosamente, un alma fuerte y alegre iba sorbiéndose la de ella tan necesitada del rescoldo de amor.A veces Pablo le preguntaba en un improntus de su humor expansivo:-Prima, ¿no tienes novio?Turbábase ella y respondía:-¿Quién va a enamorarse de mí?-¡Dianche! Cualquiera que tenga ojos y coorazón. Hay que buscar uno. A ti te está haciendo falta un novio.Y soltábale una risotada clamorosa al verla sonrojarse.Un día, recorriendo el jardín del corral, le preguntó:-¿No tienes orquídeas? Pues voy a buscárttelas. Son preciosas: llenaremos el corral. Verás que bosque fantástico voy a formarte.Y como lo prometió lo cumplió. Compró muchas y encargó a las vendedoras que le llevasen cuantas tuvieran. Pocos días después el corral de Carmen Rosa estaba poblado de cepas de orquídeas que florecían profusamente, adheridas a los troncos de los árboles o dentro de rústicas cestas que el mismo Pablo construyó en sabrosa y fraternal colaboración con la muchacha.-Ah, prima. Ya tenemos de que vivir -decííale elogiando la obra-. Ponemos una fábrica de cestos para matas y te aseguro que no nos moriremos de hambre.Esta chancera previsión de un porvenir común, de una vida compartida entre los dos, encendía fugaces sonrojos en las mejillas de Carmen Rosa y la llenaba el corazón de una dulce zozobra.Pero Pablo Lagañez debía desaparecer como había aparecido: de pronto, intempestivamente. Un día llegó diciendo:-Parientes, vengo a despedirme de ustedes.. Salgo para el Yuruary, como ingeniero de una compañía que se ha formado, para emprender la explotación científica, en grande, de una vasta región cauchera.Era el primer dinero que le producía su profesión y esto le llenaba de desbordada alegría infantil. Habló de su porvenir con optimismo entusiasta y luego salió, tan clamorosamente como llegara la primera vez, gritando, ya en la puerta:-¡Adiós! ¡Hacia el porvenir! ¡Hacia la vvida!Carmen Rosa y la madre, que habían ido a despedirlo hasta la puerta, volvieron maquinalmente en el recibimiento del corredor. Las últimas palabras del ingeniero habían dejado en sus oídos esa intranquilizadora sensación de súbito silencio. Permanecieron un rato sin hablarse. Carmen Rosa con los ojos bajos, plegando y desplegando alforzas en la tela de su falda como un símbolo de aquel juego del destino con la vida; la madre con el mentón en el hueco de la mano, pestañeando repetidas veces. Luego la hija se levantó de su asiento y se fue, a lo largo del corredor, a su rincón de bordar: la madre la siguió con las miradas y murmuró, moviendo la cabeza:-¡No estaba de Dios!...Meses después recibían cartas de Pablo. Dábales noticia del fracaso de su empresa y de su internación en el Brasil, en busca de campo más propicio a sus ambiciones.Al final de la carta dedicaba un largo párrafo a Carmen Rosa, recomendábale el cuidado de las orquídeas y recordándole lo que tanto le había dicho, a propósito del novio que debía procurarse.Después no se supo nada de él. ¿Sería el amor lo que había pasado? Carmen Rosa volvió a sus labores y a sus pensamientos piadosos, que recuperaron todo su corazón con una violencia desesperada. Al año siguiente, por mayo, cuando florecieron las orquídeas, se nombró en la casa a Pablo Lagañez: luego murieron las flores y nadie volvió a nombrarlo.Entre tanto, la voz insinuante volvía a decir:-Cuando Sor María de la Luz...

martes, 22 de enero de 2008

Noche blanca

Noche blanca
Escrito por Colette

No hay en nuestra casa más que un lecho, demasiado ancho para ti, un poco estrecho para nosotros dos. Es casto, blanco del todo, desnudo del todo; ningún cubrecama oculta, en pleno día, su honesto candor. Los que vienen a vernos lo miran tranquilamente, y no vuelven los ojos con un aire cómplice, porque está marcado, en medio, por un solo valle, como el lecho de una muchacha que duerme sola. Los que entran aquí no saben que cada noche el peso de nuestros cuerpos juntos ahonda un poco más, bajo su mortaja voluptuosa, ese valle no más amplio que una tumba: ¡Oh, nuestro lecho desnudo! Una lámpara deslumbrante, inclinada sobre él, lo desviste más todavía. No buscamos, en el crepúsculo, la sombra sabia, de un gris de araña, que filtra un dosel de encaje; ni la luz rosa de una lamparilla color de conchas marinas... Astro sin alba y sin ocaso, nuestro lecho no cesa de irradiar más que para hundirse en una noche profunda y aterciopelada. Un halo de perfume lo nimba; respira fragancia, rígido y blanco como el cuerpo de una bienaventurada difunta. Es un perfume complicado que sorprende, que se respira con atención, con la preocupación de distinguir el alma rubia de tu tabaco preferido, el aroma más rubio de tu piel tan clara, y ese sándalo quemado que se exhala de mí; pero este agreste olor de hierbas aplastadas, ¿quién puede decir si es mío o tuyo? ¡Acógenos esta noche, oh nuestro lecho, y que tu fresco valle se ahonde un poco más bajo la somnolencia febril con que nos ha embriagado una jornada de primavera en los jardines y en los bosques! Yazgo sin movimiento, la cabeza sobre tu dulce hombro. Voy a descender, seguramente hasta mañana, al fondo de un negro sueño, un sueño tan obstinado, tan cerrado, que las alas de los sueños vendrán en vano a golpearlo. Voy a dormir... Espera tan sólo que busque, para la planta de mis pies que hormiguea y arde, un sitio fresco del todo... Tú no te has movido. Respiras con largas aspiraciones, pero siento tu hombro todavía despierto, atento a ahuecarse bajo mi mejilla... Durmamos... Las noches de mayo son tan cortas... A pesar de la oscuridad azul que nos baña, mis párpados están todavía llenos de sol, de llamas rosas, de sombras que se mueven, balanceadas, y contemplo mi jornada con los ojos cerrados, como se inclina una detrás del abrigo de una persiana, sobre un jardín de verano deslumbrante. ¡Cómo palpita mi corazón! Oigo también el tuyo bajo mi oreja. ¿No duermes tú? ¿No duermes? Levanto un poco la cabeza, adivino la palidez de tu rostro caído hacia atrás, la sombra salvaje de tus cortos cabellos. Tus rodillas son frescas como dos naranjas... Vuélvete hacia mi lado, para que las mías les roben ese liso frescor. ¡Ah! ¡Durmamos...! Mil hormigas corren mil veces, con mi sangre, bajo mi piel. Los músculos de mis tobillos palpitan, mis orejas tiemblan, y nuestro dulce lecho, ¿está sembrado de agujas de pino, esta noche? ¡Durmamos! ¡Lo quiero! No puedo dormir. Mi insomnio feliz palpita, alegre, y adivino, con tu inmovilidad, el mismo abatimiento tembloroso... Tú no te mueves. Tú esperas que yo me duerma. Tu brazo se aprieta, a veces, en torno de mí por tierna costumbre, y tus pies encantadores se entrelazan con los míos... El sueño se acerca, me roza y huye... ¡Lo veo! Es semejante a esa mariposa de pesado terciopelo que yo perseguía en el jardín inflamado de iris... ¿Recuerdas? ¡Qué luz, qué impaciente juventud exaltaba toda aquella jornada...! Una brisa ácida y apresurada lanzaba sobre el sol una humareda de nubes rápidas, ajaba al paso las hojas demasiado tiernas de los tilos, y las flores del nogal caían convertidas en orugas enrojecidas sobre nuestros cabellos, con las flores de las paulonias, de un morado lluvioso de cielo parisiense... Los brotes de las grosellas que tú magullabas, la acedera salvaje en forma de rosa en medio del césped, la menta tierna del todo, todavía morena, la salvia vellosa como una oreja de liebre, todo desbordaba un jugo fuerte y pimentado, del que mezclaba en mis labios el gusto de alcohol y de taronjil. Yo no sabía más que reír y gritar, pisoteando la larga hierba jugosa que manchaba mi vestido... Tu alegría tranquila velaba sobre mi locura, y cuando he tendido la mano para alcanzar aquellos agavanzos, ¿sabes? de un rosa tan conmovedor, la tuya ha roto la rama antes que yo, y has quitado, una por una, las espinitas curvadas, color de coral con forma de garras... Me has dado las flores desarmadas... Me has dado flores desarmadas. Me has dado, para que descanse jadeante, el mejor sitio a la sombra, bajo el árbol de lilas de Persia con racimos maduros. Has recogido para mí las anchas azulinas de las canastillas, flores encantadas cuyo corazón velloso emana olor a albérchigo... Me has dado la nata del botecito de leche, en la hora de la merienda; cuando mi hambre feroz te hacía sonreír... Me has dado el más dorado pan, y veo todavía tu mano transparente al sol, alzada para arrojar la avispa que se ahogaba, cogida en los rizos de mis cabellos... Has colocado sobre mis espaldas una ligera capa cuando una nube más larga ha pasado lentamente, hacia el fin del día, y he temblado toda sudorosa, ebria del todo, de un placer sin nombre entre los hombres, el placer ingenuo de los animales, felices en la primavera... Me has dicho: «Vuelve... Párate... Regresemos.» Me has dicho... ¡Ah! Si pienso en ti se acabó mi descanso. ¿Qué hora acaba de sonar? He aquí que las ventanas azulean. Oigo palpitar mi sangre, o tal vez es el murmullo de los jardines, allá lejos... ¿Duermes? No. Si acercara mi mejilla a la tuya sentiría temblar tus cejas como el ala de una mosca cautiva... Tú no duermes. Espías mi fiebre. Me guareces contra los malos sueños; piensas en mí como pienso en ti, y fingimos, por un extraño pudor sentimental, un apacible sueño. Mi cuerpo entero se abandona distendido, y mi nuca pesa sobre tu dulce espalda pero nuestros pensamientos se aman, discretamente, a través de esta alba azul, tan presta a crecer. Pronto la barra luminosa, entre las cortinas, va a avivarse, a tornarse rosa... Unos cuantos minutos más, y podré leer en tu hermosa frente, en tu mentón delicado, en tu boca triste y tus párpados cerrados, la voluntad de aparecer dormido... Es la hora en que mi cansancio, mi insomnio enervador no podrán ya callarse, en que sacaré los brazos fuera de este lecho febril y mis talones malvados preparan ya su andar astuto... Entonces, fingirás que te despiertas. Entonces podré refugiarme en ti, con confusas quejas injustas, con suspiros exagerados, con crispaciones que maldecirán el día llegado ya, la noche tan tarde en terminar, el ruido de la calle... Porque sé que entonces apretarás tu abrazo, y que, si el acunamiento de tus brazos no es suficiente para calmarme, tu beso se hará más tenaz, tus manos más amorosas, y que me concederás la voluptuosidad como un socorro, como el exorcismo soberano que expulsa de mí a los demonios de la fiebre, de la ira, de la inquietud... Me darás la voluptuosidad, inclinado sobre mí, los ojos llenos de una ansiedad maternal, tú que buscas, a través de tu amiga apasionada, el hijo que no has tenido...

lunes, 21 de enero de 2008

Buhoneros

Recientemente se tomó la decisión de desalojar a los buhoneros o los eufemísticamente llamados comerciantes informales, otros los llamarían comerciantes ilegales, en fín yo los llamo buhoneros; como decía hubo una orden emanada desde la Alcaldía de quitarlos de las calles del centro de la ciudad. Esta acción que fue cumplida a cabalidad ha traído infinidades de réplicas y adhesiones. A mi en lo particular me parece estupenda la decisón adoptada; los buhoneros confiscan el derecho al libre tránsito en el territorio nacional, no pagan impuestos al fisco nacional, venden, en la mayoría de los casos, mercancía de contrabando, los precios de los productos que ofertan son más elevados que en los comercios formales, muchos de ellos tienen contacto con el hampa común, prueba de ello es que después del desalojo la delicuencia ha bajado -según las estadísticas oficiales-, problemas de orden estético, afean la ciudad, arrojan basura a las calles, en realidad son más los problemas que crean que las soluciones que aportan.

Apoyo plenamente la decisón y la acción de desalojo de los buhoneros de las calles de Caracas.

Por favor, aún no.