domingo, 3 de septiembre de 2017

Autorretrato

Esdras Parra
1939—2004

            Creo que llegué tarde a la juventud y a la vida. Escribo esto y soy la primera en sorprenderme. Pero hay mucha verdad en mis palabras. Yo vengo de las montañas y esta circunstancia, quizá, ha determinado mi modo de ser y mi visión del mundo y de las cosas. Vengo de un lugar remoto y, en sentido figurado, mi camino hacia mí misma ha sido largo y tortuoso. Un camino que tiene como meta el descubrimiento de la propia conciencia debe ser así, arduo y difícil. Y, en lo que a logro o madurez se refiere, creo que aún no lo he alcanzado. Y, mucho peor pienso que no lo alcanzaré nunca. Mi juventud y mi vida se han quedado como a un lado, y no hablo simplemente de un pasado, mientras yo sigo sola con la ilusión de que todo tiene sentido y vivir vale pena.
            Y ahora, en el umbral de la vejez o quizá ya muy entrada o quizá ya muy entrada  en ella, me pregunto si hubo un detalle importante que hizo ese camino más penoso para otros.  O si había en mí, en mi destino, en mi sueño, algo que yo ignoré en el recorrido, que era a su vez decisivo y que me pusiera en el contexto de la vida. Todo esto, como la vida misma, sigue siendo un misterio para mí, un misterio que jamás lograré descifrar por mucho que me esfuerce. Entonces, no me queda otra alternativa que aceptarlo y aceptarme en mi ineptitud, sin amargura, sin rencores, sin lamentos. Y esto, quizá, es lo que, humildemente, creo haber hecho a lo largo de ese sinuoso y dilatado camino, entre las ganancias y las pérdidas.
            Me veo, pues, a mí misma en el centro de muchas, de incontables escenas, como si estas se proyectaran contra una pantalla. Aquí, en esta ciudad, donde ha transcurrido la mayor parte de mi vida, y en otras ciudades, lejanas y hermosas, en diversas épocas y situaciones. Y en mi pueblo natal, en las montañas de los Andes, donde pasé la infancia y parte de la adolescencia, y adonde vuelvo cada vez que puedo. La sabia de esos paisajes agrestes, un poco bárbaros, circula por mis venas. Decía al comienzo que las montañas condicionaron de algún modo mi carácter. No miento. Mis temores (¡Cómo lloré y tuve miedo en esa época!), mi conducta reservada, callada, un poco sigilosa y secreta, incluso mi sobriedad, mi mezquindad  y mi egoísmo, que creo ciertos, son producto de esos climas. Soy, de alguna manera, esos climas. Me complace el aislamiento y la soledad. A ésta la cultivo como el más preciado bien. A ella debo las pocas cosas que he escrito. Soy como los habitantes de allá, poco comunicativa y oscura, encerrada dentro de mi caparazón. (Mi madre era una  menuda y vivaz nacida en esas serranías desoladas) Peros soy también como las piedras, los ríos, la tierra, indiferente y fría, esforzándome dentro del marco de una extraña e indómita pasión. Indiferente a mi persona (que no significa un descuido en mi apariencia) y a lo que puede ser mi destino.
            Como no tengo, nunca he tenido, una idea clara sobre mi destino, ni el uso que debía dar a mi vida, he intentado, dentro de mis insuficiencias, entrar en el mundo de diversas formas, de hacerme parte de él. Por supuesto, con mucho desacierto. He fallado, sin duda alguna, en mi propósito, una y otra vez, quizá debido a mi incertidumbre, a mi torpeza, a mi impaciencia, o por un error en la manera de enfocar mis esfuerzos. En fin, por motivos que desconozco, y de ese modo, sin quererlo, sin desearlo, me he quedado un poco fuera de del mundo, como al margen de los acontecimientos humanos o, por decirlo de este modo, de la historia como suceso colectivo. Este distanciamiento de la realidad hubiera tenido consecuencias funestas para alguien distinto a mí, pero  gracias a mi personalidad fluida, maleable, despojada de prejuicios, a mi habilidad para adaptarme a cualquier situación, he logrado sortear todos los obstáculos que me ha ofrecido este extraño quehacer. He tenido, pues, que vivir a la fuerza, y sin plantearme otras salidas.
            Como cualquier otra persona, podría decir que no elegí, para vivir, estos lugares ni tiempos. Creo, sin embrago, para despecho de quienes piensan lo contrario, que ha sido, son, los mejores lugares y tiempos. Comparto ideas y sentimientos con la gente de esa época. Soy también de esta época. He sido marcada hondamente por las presiones y giros de la sociedad de nuestro tiempo, sin que ello, no obstante, haya determinado de modo fatal mi manera de ver y sentir. Hasta cierto punto, he permanecido intacta, dentro de la infinita complejidad de la existencia, aceptando el misterio de la vida como el más insondable de todos.
            Sin embargo, he tratado de extraer lo mejor de este tiempo y esta vida puedan ofrecer. Y no, en modo alguno, para glorificar mi ego o por un mezquino y obstinado amor a lo material, aunque sea un lugar común decirlo. Sí, en cambio, por el deseo, nunca confesado en voz alta, de enriquecer mi espíritu, hacerlo que brille, convertirlo en una llama. Aunque este sea un logro imposible. Sobre este empeño absurdo, irrealizable, ha girado mi vida conscientemente, y como no tengo ambición u obsesión alguna, me siento libre para hacer de mí lo que quiero, libre incluso de poder hablar de estas cosas con entera libertad, sin temores ni freno. Y de poder utilizar el lenguaje más simple para hablar de ellas.
            Puesta en el reto, como ha ocurrido ahora, de intentar una breve descripción de mi persona, o proponer  algo que tenga el efecto de una revelación, como cabría esperarse, siento tener que decir que no hay revelación alguna. Mi vida no podría ser más ordinaria e insignificante. No sé adónde voy ni qué aires me empujan. No sé quién soy, más allá de esas imágenes a las que me refería anteriormente. No sé cuál es el propósito de estar aquí en este mundo. Por lo demás, no tengo escrúpulos. No tengo honor, ni patria, ni fe. Carezco de valores sobre los cuales fundamentar una creencia. Ignoro todo lo que define a un ser humano. Sigo tan ajena a las cosas, sean éstas sociedad, familia, tradición, historia, como en mi juventud, o quizá más que en esa época, ya que ahora sé que no hay esperanza. Que no existe el futuro. Que sólo está vigente el aquí y el ahora, y que en ese espacio reducido, que es el presente, se resuelve todo nuestro drama. Me enfrento a esta realidad sin contemplaciones. He nacido y he vivido. Puedo decir que eso basta. La existencia en sí misma, ella sola, se explica y es suficiente. Qué más puedo agregar. Mis palabras, como aquella arma que se arroja y vuelve a su punto de partida, están dirigidas a mis propios oídos. Soy mi interlocutora. Hablo para mí y por mí. Por lo que de inconcluso, indeterminado, a medio hacer en mí, porque eso es lo que hay en el fondo de mi conciencia. Soy, sigo siendo, un proyecto en trance de realizarse. Un proyecto que, por lo demás y sin duda alguna, por la sola fuerza de las cosas, se quedará en eso, en un proyecto. Me complace decirlo ahora  que tengo la ocasión, cuando me hallo al final de mi vida, con el peso de toda esa carga de recuerdos, memorias, sentimientos, anhelos, sueños, frustraciones, etcétera, sobre mis espaldas. Cuando ya mis espaldas comienzan a doblarse a causa de ese peso, deseando poder descargarlo en la primera vuelta de la esquina.
            Si miro hacia atrás, veo en retrospectiva cómo y con qué frecuencia me he equivocado. Admito que no he sido sino una constante equivocación. Y que ahora mismo adopto una posición errónea o al menos con la que no se puede estar enteramente de acuerdo. Y como me asumo sin creer en nada, ni en la magnificencia de la vida, a pesar  de que esa sola magnificencia me sostiene, ni en la inexorabilidad del destino, siento, además, que nunca me había exigido tanto la vida como ahora. He dado vueltas sin cesar en torno a mí buscando un centro inexistente, con la disposición de mi voluntad puesta en la esperanza de encontrarlo. He recorrido un largo camino gracias a mi suerte, o eso creo. Si ésta me acompaña, aún avanzaré un poco más, tal vez el tiempo que necesite, si es posible, para dejar constancia de este increíble recorrido, y que éste pueda explicarse a través del pensamiento y la acción. O quizá, lo que sería deseable, para guardar silencio.
            La gente, uno es como es. Si se asume el riesgo de ser simplemente eso, de manera íntegra, tanto mejor. No todo el mundo puede hacerlo. Sin embargo, yo soy como todo el mundo, es decir, nada, nadie. No  me hago ilusione. Este sentimiento me oprime.

            

viernes, 1 de septiembre de 2017

La aviación y sus encantos.





[Crónicas morrocoyunas]
De Miguel Otero Silva.
1945

Voy a hablar sinceramente de lo que sufro cada vez que me monto en un bicho de esos, así se trate del más poderoso pentamotor del mundo y así vaya al volante el coronel Charles Lindbergh, que es bastante fascista pero ostenta laureles de gran aviador.
Mis tribulaciones se inician al llegar al aeródromo, cuando me pesan y gritan delante de todo el mundo, como si yo fuera un boxeador:
-¡Ochenta y cinco kilos!
-Caramba, qué gordo estoy- me disculpo avergonzado- ¿Y para qué quería ustedes saber mi peso?
El empleado, muy amable, me explica:
-Porque si le metemos peso excesivo al avión, se cae.
Y dice “se cae” deportivamente, como si se tratara de una piñata.
Después le pesan a uno el equipaje y le cobran diez dólares de exceso. Por lo menos a mí siempre me han cobrado exactamente diez dólares, nunca nueve setenta y cinco, así lleve una maletica, un baúl, una máquina de escribir o un escaparate. Estoy tan acostumbrado que los llevo preparados, en moneda americana.
Luego viene el turno de las despedidas. La gente que se despide de los que van a volar en avión acostumbra a poner una cara expectante y agorera. No es igual cuando la partida se efectúa en barco o en ferrocarril. En estos casos los familiares se quedan en el muelle o en el andén aleteando pañuelos, empuñando ramos de flores, deshojando sonrisas, contando cuentos. “Feliz viaje”. “Que te diviertas mucho”. “No dejes de escribirnos” la gente que se queda en los aeropuertos, en cambio, adopta una actitud más reservada. No dicen nada, prudentemente. Pero observe con detenimiento a una novia de aeropuerto y adivinará sus pensamientos: “Ay, Virgen de Coromoto que no se haga tortilla el futuro padre de mis hijos” Pero ya está uno cómodamente sentado, herméticamente cautivo, sonriendo a los stewardess, azafata o aeromoza que se acerca con un chiclet en una bandejita. Nunca he llegado a comprender la finalidad de ese chiclet en ayunas, ni me he explicado tamaño despilfarro en esta época de escasez de cauchos. Al principio supuse que nos los daban para propiciar un juego infantil que nos distrajera durante la travesía: pegarle el correoso  residuo de goma en el cabello al ocupante del asiento delantero. Pero deseché en seguida la tentación al comprobar que mi vecino de adelante pesaba diez kilos más que yo y era un pitcher negro importado por el “Magallanes”. Preferí tragarme el chiclet.
Se había encendido un letrero imperativo: “¡Abróchese el cinturón!” No me agrada cumplir órdenes ciegamente, sin investigar la razón que las determina. No soy tomista, soy cartesiano. Llamo a la aeromoza:
-¿Por qué motivo debo abrocharme el cinturón?
Ella esgrime la más dulce de sus miradas:
-Para que no se rompa la cabeza contra el techo, si nos caemos.
-Y si nos caemos en el mar, ¿cómo hago para desabrocharme el cinturón?
Esta vez ella se encoge de hombros, fatalista, como si dijera: “Si nos caemos en el mar, morituri te salutant”. Y se consagra a explicarnos práctica y minuciosamente los movimientos que debemos hacer para ponernos el salvavidas, en el caso de un accidente: “Meta la cabeza por entre estas dos cintas, así: sople este tubito, así, procure que este cojincito le quede justamente sobre el tercer espacio intercostal izquierdo, así; coloque los brazos en posición yoga, así; haga un lazo con el remate de estas trenzas, así”. Mucho más complicado que ponerse el frac y las condecoraciones. ¿Quién se va a acordar de tantos detalles en el segundo del estrellamiento? Prefiero la visión del paisaje. Las colinas son granos de arroz verde; los ríos son tallarines de plata; debemos estar a diez mil pies. Me asaltan siniestras reminiscencias de mis estudios de Física. La ley de gravedad dice que los cuerpos sólidos, abandonados en el aire a su propio peso, se vienen para abajo como si los halara una cabuyita, y mientras más pesado sea y más lejos se encuentre el armatoste tan obeso, Newton y su manzana me asedian como fantasmas. Abrigo la esperanza de que existan otras leyes no menos físicas que obstaculicen el derrumbamiento del perol. Pero las desconozco porque mis estudios académicos concluyeron en el tercer año de bachillerato.
            Invento antídotos contra el pánico. El primero es la humillación de parangonearme con la viejita que viaja en un sillón cercano, hojeando una revista. Contemplo su pasmosa tranquilidad, su indiferencia de gaviota, su confianza en nuestro feliz aterrizaje. ¿Cómo es posible que esa anciana sea más valiente que tú, más hombre que tú, un paisano de Tigre Encaramado y de Eulalia Buroz? ¿No te da vergüenza? La verdad es que no me da.
            Busco un segundo antídoto, más científico. Basado en la teoría de las probabilidades, nada menos. Saco las cuentas en un papelito. En el mundo se levantan cerca  de dos millones de aviones diarios. No se cae sino una cada quince días, aproximadamente. Luego, para que se caiga éste en que voy volando, existe una posibilidad contra treinta millones a mi favor. Pero-discute mi yo pesimista- ¿quién me garantiza a mí que éste no va a ser el uno que se cae sino uno de los treinta millones que no se caen? Vamos- insiste mi yo optimista-, muchísimo más fácil sería sacarse el primer premio de la lotería para una persona que jugara un solo sorteo en su vida, y tú llevas veinticinco años jugándola y no has visto el primer premio ni por el forro. (Su lógica matemática es contundente). Para corroborarla interrumpo a la viejita que lee:
-Señora, ¿usted se ha sacado alguna vez el primer premio de la lotería? ¿Verdad que no?
-Pues se equivoca, caballero. Me lo ha ganado tres veces: dos con centenas y otra con un once mil. No es tan difícil, no lo crea.
Sonrío defraudado y nervioso.  Y luego debo enfrentarme a lo  más espantoso: los baches o vacíos. Son saltos de caballo que protagoniza el avión en la vía láctea. El estómago se nos arrima al maxilar inferior, el corazón desciende hasta el astrágalo, una nube color desgracia nos tapa el cielo, “abróchese el cinturón”, “no fumes”, “rece un padrenuestro”, sospecho que la ley de gravedad vuelve por sus fueros. Con rostro cadavérico le pregunto al piloto-el piloto pasa rumbo al baño, ha dejado sola la cabina, ¿quién estará manejando este sarcófago volante, Dios mío?-, le pregunto al piloto:
-¿Qué sucede? ¿Nos caemos?
-No se preocupe. Son bolsas de aire-responde despectivo.
-¡Mentira! Aquí no hay más bolsa de aire que yo-confieso.
En efecto, ¿Quién me mandó a montarme en esta cripta de aluminio? Y dígame si, por una maldita casualidad, se sale con la suya Monseñor Pellín y resulta que las cosas no son como yo las pienso sino como las piensa él, y después que nos estrellemos resulta que hay otra vida más allá de la muerte, y me recibe un diablo peludo y hediondo a azufre, con un tenedor en la mano, haciéndome el inventario: tantos pecados de ira, tantos de gula, tantos de pereza, y en cuanto a codiciar la mujer de tu prójimo, ni hablar. No me salva ni Cristo.
Los oídos me atormentan como si me hurgaran con un tirabuzón; debe ser el chiclet que me desarticuló los maseteros; no los mascaba desde el colegio. Menos mal que estamos aterrizando. “Abróchese el cinturón”, otra vez. La aeromoza se pinta los labios, los pasajeros se peinan, la viejita impertérrita sigue hojeando su revista. ¡Hemos llegado! Yo desciendo la escalera en cuatro saltos para besar la tierra y gritar:
-¡Viva la serpiente! ¡Abajo el águila!
No obstante, a los cuatro días vuelvo a tomar un avión. ¿Qué querían ustedes que hiciera? No podía regresar a pie desde la Gran Sabana.
           


Por favor, aún no.