viernes, 31 de agosto de 2012

Las diez grandes mentiras del teatro infantil

Las diez grandes mentiras del teatro infantil

Armando Carías

Mentira nº 1: “El niño es un espectador muy exigente”.

Si esto fuera verdad, no tendríamos que estárselo disputando al monstruo televisivo, al cine basura y al teatro infantil farandulero. Nuestros niños y niñas están tan alienados como los adultos que conforman su entorno y obedecen a los mismos códigos de la superficialidad y el mal gusto que han aprendido de los medios de
comunicación de masas. Suele señalarse, como argumento que refuerza esta mentira, el hecho de que el niño, en su sinceridad, se desconecta y hasta sabotea un espectáculo que no “lo atrapa”, indicativo-según parece-de su “alto nivel de exigencia como espectador”.
Creo que se confunde “exigencia” y sentido crítico con simple fastidio. El que un niño no “se conecte” con lo que sucede en la escena, no necesariamente es reflejo de su capacidad de discernimiento ni de la evaluación consciente de lo que pueda estar presenciando.
De hecho, con frecuencia somos testigos de cómo auténticos desastres teatrales hechos en base a códigos televisivos y/o con figuras conocidas de la farándula, lo hipnotizan y seducen junto a sus padres.
Por tanto, en el teatro infantil, la atención del espectador  no siempre es consecuencia de la calidad del espectáculo, así como la indiferencia no lo es de su mala factura. Contradictorio pero cierto. Nuestra niñez está ahora más domesticada que nunca. El trabajo que tenemos quienes hemos asumido la responsabilidad de crear con ella y para ella es desalienarla y hacerla consiente de esta situación para que, si lo hacemos bien, podamos contar en efecto con niños y niñas que serán espectadores exigentes y sensibles.

 Mentira nº 2: “El teatro infantil forma el público del mañana”

Quienes sostienen esta idea no entienden la infancia de otra manera que no sea subordinada al mundo adulto. Para ellos no existe presente para la niñez, sólo futuro, futuro y más futuro, el hoy no existe.
Esta visión egoísta niega a niños y niñas vivir, disfrutar y ejercer sus derechos este momento. Por eso asumen el teatro infantil sólo al servicio del teatro dirigido a los adultos, con lo cual delegan en los creadores escénicos para la niñez una tarea que no les corresponde: llenar las salas de teatro dentro de 10,15 o 20 años.
Esas salas y esas obras llevarán público en base a sus propios méritos o, a lo mejor, lo ahuyentarán si no los tienen. Nunca porque el teatro infantil deba “calentarle” las butacas para sus potenciales espectadores.

Mentira nº 3: “La infancia es la etapa más bella de la vida”

Quienes dicen esto lo hacen, más influenciados por la visión edulcorada de la infancia que nos han vendido los cuentos de hadas, que por la desgarradora  realidad de la niñez que a diario se muestra ante nuestros ojos: niños y niñas maltratados, aislados en la soledad de una ciudad que no les ofrece alternativas de juego, abandonados a su suerte en las fauces del monstruo televisivo, expuestos a un modelo educativo que los sofoca y los oprime, sobreviviendo en una sociedad que los niega y los ignora.
Hacer realmente de la niñez “la etapa más bella y feliz de la vida”, es parte de la tarea que tenemos por delante en la construcción de ese otro mundo posible.

Mentira nº 4: “El teatro infantil no debe mostrar las cosas malas de la vida”.

Esta mentira es continuación de la anterior. Quienes la promueven aplican el siguiente razonamiento: “Si la niñez es tan hermosa, ¿por qué estropearla, con historias duras y tristes? ya crecerán –agregan- y descubrirán la triste realidad”. Esta es la fórmula que han venido aplicando los seguidores teatrales de Walt Disney “y sus amigos del alma”: pura felicidad, canciones, tonos pastel y una tramposa moraleja que es pura ideología disfrazada de “Happy end”: “Si la vida es tan bella… ¿por qué cambiar las cosas?”, se regodean mientras contemplan su ombligo.

Mentira nº 5: “El teatro infantil debe contar historias fantásticas”

Creer que el teatro infantil es solo fantasía es limitar esta expresión escénica a una sola dimensión de su potencial comunicacional, pedagógico y creativo. Equivale a un menú que sólo ofrece postres, privando a los comensales de sabores, aromas y texturas que le dan diversidad a la carta y sazón a la comida. El teatro infantil fantástico y evasivo que sólo ofrece “un rato de sano esparcimiento” es trampa ideológica de quienes no le conceden al arte otra misión que la de hacer pasar “un buen rato”. Por regla general quienes así piensan, omiten de su repertorio obras  y temas que planteen contradicciones de clase, problemas sociales o conflictos de poder. Después de todo, la fantasía es un muy buen negocio. Nota: no confundir fantasía con imaginación.

Mentira nº 6: “Los personajes del teatro infantil se dividen en buenos y malos”.
          
Esta conseja recomienda fortalecer todos los estereotipos  que la cultura dominante ha construido y alimentado para dividir el mundo en buenos y malos, feos y bonitos, blancos y negros, grandes y chiquitos, es decir, todos los extremos que le resten matices a la vida y simplifiquen el asunto. De este modo se va modelando en la infancia una visión simplista y maniquea de las relaciones  humanas. A fin de cuentas, piensan los promotores de este embuste, “es tan fácil reconocer a la gente mala: por regla general siempre es fea, pobre y de piel oscura”.
Así lo dicta la regla… así debe ser. Pero sucede que la vida, ¡siempre tan terca!, demuestra lo contrario. En la realidad, un honorable banquero puede ser el despiadado estafador de miles de ahorristas y un exitoso empresario el cabecilla de un golpe de Estado.  La vida te da sorpresas.

Mentira nº 7: “Las historias en el teatro infantil deben ser simples, sin complicaciones”

Esta mentira parte de la falsa premisa de que el razonamiento y estructura mental de niños y niñas, no admiten otros argumentos y situaciones que los tipificados en los cuentos  clásicos: situación de felicidad que es alterada por un elemento externo, que genera un conflicto que será resuelto siempre de manera favorable al o los protagonistas de la historia.
Esta estructura, analizada extensamente por Wadimir Propp en su “Morfología de los cuentos de hadas”, es expresión de una concepción primitiva de los conflictos que anidan en el alma infantil y de los sofisticados laberintos que conforman su mundo interior.
De historias “sencillas y sin complicaciones” están llenas las comiquitas y toda la televisión, las publicaciones producidas en serie para satisfacer las necesidades de un mercado que estandariza el gusto de la infancia, más como estrategia de ventas que como respuesta a una necesidad del niño o niña lector(a), televidente o espectador(a).
La infancia no es nada sencilla: demasiadas pruebas para lograr aceptación, muchos obstáculos para encontrar espacios en un mundo adulto, infinidad de contradicciones afectivas (padres que se separan, abuelos que mueren, sentimientos que se descubren); toda una gama de pasiones que ya hubiera querido Shakespeare para desarrollar en su dramaturgia.
Ocurre con la simplicidad en el teatro infantil lo mismo que pasa con la fantasía. Suelen asumirse ambos términos como inherentes, naturales a esta expresión escénica.
“Como-es-para-niños-sedice-tiene-que-ser-algo-sencillo, algo-simple-que-ellos-puedan-entender”.
Quienes así piensan, son seguros candidatos a una rápida huida hacia otros géneros que, a su juicio, deben ser más “respetables” y “exigentes” y, en consecuencia, más elaborados y complejos.
Para ellos… ¡buen viaje!

Mentira nº 8: “El teatro infantil debe tener finales felices”

Esta coba es la resultante de las mentiras 3, 4, 5 y 6. Apliquemos las matemáticas: infancia bella – cosas malas x historias fantásticas ÷ buenos y malos = final feliz. 
La fórmula no pela y cada mentiroso tiene su chuleta que la saca sin pudor a la vista de todo el mundo, en edulcorados espectáculos en los que se copia a sí mismo una y mil veces, cosechando el aplauso, el reconocimiento – y sobre todo –  la taquilla de ese público “tan exigente”.

Mentira nº 9: “Hacer teatro infantil es fácil”
 
No sólo porque lo haya dicho Stanislavsky es que el teatro infantil es más complejo y laborioso que el de adultos. No sólo porque en muchos países se estudie como especialidad universitaria, ni tampoco porque en él converjan todas las disciplinas que conforman las artes escénicas, más las aplicadas a la infancia.
El teatro dirigido a niños y niñas es un arte exigente, fundamentalmente, por razones de carácter cultural que en nuestros países se expresan en la apatía e indolencia con que, desde el mundo adulto, suele verse toda expresión o actividad  destinado a la niñez.
Hacer teatro infantil (crear para la infancia, en general) es un apostolado. Supone entrega, abnegación, vocación de servicio, amar a la infancia y una fe ciega en esa quimera escogida como proyecto de vida.
El talento, la creatividad, incluso el genio son útiles, ayudan… pero no son lo más importante…conozco de artistas talentosísimos que después del primer montaje para niños abandonaron el camino, dramaturgos(as), directores(as), actores y actrices que no aguantaron dos pedidas al momento de emigrar a la televisión, la publicidad o el teatro para adultos.
Y no hablo solamente de las tentaciones del mercado, me refiero a la capacidad de supervivencia en un medio hostil a todo lo que huela a muchachito haciendo bulla en la sala, preguntando y alterando la sana paz de esos espacios reservados a la gente grande.
Por eso el teatro infantil es subversivo y guerrillero. Porque en ausencia de un escenario con telón y tramoya, inventa la rama de un árbol en la plaza para guindar la cortina, el cartel, el teatrino.
¿Fácil el teatro infantil? Tal vez para quienes lo asumen como un negocio, un  trampolín o un “mientras tanto”. No es fácil crear para la infancia en una sociedad que la niega.

Mentira nº 10: “El teatro infantil no existe”

No hay exageración en esta mentira. La repiten como loros los mismos teatreros, los que hacen teatro… sobre todo teatro para adultos: “el teatro es uno solo, dicen, el teatro infantil no existe”.
Menos mal que no son médicos, porque también negarían la pediatría, ni maestros, porque dirían que la psicopedagogía no es necesaria. Desmontemos esta mentira, porque ella expresa la idea central de este decálogo.
Ya lo dijimos: negar la infancia es parte de la estrategia de invisibilización hacia uno de los segmentos más golpeados por una sociedad y un sistema diseñados para defender las parcelas de poder de quienes tienen la sartén por el mango, fundamentalmente el poder económico. No es para nada gratuito que esta estrategia, además de niños y niñas, también arrope a las mujeres, los ancianos, los pobres, las personas con discapacidad y otros sectores de vulnerabilidad extrema.
Así se construye la mentira. Negando la existencia de aquello que no nos conviene, que no nos gusta, que no aceptamos, que nos perturba o que afecta nuestros intereses.
El mundo adulto, la cultura adulta, la sociedad adulta expresan una ideología adulta que niega la infancia… por eso para quienes expresan y defienden ese mundo, esa cultura, esa sociedad y, en consecuencia, esa ideología, la infancia es una entelequia, una etapa indeseable de la vida, algo que se dejó atrás ya que ya no interesa.
Al hacerlo, aunque no lo sepan, muchas veces defienden intereses que no son los suyos, y, lo más grave, se niegan a sí mismos. Como se niega el trabajador que acepta feliz su explotación, la mujer que tolera que la maltraten y todo aquel que sea insensible a las injusticias.
En rigor, el teatro infantil y todo lo relativo a la cultura de la infancia, no solo existe, es tangible y verificable como la ciencia, sino que constituye un derecho que se debe ejercer y exigir su cumplimiento.
Herramientas legales que expresan este derecho son, entre muchas, la Ley Orgánica para la Protección de Niños, Niñas y Adolescentes, Ley de Consejos Comunales, Ley de Defensoría del Pueblo, Ley de Recreación y nuestra suprema ley, la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela.
El teatro infantil existe porque la infancia también existe y porque lo específico y concreto de las artes escénicas dirigidas a la niñez, exigen de un conocimiento y una práctica que le dan categoría y jerarquía de especialistas a quienes, de una manera acuciosa, constante, estudiosa, investigativa, creativa, experimental, reflexiva, responsable y amorosa(sobre todo amorosa), se dedican a contar historias desde el gesto y la palabra, síntesis de esta fiesta  de los sentidos que es el teatro, una fiesta en la que niñas y niños deben ser.

Tomado de: latintainvisible.wordpress.com (31 agosto 2012)

No especifica fecha de producción del ensayo

A petición del público vuelve “El acompañante” en la Sala Cabrujas.



Nota de prensa

A petición del público vuelve “El acompañante” en la Sala Cabrujas.

Chacao.- A petición y después del éxito obtenido entre el público y la crítica especializada en su primera temporada, vuelve “El acompañante” de Isaac Chocrón a la Sala Cabrujas de Chacao por sólo seis funciones 7, 8, 9, 14,15 y 16 de septiembre de 2012. Esta última producción de AMARCORTeatro es un homenaje al maestro Chocrón quien desaparece físicamente en noviembre del año pasado.

“El acompañante” logra excelentes críticas en sus primeras presentaciones:  

 “Las arias de La Traviata, Madame Butherfly y, en especial, Tosca señalan, además, el rumbo de la conversación que durante dos actos sostienen Estela y José, a quienes dan vida María Teresa Haiek y Domingo Balducci, magníficos intérpretes que se mueven con solidez entre la ingenuidad, la desconfianza mutua, manipulación, la nostalgia, la ira y la desesperación que comparten cantante y pianista”.

Juan A. González. El universal. Venezuela (9 de agosto de 2012)

“No cabe duda que María Teresa Haiek quien interpreta a Estela Ramírez agarró el personaje para sí. Lo hizo suyo. No hay personaje. ¿Paradoja? ¡No! Su actuación es tan creíble que el “ente de papel” se convierte frente a nuestros ojos en alguien de carne y huesos.

 Por su parte, Domingo Balducci en el rol de José Lara, el acompañante, hizo lo propio. Su interpretación de un hombre ambiguo fue convincente. Él le imprimió un toque de extrañez bien interesante. No logramos definir muchos aspectos de la vida de Lara. Eso es de aplaudir en la performance de Balducci”.

Bruno Mateo. Ciudad Escrita, Venezuela (4 de agosto de 2012)

“Fue grato ver la reposición del 2012 donde  María Teresa Haiek y el actor Domingo Balducci reviven los verosímiles personajes chocronianos que recuerdan como algunos seres humanos no solo son cultos, sino que deciden vivir pasiones que los pueden hundir o hacer felices. La dirección, cuidadosa de Daniel Mago, logra un grato y educativo espectáculo”.

Edgar Moreno Uribe. El espectador venezolano, Venezuela (11 de agosto de 2012)

“En relación con lo que señala la dirección, las actuaciones están ajustadas. María Teresa Haiek como Estela presentó la forma del personaje y un buen manejo de los matices. Domingo Balducci como José fue veraz y sincero en las intenciones de su rol.

 En definitiva, un trabajo con una producción correcta...”

Joaquín Lugo. Tal cual digital, Venezuela (26 agosto 2012)

De “El acompañante” se puede decir que es una obra deliciosamente escrita, con un tono de suspenso, la cual nos conduce a tropezarnos con Estela Ramírez interpretado por María Teresa Haiek, una cantante frustrada con deseos de grandeza que solicita un acompañante, José Lara, encarnado por Domingo Balducci, para que viva con ella la vaciedad de su vida, pero no se da cuenta de que mete en su casa a alguien totalmente distinto a lo que ella solicita, bajo la dirección de Daniel Mago.

Las funciones son   el 7, 8, 9, 14,15 y 16 de septiembre de 2012, viernes y sábados a las 8 pm, y domingos a las 6pm en la sala “Cabrujas”, ubicada en la Av. Francisco de Miranda con 3ª Av. De los Palos Grandes, al lado del C.C Parque Cristal, a una cuadra de la estación del Metro Miranda.

Entradas a la venta en la taquilla del teatro.

Fotografía: @visionesp

(FIN/AA)

 

 

 

 

martes, 21 de agosto de 2012

El boom. Bandera literaria de un continente

Fotos: Historia personal del “boom”

De izquierda a derecha: Gabriel García Márquez, Jorge Edwards, Mario Vargas Llosa, José Donoso y Muñoz Suaz, en casa de Carmen Balcells, en Barcelona (1974). Fotografía de Diálogo con Vargas Llosa, por Ricardo A. Setti (Editorial Kosmos, 1988).




El boom: bandera literaria de un continente
Leonardo Maicán

Salvando las distancias, el llamado boom de la literatura latinoamericana duró en el tiempo lo que la Gran Colombia: alrededor de diez años. Tiempo suficiente para consolidar el realismo mágico, corriente literaria que había de convertirse en bandera de un continente (América) y de un importante número de narradores que buscaban nuevos horizontes estilísticos y estructurales dentro del quijotesco oficio de novelar.

¿En qué año se origina el boom? Según el novelista chileno José Donoso (1924-1996) el boom nace al filo del primer lustro de la década del sesenta, y de acuerdo con él investigadores de diversas latitudes. Hay quienes señalan los años 60 o 62 como fechas probables de su nacimiento. Que el boom no tenga una “partida de nacimiento” definitiva no debería ser tema de mayor preocupación: el tiempo subjetivo de los movimientos literarios no es el mismo que el de los hombres. La historia de la literatura universal está plagada de variables de este tipo, que lejos de oscurecerla la enriquecen. ¿Quién, por ejemplo, podría precisar con exactitud la fecha en que se inició el Siglo de Oro?

Baste decir entonces que la Década de Oro (así en mayúsculas) de la novela hispanoamericana nace en los años que corren a partir de 1960, cuando un importante número de novelistas rompe de forma contundente con la generación que le antecede. Rompimiento que no se manifiesta en absoluto de modo uniforme; por poner un caso: muchos años antes de que el boom fuese una realidad palpable, no pocos protagonistas de la “década de oro” venían madurando tanto el estilo (en sentido personal, obviamente) como el realismo mágico como “producto acabado” que en definitiva se constituiría en la voz de un colectivo. Para no perder el hilo discursivo, decía que el boom “estalla” en los años que corren a partir de mil novecientos sesenta. Su culminación se ubica unos diez años más tarde.

El boom designa a ese período generoso en que a la novela latinoamericana finalmente le es otorgada la “visa” permanente para darse conocer ante el mundo (Europa, principalmente). Este continente era visto, por los cosmonautas del boom, como un gran planeta literario. Planeta que una vez conquistado debía llegar a constituirse —como en efecto lo fue— en una sólida plataforma desde donde era posible la conquista de otros mundos. Esto lo sabían los muchachos del boom. Por pura coincidencia histórica, en momentos en que Armstrong y Aldrin profanaban el territorio mítico de los poetas y enamorados (la Luna), novelas que se han convertido en iconos del boom conquistaban o ya habían conquistado las calles y cafés de la capital de la bohemia y la literatura: París.

Tiempo paradisíaco en el que una pléyade de escritores americanos propone una manera fresca de mirar y de sentir la vida: Julio Cortázar (Rayuela); Carlos Fuentes (Aura, La muerte de Artemio Cruz, Cambio de piel); Mario Vargas Llosa (La ciudad y los perros, La casa verde); Juan Carlos Onetti (Juntacadáveres); José Donoso (El obsceno pájaro de la noche); Gabriel García Márquez (Cien años de soledad); Miguel Ángel Asturias (Mulata de tal); Alejo Carpentier (El siglo de las luces); Guillermo Cabrera Infante (Tres tristes tigres); Adriano González León (País portátil). Entre otros autores.

Nunca antes en la historia de la literatura, el mundo occidental había presenciado una “invasión relámpago” como la emprendida por los boomistas. La cantidad no estuvo en ningún momento divorciada de la calidad. Y más sorprendente aun: todo sucedió en un corto período de tiempo (de allí la adjetivación del sustantivo “relámpago”). No se había visto jamás nada semejante. Sobre todo, una “invasión” en sentido América-Europa. Por supuesto: no se pretende negar que el Modernismo fue el primer gran producto de exportación “genuinamente” americano. De ningún modo. Pero, a decir verdad, el movimiento estético-literario encabezado por Rubén Darío careció de la fuerza salvaje y arrolladora como sí la tuvo el fenómeno literario-editorial de la década del sesenta y parte del setenta. El modernismo entró a cuentagotas. El boom fue un tsunami.

Sigamos revisando el árbol genealógico de la literatura. Luego de que el Modernismo agotara sus formas, decadencia marcada por la muerte de Rubén Darío en 1916, y por el desarrollo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), emerge en el horizonte europeo un pequeño grupo de novelas de origen latinoamericano, entre las que destacan Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos y Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes (1926). Novelas realistas cargadas de un regionalismo exótico, en donde la naturaleza se nos presenta como un animal indomable en constante lucha con la razón. De este festín de los años 20 y 30 participaron también Mariano Azuela y José Eustaquio Rivera.

La entrada a la Europa de la primera post guerra por parte de estos escritores americanos, no gozó por supuesto de la contundencia necesaria para ser considerada un verdadero boom. Emir Rodríguez Monegal bautiza a esta primera oleada de novelistas con el nombre de mini-boom.

El boom no nació por generación espontánea. Por fuerza mayor, hay que hablar de influencias, de vasos comunicantes. ¿De qué fuentes se alimentaron los escritores del boom? Bebieron de muchas y variadas fuentes. Los iniciadores de la novela contemporánea latinoamericana rompen de manera frontal con el realismo; desligándose, por consiguiente, de la novela regionalista, baluarte del realismo. Como contraparte, estos boomistas vieron en los modernistas una fuente inagotable de “inspiración” (los críticos le tienen cierta fobia a este sustantivo abstracto, común, femenino y singular; su empleo aquí sugiere otro sentido). Pues bien, estos “nuevos” escritores americanos van a templar el acero creador directamente del fuego emanado de Rubén Darío, Amado Nervo, en fin, de toda la pira purificadora del modernismo. Esta simpatía no es gratuita: en su momento, los modernistas también reaccionaron frente al realismo. La sempiterna danza antagónica entre lo apolíneo y lo dionisiaco.

Este “choque” con la realidad por parte de los alfareros de la novísima novela hispanoamericana va a traer consigo, explícita o implícitamente, una sensación de fuga, de evasión. Sentido de fugacidad que en los modernistas se impregnó de cierto perfume galo, caballeresco, palaciego, grecolatino: “Al oír las quejas de sus caballeros, / ríe, ríe, ríe la divina Eulalia, / pues son su tesoro las flechas de Eros, / el cinto de Cipria, la rueca de Onfalia” (Rubén Darío).

Pero en el caso del Boom, movimiento surgido cuatro décadas después de la extinción del Modernismo, la fuga o evasión producto de la confrontación, choque o ruptura va a “mofarse” del realismo utilizando para ello las máscaras de la fantasía, la superstición, el ocultismo, la magia, la riqueza mítica y la cosmogonía de las culturas indígenas. Al dar al traste con el realismo convencional, los arquitectos del boom crean una “nueva realidad”: el realismo mágico.

En el amplísimo espectro del boom confluyen todos los tonos cromáticos de la Creación. Quizá sea ésta la razón por la que difícilmente a estos escritores pueda encajonárseles en cualquiera de los innumerables “ismos” que como por arte de magia vinieron apareciendo a lo largo del siglo XX, antes de la aparición del boom. Bien afortunado este pensamiento de Jacques Joset: “En la novela antigua, la repetición de los modelos ‘clásicos’ estancaba la literatura. En la moderna, la constante experimentación la dinamiza”. En el caso del boom la dinamización fue de tal magnitud que cohesionó la novela latinoamericana en un macrocosmos con un alto grado de unidad geográfica, cultural, social, lingüística; desfasándola de esa visión más o menos aparcelada (regionalista) que imperó durante buena parte de la primera mitad del siglo XX.

Más allá de estas consideraciones, hay quienes aseguran que en el caso del boom hubo cierto hilo conductor —no siempre visible— de carácter ideológico. A propósito, dice José Donoso: “Creo que si en algo tuvo unidad completa el ‘boom’ —aceptando la variedad de matices—, fue precisamente en la causa de la revolución cubana”. Y quien esto afirma, fue precisamente uno de los actores más lúcidos de la década de oro de la novela hispanoamericana.

La aseveración de Donoso carecería de sentido completo si no se ubica el surgimiento, desarrollo y consolidación de la “nueva novela” latinoamericana dentro del complejo contexto continental y mundial, en todos los órdenes: cultural, político, social, económico, religioso, antropológico, tecnológico y científico. En efecto, el abanico temporal en que tiene lugar el boom, entre la década del 60 y comienzos del 70, fue uno de los más “movidos” y convulsionados de la historia contemporánea. En tan corto período de tiempo, acontecieron hechos que de alguna manera impactaron sobre el posterior curso histórico de la humanidad. Hechos que iremos enumerando sin seguir necesariamente un estricto orden cronológico y espacial.

Ya se ha hablado (quizá no de forma literal) acerca del mayor o menor impacto que sobre estos “nuevos” escritores tuvo la revolución cubana. Pero los contextos dentro de los cuales se fraguó el boom son tan ricos como variados. Comencemos por la lucha contra la discriminación racial emprendida por la comunidad negra de los Estados Unidos. Lucha iniciada en los años 50 y que bajo el liderazgo de Martín Luther King consagró en los 60 (década en que se inició el boom) los derechos humanos y civiles de los afroestadounidenses. La muerte de Artemio Cruz, si bien fue publicada en 1962, la comenzó a escribir Carlos Fuentes en 1960, en Cuba, el mismo año que se fundaba en Bagdad la Organización de Países Exportadores de Petróleo. La beatlemanía de los dorados años sesenta. Vale destacar asimismo la crisis de los misiles de octubre de 1962, acontecimiento que enfrentó a la antigua Unión Soviética con los Estados Unidos, para dirimir cuál de las dos superpotencias largaba el salivazo más lejos. Estallido en 1964 de la primera bomba atómica china. Intervención militar estadounidense en República Dominicana (1965). La primera publicación de Cien años de soledad, ocurre en el año en que estalla la guerra de los Seis Días. Ocupación rusa de Checoslovaquia (1968). Y el Mayo Francés. Y la Teología de la Liberación. Y la píldora anticonceptiva. Los asesinatos de personalidades como J. F. Kennedy, el “Che” Guevara y Martín Luther King en el 63, el 67 y el 68 respectivamente, estremecieron en su momento la opinión pública mundial. El tiempo del “boom” es el de la agudización y posterior finalización de uno de los conflictos bélicos más cruentos e inmorales de la historia: la Guerra de Vietnam. El año en que el Apolo XI desciende sobre ese “mundo alucinante” situado a unos 380.000 kilómetros de este nuestro alucinante mundo, Reinaldo Arenas develaba El mundo alucinante, escritura donde lo humano y lo maravilloso atropellan los sentidos. Lo que hoy se conoce como Internet era entonces un desconocido bebé que daba sus primeros pasos bajo el nombre de Arpanet. El mundo realmente alucinaba. Eran los tiempos del boom.

Imposible dejar a un lado, dentro del complejo mosaico contextual, el protagonismo de la música afrocaribeña. Hasta cierto punto, el boom fue al español escrito lo que la “salsa” a la lengua hablada, cantada, bailada (en tanto que fenómenos de expresión y difusión). El “boom” de la música afrocaribeña es la expresión espiritual y mágica de un macrocosmos en constante ebullición: el Caribe. Mundo mítico y mestizo signado por el ciclo milenario de los huracanes. No sería exagerado afirmar que sin la existencia de ese Caribe onírico, mágico, mítico y barroco hubiese sido imposible la gestación del realismo mágico. Al menos, con la fuerza con que irrumpió en aquellos años.

A mediados de la década del sesenta, cuando el boom daba sus primeros pasos, se fundaba en Nueva York el sello discográfico Fania Record. En el mencionado sello grabaron sus discos los principales intérpretes de la “remozada” música caribeña, que posteriormente se conocería con el nombre de “salsa”. Cuando Miguel Ángel Asturias recibía en Estocolmo el máximo galardón de las letras, al otro lado del Atlántico, en la Gran Manzana, un adolescente de 15 años comenzaba a abrirse paso dentro de la música afrocaribeña: era Willie Colón.

No debería causar extrañeza el hecho de que el boom literario y el boom de la “salsa” hayan nacido con pocos años de diferencia el uno del otro. No podía ser de otro modo, puesto que ambos fenómenos manejan en el fondo el mismo código lingüístico (el español) y la misma idiosincrasia (sobre todo en las regiones bañadas por el Caribe). La música afrocaribeña, incluyendo por supuesto el bolero, influyó en los escritores más jóvenes del boom, y aun con bastante fuerza en los del post boom. Pero el Caribe es mucho más que tambor y canto: es una idiosincrasia, una manera de sentir la vida, una voz. Alguien que lea a Gabriel García Márquez con el oído, no le costará demasiado trabajo adivinar que más allá de las palabras impresas hay una voz y un tono caribe, y escuchará seguramente el batir manso o furioso de la mar y del viento.

Algunas líneas más arriba decía que el Caribe es ese mundo mítico y mestizo signado por el ciclo de los huracanes; fenómeno climatológico que representa en esencia la implacable furia de un dios que despierta en una determinada época del año. Dios protagonista de una aventura, en el sentido de que describe un viaje épico. ¿Quién puede resistirse al impulso de fantasear con la idea de que la fuerza ciclónica que barre a Macondo de la faz de la Tierra no es sino reminiscencia arquetípica de ese dios Huracán que desde tiempos remotos desahoga su ira contra el mundo caribe? Nada más fatalista ni más caribe que el final de la famosa novela garciamarquiana.

Hasta ahora se ha tocado el tema del mestizaje desde la periferia. Ahondemos un poco. El término mismo de realismo-mágico es ya de por sí un híbrido: designa una cuestión “real” y “mágica” a la vez. Para continuar, se hace necesario retrotraernos a la semilla del tiempo. América no nació de parto natural. América es producto de una cesárea. O de varias cesáreas. El conquistador español, que se creía puro de raza, era en realidad hijo de un milenario proceso de mestizaje en el que se cruzaron iberos, celtas, latinos, cartagineses, griegos, gitanos, árabes, etc. Mestizaje que se enriqueció con la incorporación del elemento indígena: caribes, arawakos, aztecas, mayas, quechuas, aimaras, guaraníes, chibchas, taínos... Más tarde, la incorporación de diversas etnias de origen africano al complejo proceso de mestizaje termina por forjar los perfiles genotípicos y fenotípicos del “nuevo hombre”. El mestizaje no fue sólo de carácter sanguíneo, sino culinario (el caso de la hayaca), cultural, lingüístico, religioso. De allí la santería, el culto a María Lionza, por citar dos casos. Universo mítico, barroco, mágico, sobrenatural, místico. Universo que lleva en sus entrañas la nieve y el fuego de los volcanes; selvas y llanos; caudalosos ríos, lagos, mesetas, tepuyes; desiertos, valles, playas; el puma y el cóndor; oro, plata, petróleo... Alguna vez hemos oído decir a los hijos de esta tierra: “No creo en brujas, pero de que vuelan, vuelan”. Visión que resume una filosofía, una actitud ante lo real, ante lo sobrenatural: la idiosincrasia del (ser) indoafrolatinoamericano. Y es que sencillamente lo mágico-real siempre ha estado entre nosotros, en estado natural. Muchos de los escritores del boom, y otros como Úslar Pietri y Rulfo, tuvieron la gran virtud de poder procesar esta “materia prima”, y crear a partir de allí arte, literatura, vida.

Mucha agua ha corrido desde la desaparición del boom hasta el día de hoy. Aguas en las que hay que bañarse para pescar ideas. Por ejemplo: la muerte “física” del boom no significó de ningún modo la muerte súbita del realismo mágico. Esta corriente literaria sobrevivió al boom, pero poco a poco vino desgastándose en el tiempo, al punto que su huella es prácticamente irreconocible en las novísimas camadas de escritores. Esto desde luego no niega la notable influencia ejercida por los actores del boom en los nuevos escritores, específicamente en los del llamado post boom (sobre todo en cuanto al tratamiento del lenguaje). Incluso no sería exagerado afirmar que la influencia es más profunda en los europeos que en los propios latinoamericanos. En todo caso, el boom como fenómeno editorial quedó enterrado en la década del setenta. Y el realismo mágico es corriente superada. En la actualidad, diversas tempestades sacuden el territorio mágico de la novela. Universo de palabras que, al igual que la serpiente, cada cierto tiempo necesita cambiar de piel.

sábado, 4 de agosto de 2012

Fui "El acompañante" por una noche

Foto y diseño: Simón Barrios Bravo

 Fui “El acompañante” por una noche.

por Bruno Mateo.


Hablar de la dramaturgia de Isaac Chocrón (1930-2011) es entrar en un terreno fértil de destreza escritural y de mucha imaginación. Su discurso es altamente penetrante. Va erosionando los sentidos de los espectadores hasta llevarnos hasta la cúspide de la emocionalidad. De eso no escapa “El acompañante”, una historia sencilla que nos cuenta del encuentro de Estela Ramírez, cantante  de ópera un poco devaluada, con José Lara, un acompañante a quien ella pretende contratar. La manera como está escrita la pieza es envolvente con un tono de suspenso. Unas acciones se suceden unas a otros sin dificultad hasta hacernos adentrar en el espacio de la casa oculta del sol por las cortinas y envuelta por el aire acondicionado central de Estela en pleno Maracaibo. El diálogo de ambos personajes, acompasados por las más famosas arias operáticas y la voz de todos los tiempos María Callas, son extremadamente inteligentes. Denotan algo conciso, pero connotan lo contrario; es por ello que esta pieza requiere de dos actores que sepan leer entre líneas. Necesitan conocer la ambigüedad del lenguaje. Saber utilizar los silencios, las medias verdades, lo oculto…el suspenso. No cabe duda que María Teresa Haiek quien interpreta a Estela Ramírez agarró el personaje para sí. Lo hizo suyo. No hay personaje. ¿Paradoja? ¡No! Su actuación es tan creíble que el “ente de papel” se convierte frente a nuestros ojos en alguien de carne y huesos. Para mí, en lo particular, eso es la actuación. Ella  se recrea a sí misma. Se reinventa. Nos conduce a la vida de una mujer entrada en años con ganas y deseos de vivir, pero que se ve enterrada en una casa allá en la “tierra del sol amada”. El decir de Haiek es tan suave y tan lógico que se convierte en  un arma poderosa que golpea la habitualidad del público. Anoche 3 de agosto en la sala Cabrujas de Chacao pasó algo. Algo que nos estremeció. Algo que hizo temblar la comodidad consuetudinaria de todos los días. Debo inclinar la cabeza frente a esta actriz y maestra de actuación porque en mucho tiempo no había visto a ningún intérprete poseer de una  manera tan verdadera de un personaje literario.

Por su parte, Domingo Balducci en el rol de José Lara, el acompañante, hizo lo propio. Su interpretación de un hombre ambiguo fue convincente. Él le imprimió un toque de extrañez bien interesante. No logramos definir muchos aspectos de la vida de Lara. Eso es de aplaudir en la performance de Balducci. Esa ambigüedad muy de la dramaturgia Chocroniana, la vemos también en personajes como Eloy en “La revolución”,  los personajes de “La máxima felicidad”, entre otros. El personaje concebido por el actor está lleno de misterio. Él logra los cambios que requiere “Lara” y eso lo notamos por el diálogo y el manejo de la voz. Sus parlamentos fueron dosificados y poco a poco vimos  a alguien completamente obstinado de seguir viviendo en una rutina en una ciudad, que para el momento en que fue escrito el texto, apartada de la vida del champán y del paté.

La dirección y puesta en escena del novel Daniel Mago nos deja una grata satisfacción. Vemos y sentimos que sí hay otra generación de hacedores del teatro capaz de abordar un texto tan rico en matices como el de “El acompañante”. Mago se centra principalmente, a diferencia de la mayoría de los nuevos directores, en las actuaciones. He aquí el acierto. Para mí, si no hay actores entregados y que entiendan lo que dicen y hacen una puesta en escena no se sostiene. Todos los movimientos fueron justificados y lógicos. La musicalización estuvo precisa. Daniel haciendo gala a su apellido Mago hizo un buen acto de ilusión. Nos lo hizo creer. Nos movió algo.

Es de acotar que la imagen hecha por Simón Barrios Bravo es tremendamente sugestiva. Muy hermoso el programa de mano.

Felicitaciones a todo el equipo de Amarcoteatro por honrar la dramaturgia del maestro Isaac Chocrón.

Las funciones de “El acompañante” son hasta el domingo 19 de agosto en la Sala Cabrujas. 3era. Avenida de los Palos Grandes, C.C. El Parque, nivel C-1. Chacao. Viernes y sábados 8 pm. Domingos 6 pm.

viernes, 3 de agosto de 2012

Entrevista realizada a José Ignacio Cabrujas en 1987.

José Ignacio Cabrujas (1937/1995)


El Estado del Disimulo 
Entrevista realizada a José Ignacio Cabrujas en 1987, por el equipo de la  revista Estado & Reforma (Luis García Mora, Víctor Suárez, Trino Márquez y Ramón Hernández).

Exponente de la modernidad del teatro venezolano, José Ignacio Cabrujas no se oculta en la forma para evadir el fondo. Racionalmente crítico con la realidad, tiene su referente directo en la cultura venezolana y su razón dialéctica parte de la confrontación de la regionalidad y la universalidad para asegurar una evidente trascendencia: actor, director y dramaturgo se inició en el oficio con el Teatro Universitario de la Universidad Central de Venezuela, donde estudiaba Derecho. Hombre de la televisión y del periodismo, no ha desaprovechado sus opciones como comunicador de masas. De aguda percepción, claro estilo y reflexivo decir, es un intelectual de bien ganada credibilidad en el quehacer cultural contemporáneo.
 Cabrujas dejó volar su gusto por el análisis y la reflexión durante tres horas con el equipo editor de Estado & Reforma. Por razones estrictamente relacionadas con la dictadura del espacio, buena parte de la conversación se ha quedado en la libreta; sin embargo, consideramos que la síntesis que presentamos refleja en buena medida el parecer de José Ignacio Cabrujas sobre el Estado y el proceso modernizador que adelanta la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado.
 El concepto de Estado en Venezuela es apenas un disimulo...
–El concepto de Estado es simplemente un “truco legal” que justifica formalmente apetencias, arbitrariedades y demás formas del “me da la gana”. Estado es lo que yo, como caudillo, como simple hombre de poder, determino que sea Estado. Ley es lo que yo determino que es Ley. Con las variantes del caso, creo que así se ha comportado el Estado venezolano, desde los tiempos de Francisco Fajardo hasta la actual presidencia del doctor Jaime Lusinchi. El país tuvo siempre una visión precaria de sus instituciones porque, en el fondo, Venezuela es un país provisional. La sensación que uno tiene cuando viaja al Perú o a México y observa las edificaciones coloniales, –palacios de gobierno, cuarteles, catedrales, inquisiciones, es decir, las formas arquitectónicas del Estado–, es de permanencia y solidez, como si la noción de futuro estuviese en cada ladrillo. Quien hizo la Catedral de México, además de edificar un concepto, pretendió exactamente levantar un templo perdurable y asombroso. Por el contrario, cuando uno entra en la Catedral de Caracas, termina por entender donde vive. La Catedral de Caracas es un parecido, un lugar grande, relativamente grande, todo lo grande que podría ser en Venezuela un lugar religioso, pero al mismo tiempo se trata de una edificación provisional que forma parte del “más o menos” nacional. Uno siente ese “más o menos” en la artesanía de los racimos de uvas, corderos pascuales, triángulos teologales o sandalias de pastores. Uno comprende que alguien levantó esa catedral “mientras tanto y por si acaso”. La historia nos habla de un país rico habitado por depredadores incapaces de otra nostalgia que no fuese el recuerdo de España. Se dice que nuestros indígenas eran tribus errantes que marchaban de un lugar a otro en busca de alimentos. Pero tan errantes como los indígenas fueron los españoles. Vivir fue casi siempre viajar y cuando el Sur comenzó a presentirse como el lugar del “oro prometido”, llámese Dorado o Potosí, Venezuela se convirtió en un sitio de paso donde quedarse significaba ser menos. Menos que Lima. Menos que Bogotá. Menos que el Cuzco. Menos que La Paz. Se instaló así un concepto de ciudad campamento magistralmente descrito por Francisco Herrera Luque en una de sus novelas.
–¿Seguimos viviendo en un campamento?
 –Han pasado siglos y todavía me parece vivir en un campamento. Quién sabe si al campamento le sucedió lo que suele ocurrirle a los campamentos: se transformó en un hotel. Esa es la mejor noción de progreso que hemos tenido: convertirnos en un gigantesco hotel donde apenas somos huéspedes. El Estado venezolano actúa generalmente como una gerencia hotelera en permanente fracaso a la hora de garantizar el confort de los huéspedes. Vivir, es decir, asumir la vida, pretender que mis acciones se traducen en algo, moverme en un tiempo histórico hacia un objetivo, es algo que choca con el reglamento del hotel, puesto que cuando me alojo en un hotel no pretendo transformar sus instalaciones, ni mejorarlas, ni adaptarlas a mis deseos. Simplemente las uso. No vivo en un lugar, me limito a utilizar un lugar. El gigantesco hotel necesitaba la fórmula de un Estado capaz de administrarlo. Alguna vez, ¿quién sabe cuándo?, fue necesario comenzar a crear instituciones, leyes, reglamentos, ordenanzas para garantizar un mínimo de orden, de convivencia. Habría sido más justo inventar esos artículos que leemos siempre al ingresar en un cuarto de hotel, casi siempre ubicados en la puerta. “Cómo debe vivir usted aquí”, “a qué hora debe marcharse”, “favor, no comer en las habitaciones”, “queda terminantemente prohibido el ingreso de perros en su cuarto”, etc., etc.; es decir, un reglamento pragmático y sin ningún melindre principista. “Este es su hotel, disfrútelo y trate de echar la menos vaina posible”, podría ser la forma más sincera de redactar el primer párrafo de la Constitución Nacional, puesto que por “Constitución Nacional” deberíamos entender un documento sincero, capaz de reflejar con cierta exactitud lo que somos, y lo que aspiramos.
–Pero...
–En lugar de esa sinceridad que tanto bien pudo hacernos, elegimos ciertos principios elegantes, apolíneos más que elegantes, mediante los cuales íbamos a pertenecer al mundo civilizado. El campamento aspiró a convertirse en un Estado y para colmo de males, en un Estado culto, principista, institucional, en todo caso, legendario por todo lo que tiene de hermoso y de irreal. Las constituciones nacionales, desde los hermanitos Monagas para acá, son verdaderos tratados de contemporaneidad y hondura conceptual. El déspota, y vaya si los hubo, jamás usó la palabra “tiranía”, ni los eufemismos correspondientes, como podría ser la palabra “autoritario” o “gobierno de fuerza” o “régimen de excepción”. Por el contrario, redactar una Constitución fue siempre en Venezuela un ejercicio retórico, destinado a disimular las criadillas del gobernante. En lugar de escribir “me da la gana”, que era lo real, el legislador por orden del déspota, escribió siempre “en nombre del bien común” y demás afrancesamientos por el estilo.
El resultado es que durante siglos nos hemos acostumbrado a percibir que las leyes no tienen nada que ver con la vida. Nunca levantamos muchas salas de teatro en este país. ¿Para qué? La estructura principista del poder fue siempre nuestro mejor escenario.
 Ilustra con una anécdota:
 –Nicanor Bolet Peraza escribió una crónica costumbrista sobre el Teatro del Maderero. Se representaba allí, en los días de Semana Santa, nada menos que La Pasión de Cristo, con crucifixión y azotes y crueldades habituales a la serenísima figura del Hijo del Hombre. Cuenta Bolet Peraza que en la escena del Gólgota salían los dos centuriones romanos y representaban aquella escena donde Cristo pide agua de manera conmovedora. Los dos centuriones empapaban esponjas con hiel y vinagre, acercándolas a la boca del crucificado. Entonces comenzaban a oírse grandes carcajadas en la sala, puesto que todo el mundo suponía, vaya usted a saber por qué, que las esponjas estaban repletas de mierda. Mayor era el sufrimiento de Cristo y más vigorosas eran las risotadas de los espectadores. Hasta que un niñito gritó: “!Es que ese no es Cristo!; ese es el hijo de Estelita con el chichero de la esquina!” Nada, en mi vida de hombre de teatro, me ha parecido tan esclarecedor como esta escena. En efecto, asumir la majestad es una de nuestras imposibilidades. Jamás hemos aceptado el drama extremo del poder. Cuando la institución se toma en serio a sí misma, no tarda en aparecer el rasero de la “joda”. Está bien, gobierna... pero tampoco te lo tomes tan en serio. Está bien, ponte el uniforme y mete la barriga... pero, déjate de vainas, porque tú, uniformado, protocolar, dándotelas de gran cosota, sigues siendo el hijo de Estelita con el chichero de la esquina.
Insiste en el ejemplo:
 –La entrada del Presidente de la República al Congreso, en la ceremonia de entrega de cuentas, se parece a la contradicción que vivimos. Allí está la verdadera identidad nacional, en ese presidente picarón, desesperado porque no vaya algún jodedor a pensar que él se lo está tomando en serio. Persiste en mí una imagen, la del presidente Luis Herrera Campíns en el trance de dar una de sus habituales ruedas de prensa, transmitidas en cadena nacional de radio y televisión. La ceremonia era idéntica quincena tras quincena. Los televidentes observábamos una puerta laqueada, de un versallismo arrepentido, repleta de ornatos dorados, como corresponde a una puerta de poder. Se abría la puerta y la cámara retrocedía hasta mostrar a dos soldados venezolanos, fornidos y retacos, vestidos con la interpretación estilo Centeno Vallenilla del uniforme de Carabobo, inexplicablemente zarista como si se tratara de una escena de La Guerra y la Paz. De inmediato salía Herrera, precedido de una fanfarria republicana casi siempre destemplada. Y comenzaba la comedia porque Herrera en ese corto paseo hacia la sala de conferencias, hacia un gigantesco esfuerzo por aparentar cordialidad y llaneza de carácter. Allí lo veíamos guiñar el ojo, dar palmaditas, sonreír a la cámara, saludar con la mano a la altura de la cintura para no parecerse al emperador Trajano. Era como si Herrera nos dijese: “!Un momento! !Yo sigo siendo Luis Herrera! (el hijo de Estelita y el chichero), yo estoy cumpliendo un protocolo más o menos y tal, pero sigo siendo el amigo cordial, el simpaticón Herrera, el gordo Herrera, el ñato Herrera, el negro Herrera, el cómplice de todos ustedes cruzando un pedacito de Miraflores sin que los humos se me hayan ido a la cabeza”. Porque más allá de las ceremonias, el Presidente sabe muy bien a quien representa.
Terminada la comparación, regresa a lo concreto:
–Algún político del siglo XIX en Venezuela, lamento no recordar ahora su nombre, dijo que el venezolano podía perder la libertad pero jamás la igualdad. Nosotros entendemos por igualdad ese formidable rasero donde a todos nos hace el traje el mismo sastre, donde lo importante es que no me vengas con cuentos, no te la des “de”, porque si te la das “de”, yo te desmantelo, yo acabo contigo, yo digo la verdad, yo revelo quién eres tú en el fondo, qué clase de pillín o de sinverguenzón eres tú, para que no te me vayas demasiado alto, para que no te me vuelvas predominante y espectacular.
Otro ejemplo:
–Años atrás, cuando trabajaba en la Dirección de Cultura de la UCV, fui invitado por el inolvidable Jesús María Blanco a una recepción académica mediante la cual se iba a rendir homenaje a un ilustre venezolano que había hecho un singular aporte a la cirugía cardiovascular. Las revistas inglesas y norteamericanas, me refiero desde luego a revistas especializadas, habían comentado en términos sumamente elogiosos y admirativos al trabajo de nuestro compatriota, de allí que la Universidad se sentía en el deber de reconocer, con la solemnidad del caso, los logros de un miembro de la comunidad. Estábamos allí muchos invitados, y los académicos entraron con toga y birrete, aproximándose de inmediato al homenajeado. El rector pronunció un parco discurso donde destacó la trayectoria de ese gran cirujano. Me pareció, y por lo demás, era natural, que el distinguido científico se sentía muy bien porque mostraba un evidente orgullo y hasta una honda emoción. Concluyó el acto. Salieron las cuadrillas de mesoneros con las correspondientes botellas de champagne y el protocolo se “animó” después de un vigoroso aplauso en el instante en que el rector condecoró al “hombre”. No hubo en ese aplauso ninguna hipocresía. Por el contrario, era una reacción emotiva y, desde luego, sincera. Pero después de los aplausos, comenzó el cocktail, desaparecieron las togas y los birretes y todo el mundo se “republicanizó”. Entonces empezó la verdadera ceremonia nacional, el auténtico ritual de “no te me vayas tan lejos”. Los amigos rodearon al encumbrado y así como en las corridas de toros salen los picadores, para que el toro se acostumbre a la lidia, es decir, para que el toro sea menos toro, así al doctor González (invento el apellido porque no recuerdo cómo se llamaba el cirujano) lo comenzaron a llamar Gonzalito. Menudearon las palabrotas y las palmadotas: “!Gonzalito, carajo! ¿Quién lo iba a decir, Gonzalito? ¿Cómo fue ese pegón, Gonzalito, si a ti te “rasparon” en Anatomía II? !Si tú eras más malo que el carajo! ¿Esa operación no te la haría la enfermera?” Etc., etc. Esta sociedad familiar que no acepta deserciones a la cervecita cotidiana, que convierte a González en Gonzalito, justamente el día que González es más González que nunca, esta sociedad de complicidades, de lados flacos, ha hecho de la noción de Estado un esquema de disimulos. Vamos a fingir que somos un país con una Constitución. Vamos a fingir que el Presidente de la República es un ciudadano esclarecido. Vamos a fingir que la Corte Suprema de Justicia es un santuario de la legalidad. Pero en el fondo, no nos engañemos. En el fondo, todos sabemos como se “bate el cobre”, cuál es la verdad, de qué pie cojea el Contralor, o el Ministro de Energía, o el Secretario del Ministro de Educación. La “verdad” no está escrita en ninguna parte. La verdad es mi compadre, la verdad es el resorte mediante el cual puedo burlar la apariencia legal, eso que en la jerga administrativa se denomina la “veredita”. Lo expresa muy bien el venezolano cuando decimos: “No, chico, no hables con el Secretario. Habla directamente con el Presidente, porque el Secretario es un pendejo. Vete a la cabeza”.
–Nadie confía en nadie...
 –Hemos aprendido a vivir mintiéndole al Estado, y ese aprendizaje tiene razón de ser si este país viviese de acuerdo a las normas, leyes, disposiciones, reglamentos, permisos, procedimientos, etc., todo se habría paralizado. En tiempos del doctor Caldera, yo trabajaba en el fallecido INCIBA y había allí una disposición mediante la cual no se podían efectuar órdenes de pago por encima de cinco mil bolívares. Un cheque por más de cinco mil bolívares tenía que ser sometido a revisiones, autorizaciones y otras tortuosidades que escapaban a la dinámica de ese gasto, casi siempre urgente. ¿Qué solución se encontró para burlar este principio, probablemente justo, probablemente necesario? Emitir varios cheques de cinco mil bolívares a la misma persona o a la misma entidad. Si era necesario gastar diez mil bolívares en una urgencia, se ordenaban dos cheques de cinco mil y todo el mundo en paz. No se trataba de un robo. Se podría definir como una realidad paralela al ser apolíneo que es el Estado venezolano. Si te detiene un fiscal de tránsito, tú sabes muy bien que por encima de su reclamo protocolar (usted se comió la luz, ciudadano), hay una proposición paralela, no necesariamente deshonesta. Puede ser que el fiscal te diga simplemente: “mira, vete y vamos a dejar esa vaina así”, probablemente porque tú le has dicho al fiscal: “hermano, es que tengo a mi mamá enferma, es que me están esperando en el Hipódromo porque me van a dar un dato, es que venía distraído porque tengo un problemón en mi casa”. ¿Por qué? Porque la boleta que el fiscal te debe entregar de acuerdo a las disposiciones del tránsito es en el fondo una agresión personal. No es que tú faltaste. Es que tú le caíste mal al fiscal. Es que el fiscal es un antipático, un desgraciado, que ese día se levantó de mal humor porque anoche quién sabe lo que comió ese muérgano que la pagó conmigo. De ahí que la corrupción sea un establo habitual, yo diría que normal, en ese inmenso tejido de situaciones cotidianas donde necesitamos dialogar con el Estado convertido en fiscal de tránsito, o en escribiente de tribunal, o en secretario de notaría, o en enfermera de los Seguros Sociales. Los procedimientos no persiguen en este país aligerar los procesos. Por el contrario: casi siempre se trata de verdaderos obstáculos que no tienen nada que ver con mi vida. El funcionario es mi enemigo cuando se pone pesado, es decir, cuando cumple con las normas. Por eso, en Venezuela, todo funcionario público cumple con las normas. Por eso, en Venezuela, todo funcionario público o es un delincuente o es un antipático. La verdadera filosofía del Estado venezolano descansa sobre un axioma preciso y diáfano, esto es: el Estado en Venezuela sirve para impedir una catástrofe. El Estado desconfía absolutamente de los ciudadanos. El Estado venezolano parte de la idea de que somos unos pillos y de que es necesario impedir que seamos tan pillos.
 –¿Cómo hacer un país donde la realidad no está divorciada de lo que está escrito en el papel?
–Hace unos años escribí una comedia llamada Acto Cultural. Los personajes de esa comedia eran miembros de la Junta Directiva de una Sociedad Cultural en una pequeña ciudad provinciana. Vivían para la cultura y representaban la cultura, quiero decir, “la gran cultura”. Un día, esta Junta Directiva de la Sociedad Louis Pasteur decide celebrar los 50 años de la institución, con una representación teatral de la vida de Cristóbal Colón. La representación es un fracaso, porque, diabólicamente, perversamente, en lugar de recitar el texto previamente acordado, esos miembros de la Sociedad Pasteur hablan de lo que les pasa, confrontan sus intimidades, proclaman sus amarguras y catástrofes cotidianas. El Secretario de la Sociedad declara ante los supuestos espectadores del pueblo que a él toda la vida lo que le ha gustado es el trasero de una alemana y la posibilidad de tomarse 15 rones después de las seis de la tarde. Que esa es su cultura, porque, al mismo tiempo, esa es su apetencia, su sinceridad, su realidad. La declaración es catastrófica y las “fuerzas vivas” de la localidad abandonan el recinto. La Sociedad Louis Pasteur ha muerto. Nadie le dará una subvención, nadie le permitirá funcionar. Es el precio de la confesión, o si se quiere, de la sinceridad. Creo que la sociedad venezolana, y me refiero a la sociedad en el sentido de grupo humano que establece ciertos compromisos, ciertos objetivos comunes, está basada en una mentira general, en un vivir postizo. Lo que me gusta no es legal. Lo que me gusta no es moral. Lo que me gusta no es conveniente. Lo que me gusta es un error. Entonces, obligatoriamente tengo que mentir. No voy a renunciar a mis apetencias, a mi “verdad”. Voy a disimularla. Voy a aparentar esto o lo otro, para así poder esconderme, porque vivo en un país donde mis deseos no forman parte de la poesía, donde el “culo de la alemana” o los 15 rones del atardecer no son “culturales”, donde la descripción que se hace de mí en términos literarios, pictóricos, es decir, en términos “sublimes” pertenece a ese edificio casi teologal que es el “deber ser”. ¿De dónde sacamos nuestras instituciones públicas? ¿De dónde sacamos nuestra noción de “Estado”? De un sombrero. De un rutinario truco de prestidigitación. El campamento que era una ciudad como Caracas hacia 1700 consiguió una “forma” capaz de disimular ciertas amabilidades precarias, cierta vida auténtica, donde intercambiábamos un poquito de sal y un poquito de harina, cierto “mientras tanto” y cierto “por si acaso”.
–¿Y hoy?
–Vivir es defendernos del Estado. Defendernos de un patrón ético al que llamamos “Estado” y que no es otra cosa que la traslación mecánica de un esquema europeo. Se aceptó la “moral” y la “cívica”, como me las enseñaban en el bachillerato, cuando mi profesor en el Liceo Fermín Toro me decía una cosa y el policía de la esquina me decía otra. Vivimos en una sociedad que no ha podido escoger entre la “moral” y la “cívica”, hasta el sol de hoy, conceptos absolutamente contrapuestos. Si soy “moral” no soy “cívico”. Y si soy “cívico”, ¿cómo diablos hago para ser moral? El Estado venezolano, dicho así, con mayúsculas, no se parece a los venezolanos. El Estado venezolano es una aspiración mítica de sus ciudadanos. El Presidente es presidente sólo porque él dice que es presidente. Pero, en realidad, no es un presidente. Es una persona que está allí, desempeñando una provisionalidad, mientras le encontramos su “lado flaco”, su rasero de miserias cotidianas, su condición de “zángano” del panal. De allí que la función presidencial no es entendida del todo por los ciudadanos. Casi todos nuestros compatriotas piensan “honestamente” que el Presidente, sea quien sea, llámese como se llame, es un ladrón. O es más o menos un ladrón. Si un hombre llega a Miraflores, es necesariamente “lógico” que se dedique a robar. Si no lo hace, pertenece a la categoría de los “inexistentes”, al limbo del “paradigma”. Desde luego, no nos gusta que el Presidente robe. No nos gusta. Lo damos por hecho. Puede ser que nos quejemos amargamente de la corrupción gubernamental, de tal o cual pillo que se robe un dinero, pero la damos por hecho. “Todos los políticos son unos bandidos”. “Todos los políticos son unos corruptos”. “Todos los políticos son unos ladrones”. Eso es lo que realmente pensamos. El corrupto no es un ser excepcional. El corrupto es un ser lógico, sostenido por una relación de causa y efecto. El corrupto es “la norma”. El hombre honesto o es un pendejo o es simplemente una excepción lujosa.
 –Con la aparición del petróleo, el ciudadano empieza a pedirle al Estado una cierta racionalidad, una efectividad y una eficacia...
–Se creó una especie de cosmogonía. El Estado adquirió rápidamente un matiz “providencial”. Pasó de un desarrollo lento, tan lento como todo lo que tiene que ver con agricultura, a un desarrollo “milagroso” y espectacular. Un ciudadano inglés, un italiano, un sueco, no espera “milagros” del Estado. A eso se reduce lo que se llama “madurez política”. A no esperar demasiado del Estado. Los parámetros de las sociedades europeas son previsibles. Inglaterra se mueve dentro de una relativa prosperidad y una relativa pobreza desde hace un montón de años. La apreciación de la gestión gubernamental, por parte de un ciudadano inglés, es un hecho bastante objetivo, proviene de situaciones absolutamente concretas. Para Margaret Thatcher es relativamente sencillo convocar a los ingleses y decirles: “Miren, la situación es muy difícil. No prometo prosperidad, no prometo multiplicar los panes y los peces. Prometo dificultades, peligros de todo tipo, y prometo un empeño en tratar de salir adelante. Prometo seriedad. Tal vez vamos a decaer. Tal vez vamos a vivir peor. Pero, prometo que voy a tratar de hacerlo lo mejor posible”.
–De ellos a nosotros, de lo ideal a lo concreto:
 –Imaginemos que un político venezolano diga algo parecido en una campaña electoral. Imaginemos un candidato que nos hable de imposibilidades, de limitaciones, de realidades. Un candidato que no nos prometa el paraíso es un suicida. ¿Por qué? Porque el Estado no tiene nada que ver con nuestra realidad. El Estado es un brujo magnánimo, un titán repleto de esperanzas en esa bolsa de mentiras que son los programas gubernamentales. Un tomate, una papa, una mazorca, un arbusto de café eran en la Venezuela de 1900 productos de un esfuerzo tangible, de mediocre certeza. No hay ningún milagro posible en una mazorca, como no sea el milagro de la tierra. Una mazorca de maíz cuesta tres centavos, cuatro centavos, cinco centavos, seis centavos. Esas son, en términos de precio, las únicas sorpresas que puede darnos. El petróleo es diferente. Espectacularmente diferente. Hoy valía medio dólar. Mañana tres. Después seis, doce, veinticuatro, hasta treinta y seis dólares. No se trata de una economía fundamentada en el fatigoso esfuerzo, en el “un poquito hoy” y “un poquito mañana”. Se trata de un show económico. El petróleo es fantástico y por lo tanto induce a la ilusión de un milagro. Creó en la práctica la “cultura del milagro”. Por primera vez, el Estado venezolano había hecho un “buen negocio”, lo cual, viéndolo bien, resultaba excepcional dada su costumbre de hacer pésimos negocios. ¿Cómo un pobre se convertía en rico en la Venezuela de 1905? Descubriendo un tesoro. No había otra manera. No había “negocios”, ni especulación en la Bolsa, ni golpes de fortuna. Había la leyenda de que los españoles en los días de la Independencia enterraron baúles, arcones, botijuelas repletas de morocotas. Mi padre, un primitivo habitante de lo que hoy en día llamamos en Caracas, Catia, o Parroquia Sucre, solía hablar de un canario que a principios de siglo descubrió uno de esos tesoros. Cavó en la tierra, hizo un hoyo, y encontró monedas de oro. Pues bien: a eso se parece el petróleo. Es cuestión de cavar hoyos y descubrir riqueza. El hueco petrolero sustituirá a la imaginación del hueco donde había morocotas españolas. El Estado era ahora capaz de hacernos progresar mediante audaces saltos. !Viva Gómez y adelante! ¿No era ésa la consigna? ¿No pagó el dictador la deuda externa en pocos años? ¿No comenzamos a ver prodigios? ¿No fue ese el comienzo del “sueño venezolano”? Tal vez Argentina lo tuvo en los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Tal vez Chile en los lejanos días del cobre y el nitrato. Tal vez Brasil, en tiempos de Getulio Vargas. Pero no se puede hablar de un sueño colombiano, ni de un sueño paraguayo, ni de un sueño boliviano u hondureño. La agricultura y la ganadería no provocan las mínimas condiciones de ese “sueño”. Nuestro “sueño” fue saltar sobre esa lenta y fatigosa historia.
–¿Y nos apoyamos en una mentira?
–La riqueza petrolera tuvo la fuerza de un mito. Mi padre hablaba de Filippo Gagliardi como los norteamericanos hablaban de Henry Ford. Digo mal, porque la riqueza de Henry Ford es el producto concreto de una inventiva y de una inmensa capacidad de trabajo. Pero Gagliardi en los años de Pérez Jiménez llegó al sitio del “baúl de morocotas”. Llegó, según mi padre, con los pantalones rotos. De hecho, tuvo que hacerse unos pantalones, nada menos que con la bandera del barco y ahora, me parece estarlo oyendo, míralo, míralo a donde llegó. Mira el relator que tiene. En mi casa de Catia, por allá por 1955, vivió un inmigrante italiano. Un día, ese italiano de profesión tornero, descubrió en una revista un anuncio que promocionaba esas señales de carretera que llamamos “ojos de gato”. El hombre recortó el aviso, y me hizo escribirle una carta al ministro de Obras Publicas, solicitándole una audiencia. La carta fue enviada, pasaron meses y meses, y por fin, el ministro se dignó atender al italiano tornero. Pasó un año y por fin el contrato se hizo realidad. De golpe y porrazo, como solemos decir, el italiano era representante exclusivo de los “ojos de gato” en ese fantástico país en ascenso. Demás está decir que se hizo millonario. Pero ese concepto, o mejor dicho, esa ilusión, profundizó más la idea de la provisionalidad. Nunca fuimos tan “provisionales” como en los dorados años de Pérez Jiménez. Había más riqueza que presencia. La ciudad de Caracas no era capaz de reflejar esa prosperidad por más edificios y monumentos que se construyeran. La ciudad seguía siendo una aldea, pero todos estábamos de acuerdo en que se trataba de una aldea provisional, “mientras tanto y por si acaso”. Por eso desapareció el hotel Majestic para dolor de los nostálgicos. Por eso despedazaron con una bola de acero la miserable casita donde había nacido Andrés Bello. No vivíamos donde teníamos que vivir, pero tampoco sabíamos dónde teníamos que vivir, cuál era la imagen de la ciudad que soñábamos, en qué consistía esa fabulosa ciudad. Por eso, Caracas no es una ciudad reconocible. Por eso no se la puedes describir a un extranjero. Vete a París e intenta explicar a un francés qué es Caracas. ¿Qué puedes decir? Grandes edificios, muchas autopistas, algo como Houston, como Los Ángeles, algo inerte y sin recuerdos. Grandes, edificios, grandes autopistas, como los discursos de Pérez Jiménez, que eran una síntesis de cuántos edificios se hicieron y cuántas autopistas se construyeron. La democracia lejos de apartarse de ese camino, insistió en la construcción de ciudades provisionales. Betancourt, Leoni y Caldera no fueron demasiado lejos en ese “sueño venezolano” porque la realidad presupuestaria lo impedía. Seguíamos siendo ricos, pero, no tan ricos. Pero vino el otro Pérez, Carlos Andrés Pérez, y allí sí encontramos la frase que nos definía. Estábamos construyendo La Gran Venezuela. Pérez no era un Presidente. Era un mago. Un mago capaz de dispararnos hacia una alucinación que dejaba pequeñas lagunas. Pérez enrumbó el acto del poder hacia la fantasía.
–El pueblo venezolano es irreverente frente al poder; sin embargo, le exige formalidad...
 –Es cierto. No solamente el venezolano le está pidiendo al Estado que asuma dignamente su condición de tal, sino que por primera vez en la historia de Venezuela, hay signos inequívocos de que nos interesa la suerte de ese Estado, hasta donde percibimos la noción de Estado. Normalmente, en Venezuela el Estado es el gobierno, y concretamente el gobierno de turno. Desde los tiempos de Juan Vicente Gómez hasta el segundo o el tercer año de gobierno del doctor Herrera Campíns, los informes del Banco Central, las alocuciones presidenciales y las declaraciones de los ministros de Hacienda pregonaban un continuo crecimiento. El país crecía económicamente casi como los ciclos de la naturaleza, y tan irresponsable era ese crecimiento como puede ser irresponsable un aguacero. Era un crecimiento que no dependía de nosotros. El mundo nos hacía crecer. La prosperidad norteamericana o europea nos hacía crecer. El nacionalismo egipcio nos hacía crecer. Las ambiciones árabes nos hacían crecer. Y de repente, ese crecimiento se detuvo. Hemos comenzado a vivir un déficit, y el presidente Lusinchi no ha podido soltar una balandronada de esas de, “ahora somos más ricos” o “estamos pensando regalarle un barco a Bolivia” o “vamos a prestarle dinero a los países pobres de Latinoamérica”, como alguna vez nos dijo Pérez Jiménez. Por el contrario, andamos ahora de lo más modestos y nuestra única soberbia es pagar puntualmente los intereses de la deuda externa y a regañadientes un pedacito de capital. El gobierno tiene problemas y todo el mundo sabe que el gobierno tiene problemas. Entonces nos ha empezado a interesar la suerte del gobierno. Hemos comenzado a entender que el gobierno no es una catástrofe natural, sino una contingencia que se expresa en un proyecto económico. Y hemos comenzado a entender que ese proyecto económico del gobierno tiene que ver con el precio del solomo y de los pimentones cotidianos. Que un error del gabinete reduce las posibilidades del sueldo que gano. Antes no ocurría. Antes el gobierno era simplemente una calamidad, una desgracia natural, una breve esperanza y un inevitable deterioro en estos tiempos de la democracia; un fraude ontológico. ¡Qué lejos quedaron los tiempos del segundo Pérez! La noción de progreso surgió en nosotros a partir de acontecimientos gratuitos. Yo me acerco a los cincuenta años y jamás en mi vida de ciudadano, un Presidente me ha convocado a nada. Yo he vivido cuarenta y ocho anos en calidad de testigo del gobierno, sin escuchar una proposición que venga de Miraflores. De Miraflores vienen hechos cumplidos e indiscutibles. A veces, esos hechos cumplidos, productos de un azar histórico (la crisis del Canal de Suez, la guerra arabejudía, etc.) han provocado un tremendo impacto emocional en mi vida. Lo provocó Pérez Jiménez cuando nos participó que éramos un país rico. Hasta ese momento, yo estaba acostumbrado a vivir en un país de gente que sobrevivía. Durante el siglo XIX y, en este siglo, hasta la presidencia de Cipriano Castro, el país vivía decayendo. Vivir era sobrevivir. Un pequeño período de bonanza relativa, una correcta administración de algún servicio público, era todo un acontecimiento excitante. Era salirse de la norma habitual. Pérez Jiménez decretó el sueño del Progreso. El país no progresó, desde luego. El país engordó, y hay una gran diferencia entre engordar y progresar. Pero esa gordura, ese sobrepeso, desempeñó el rol del progreso. Los venezolanos creemos que La Gran Venezuela del otro Pérez fue impactante. Pero esa Gran Venezuela del segundo Pérez fue mucho menos sensacional que la Gran Venezuela del primer Pérez. Pérez Jiménez fue un debut Carlos Andrés Pérez, una reprise. A pesar de la visceral enemistad, los dos Pérez se parecen mucho. Pérez Jiménez identificó nuestro pasado con la mediocridad. Nos hizo pensar que esa esperanza que el pueblo depositó en el breve gobierno de Rómulo Gallegos era un error candoroso. Pérez Jiménez logró identificar al país palúdico y juambimboso, al país de los hombrecitos de un metro sesenta y tez amarillosa con el plebeyismo adeco. No fue Pérez Jiménez un gobernante impopular. Fue simplemente un gobernante “apopular”. Derrocó el gobierno de Acción Democrática con un golpe frío sumamente aplaudido por la exigua clase media, por los socialcristianos y por la elite financiera. Acción Democrática se disolvió como un antiácido a pesar de toda esa leyenda de oposición clandestina... heroica, precisamente por lo que tuvo de individual, porque fue el enfrentamiento de una dictadura ante una pavorosa indiferencia general. Creo que he insistido mucho en los años de Pérez Jiménez a lo largo de esta conversación. Pero es que a veces me preocupa que nos olvidemos de la trascendencia histórica de esos años. ¿Hasta cuándo la Historia de Venezuela va a continuar contándose en términos morales? ¿Hasta cuándo vamos a dividir nuestros gobernantes en buenos y malos?
–¿Hemos intentado construir un Estado que no coincide con lo que somos?
–Si hemos construido desde 1828 hasta el sol de hoy un Estado apolíneo, donde la realidad actúa como una frustración de lo sublime, no tiene nada de extraño, entonces, que nuestra historia se cuente, y lo que es peor, se interprete, en términos morales. La tradición histórica de esta república parte de un supuesto terrible. En 1783, nació en Caracas, un genio inimitable, un extraterrestre insuperable, una especie de carambola cósmica. La historia de Simón Bolívar, la que aparece en sus documentos, en sus cartas, en sus manifiestos, en sus consideraciones sobre la política de los primeros años del siglo XIX, no tiene nada que ver con ese semi-Dios inventado, fertilizado y a veces censurado por la Sociedad Bolivariana. Desde luego, el culto a Bolívar, la sacralización del Padre de la Patria, no es una potestad única de la Sociedad Bolivariana. Desde Guzmán Blanco para acá, no ha habido un presidente de Venezuela que no haya citado a nuestro gran personaje a la hora de cometer cualquier arbitrariedad. El pensamiento de Bolívar es romántico y por lo tanto febril y tormentoso, repleto de humores, indignaciones, exaltaciones, tormentos y alucinaciones, como las sinfonías de Beethoven o las extravagancias de Lord Byron. De hecho, quienes conocieron de cerca a Bolívar nos lo describen como un hombre pintoresco, escénico, amigo de los coups de theatre, erotómano e inestable. De allí que sus acciones en el campo político presentan claras contradicciones, malos humores, depresiones y cuanto “ego” puede haber en este mundo, características todas estas que lo hacen ser un hijo de su tiempo. Este hombre intuye en Europa una visión americana. Él tiene el paisaje. Europa le aporta una ideología, o dicho más rigurosamente, una inquietud ideológica. Su pasión, la misma que le llevó a inventar sombreros a París o a jugar naipes como un libertino desaforado, lo induce a afirmar que Napoleón Bonaparte es un traidor, que ha cambiado la casaca republicana por ese manto de armiño y ese oropel de pedrería que aparece en el famoso cuadro de la coronación. Napoleón ha abandonado los principios esenciales de la revolución francesa. Bolívar, atrapado en esa ira, merienda en el Monte Sacro de Roma, y allí, si ha de creerle uno a la tormentosa memoria de Simón Rodríguez, nuestro Libertador habla del Imperio Romano y de piedras seculares y de la Independencia de su tierra. Dicho de otra manera: Él va a enmendarle la plana a Napoleón. Él va a hacer lo que Napoleón no hizo. Él va a vivir un drama masónico, el sueño de los “freres” y todo eso, en Güiria o en Ocumare o en Puerto Cabello. La construcción de la obra es la construcción de él mismo. Él es su obra. Terminada la acción donde este caraqueño se desempeña con impresionante y hasta neurótica tenacidad, Bolívar pierde el rumbo y se convierte en un hombre incómodo. Ha concebido un gran ideal, la unión de varios países en lo que él denomina La Gran Colombia. La idea es perfectamente francesa, y cuando digo esto, por Dios, no pretendo ser peyorativo, no pretendo que los lectores de la sección de Cartas de El Nacional me exhiban como un nuevo Santander o como un segundo Arciniegas. La idea de la Gran Colombia es francesa, es universalista, es europea, es, en una palabra, una idea de “civilización”. Y si hubiese ido más lejos, si hubiese concebido un país del tamaño de Suramérica, con Brasil, Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay, sumados, el delirio, pues, habría sido fantástico. Pero la realidad no funcionó. Y lo que me niego a pensar es que la realidad que destruye el sueño de la Gran Colombia es una simple sumatoria de mediocridades. Me niego a considerar al general Páez como un cretino patán que no supo entender la magnitud de un genio. A eso llamo la historia moral de Venezuela. Bolívar es genial. Páez es un imbécil. Santander es un cochino. Sucre era muy bueno. Mariño, medio bueno. Piar un ambicioso, Bermúdez un matón; etc. ¿Qué es esto? ¿Adónde vamos con este catecismo? ¿Qué clase de historia es ésta que comienza por etiquetar virtudes morales en los próceres? ¿Qué derecho tienen las “viudas del Libertador” de despotricar del general Páez? Cometido ese pecado original, la historia de Venezuela se comporta como una estirpe. Este es un bueno. Este es un malo. Esta, pobrecita, es mala porque no le informaron. Vargas es bueno. Carujo es malo. Soublette es bueno. Guzmán robaba pero no se le pueden negar sus virtudes. A Castro lo perdieron las mujeres. Zamora era bueno y lo mataron los malvados en Santa Inés, Gómez era un vampiro, pero hizo la Trasandina, o Gómez es el mejor presidente que hemos tenido porque nos metió a todos en cintura. ¿Qué estupidez es ésta? ¿Cómo le podemos enseñar a nuestros jóvenes semejante basura?
–Bolívar...
 –He citado a Bolívar como un personaje víctima de sus admiradores, para referirme a la manera como la sociedad venezolana percibe a sus caudillos. Rómulo Betancourt, me interesa mucho más; desde luego, no porque lo considere más importante que Bolívar, en esta especie de carrera de caballos o de olimpíada en que hemos convertido el análisis histórico, sino porque me atañe más. Yo tuve una gran desgracia, o mejor dicho, una doble desgracia, a la hora de apreciar la figura de Betancourt. Cuando era niño, mi padre, ferviente católico, describía a Betancourt, en nuestras sobremesas, como un comunista que recibía rublos del Kremlin, un enemigo de lo piadoso, prácticamente un espía a las órdenes de la KGB. Cuando ingresé al Partido Comunista, la descripción era tan religiosa como la de mi padre. Betancourt era simplemente un agente de la CIA, un tenebroso personaje a las órdenes del imperialismo, dispuesto a entregar el petróleo, el acero y el aluminio a esa especie de guarida del diablo que era Wall Street. Quiero decir que yo viví dos religiones frente a Rómulo Betancourt. Durante su gobierno, me sentí perseguido. Sobreviví gracias a la piedad del Director de Cultura del Ministerio de Educación, y a la generosidad del director de la Radio Nacional, porque literalmente fui expulsado del Departamento de Teatro Infantil del Consejo Venezolano del Niño, por comunista. Fue necesario un cierto tiempo para que yo pudiese percibir la figura de Betancourt con una relativa serenidad. Durante el gobierno del doctor Leoni, leí por primera vez la reproducción de El Libro Rojo, editado por José Agustín Catalá. Pocas lecturas nacionales me han impactado tanto. Las cartas de inconfundible estilo, enviadas por Betancourt desde Costa Rica, nos describen a un febril muchachón marxista en el trance de descubrir que el marxismo no era una panacea universal. La reflexión de Betancourt sobre las peculiares condiciones socioeconómicas de Venezuela, son, mira tú lo que es la vida, el origen del MAS, sólo que se trataba de un MAS concebido en 1930, cuarenta y un años antes de la aparición de ese grupo político. Betancourt, en su lenguaje no siempre feliz, habla de un socialismo con vaselina, es decir, de una estrategia y de una táctica donde el movimiento revolucionario contra la dictadura de Gómez tiene que tomar en cuenta la realidad concreta de la economía y de la historia de Venezuela. Betancourt distingue matices en la primitiva “burguesía nacional” y esgrime la democracia, como una táctica destinada a crear rebeldía en “las masas”. Era un pensamiento. Los comunistas de esa época actuaban, por el contrario, como un club de admiradores de la Unión Soviética, como “fans” de Stalin empeñados en proclamar los logros de la actividad koljosiana en la remota Ucrania. Hablaban de remolachas soviéticas y de campesinos de ropa modesta y almidonada contemplando puestas de sol con música de balalaika. El primer manifiesto del PCV esta escrito en vocativo. “Vosotros obreros sois...”, es decir, está escrito en el lenguaje de los curas españoles. Betancourt le puso el “tú” a la moderna política venezolana. Su actividad consiste en visitar cada pueblo, cada caserío, cada conuco y explicar allí la idea de un partido redentor. Betancourt se ata a la cuerda histórica de la Revolución Federal, y, desde luego, le hace la cruz a la candidez de los comunistas. Betancourt llega a definir al Partido Comunista de Venezuela como un partido “pequeño burgués”. La democracia, es decir, el país donde hoy vivimos, es su norte. Dudo mucho que Betancourt haya entendido en profundidad las ideas de Marx. ¿Dónde las podía leer integralmente en 1940? La actividad política lo convirtió en un hombre de circunstancias. La formación stalinista le hizo pensar que la democracia era él. Los sucesos en que se vio involucrado, desde el golpe contra Medina, hasta la caída de Rómulo Gallegos, terminaron por convertirlo en un pragmático, en un hombre cauteloso que aprendió a dominar sus rabietas. De allí que hizo amigos, que unió esfuerzos, que le hizo la corte al doctor Caldera, que denunció el sectarismo, que gobernó Venezuela durante los primeros años de la década del sesenta, era un obsesivo de la democracia por la democracia misma. Su política económica es la lógica transición de lo que el perezjimenismo había acumulado y la lógica crítica de lo que el perezjimenismo había dejado de hacer. No se trata de un golpe de timón. Se trata de una corrección de rumbo carente del menor dramatismo. El país en el plano económico sigue siendo más o menos el mismo si se descuenta la feroz posición ante los corruptos, la necesidad de sanear la administración pública y el establecimiento de unas reglas de juego mucho más civilizadas. Habíamos conquistado la democracia y Betancourt aspiraba sinceramente a una efectividad gubernamental que no levantase demasiadas ampollas. La consigna con la cual llega al poder es impresionante. Los Napolitan se habrían llevado las manos a la cabeza. Los estrategas de salón lo habrían tildado de loco o suicida: “Contra el miedo: Vota blanco”. Pero, en efecto, su gobierno se hizo “contra el miedo”, contra los traumas, contra los que aspiraban, incluso en su propio partido, a una mayor profundización en las reformas sociales. Habíamos conquistado la democracia, y para Betancourt, hombre del 28 al fin y al cabo, la posibilidad de hablar mal del gobierno, la posibilidad de criticar a un ministro ineficaz o a un funcionario ladrón, era una razón de vida. Era una tarea histórica. “Hablar pendejadas del gobierno”, es decir, “menos barbarie y más decencia”, fue su visión. Betancourt el fiero, había aprendido a vivir en sociedad. Allí estuvo su gloria y, a veces, creo, su infierno. Quién sabe si le agregó azúcar a la vaselina. En todo caso, evitó cuidadosamente “los grandes cambios”, hasta que mi papá me dijo, caramba, es verdad, como que el tipo no era comunista.
–Betancourt sí intenta cambios en lo económico. Él inicia la política de sustitución de importaciones...
 –No quiero ser mezquino. Pero la política de sustitución de importaciones era una exigencia empresarial, o por lo menos, de un gran sector del empresariado. Existía una capacidad económica para ensamblar automóviles y cigarrillos y laticas de petit-pois. Existía la posibilidad de cerrar gradualmente las importaciones. Betancourt enmendó una política económica, sin eso que los dirigentes adecos suelen llamar “mayores traumas”. Insisto en esto, no por disminuir la figura de Betancourt, sino porque resulta ridículo en estos momentos pensar que el 23 de enero de 1958 fue un cambio radical de la sociedad venezolana. No. Todo el mundo tenía miedo. Todo el mundo pensaba que el país se estaba embochinchando y que los militares iban a dar un golpe y que iba a regresar Pedro Estrada con sus “chicos malos”. El 23 de enero fue un júbilo, un aire cordial que flotó en el país. Fue la posibilidad de hablar vainas, de criticar al gobierno, y hasta de sustituirlo. Betancourt definió posiciones y jugó al equilibrio. El modelo de país que su gobierno intuía se parecía a ese lugar donde vivían Mickey Rooney y Elizabeth Taylor en las comedias MGM de mitad de los años cuarenta. Era la apoteosis de la clase media. El Cafetal es un museo viviente de esa aspiración. Por eso, duélale a quien le duela, Betancourt no sólo es el fundador de Acción Democrática, sino el artífice supremo, el gran constructor del partido social cristiano. Betancourt fue el gran empresario del partido Copei en esa especie de “trust” democrático que se construyó durante su gobierno. Cuando Gonzalo Barrios perdió las terceras elecciones presidenciales de la democracia, Betancourt debe haber puesto una fiesta, porque, muy por encima de las aspiraciones hegemónicas de su partido, aparecía un concepto de alternabilidad democrática. El caudillo no sólo había inventado el gobierno, había inventado, nada menos, que la oposición. Cuando Pérez perdió, todos vimos a Betancourt diciendo “We will come back”. ¿Alguien vio amargura en su rostro? Por el contrario, yo diría que el hombre que nos hablaba era un hombre feliz. Copei ocupó el lugar que en una época eterna y tormentosa ocupaban las Fuerzas Armadas, o los caudillos alzados: la ilusión de cambio, la misma que excusó la invasión de los sesenta contra el gobierno de Ignacio Andrade. La misma. Sólo que menos espontánea, más cívica y definitivamente constitucional.
–¿Usted cree que el Estado se puede reformar en frío? ¿La única salida es el escepticismo?
 –Sinceramente, no me siento escéptico en cuanto a las posibilidades de una reforma del Estado venezolano. No me siento escéptico frente a la Copre, si por escepticismo entendemos la cómoda posición de quedarse en casa y decir, con el estilo de un viejo matón de la política: “Están perdiendo el tiempo. Hay otras realidades”. Y toda esa quincalla. Sí creo que la Copre se mueve en un terreno difícil. Sí creo que no es del todo cierta esta convocatoria del Estado a su propia reforma. Pero, sería un necio si no me percatara de que por algún motivo, el país ha comenzado a vislumbrar que en la reforma del Estado está su supervivencia. Que en las actuales circunstancias, la Copre arribe al éxito que todos esperamos, desde luego, me parece difícil. Quién sabe si la Copre es el inicio de un proceso, una institución en medio de una crisis, destinada a crear una conciencia. La Copre no brotó de la nada. Brotó de ciertas formas organizativas que la población ha comenzado a poner en práctica para defenderse de las arbitrariedades del Estado. Cuando alguien dice que los venezolanos debemos votar por los gobernantes regionales, está, al mismo tiempo, proclamando una experiencia, está constatando una situación a partir de seis gobiernos, y de lo que ha ocurrido en esos seis gobiernos. Está claro que no podemos continuar así. Decía al comienzo de esta conversación que por primera vez nos importa la suerte de un gobierno. La oposición al gobierno del doctor Lusinchi no ha podido ser radical. Nadie en Venezuela está pensando en qué diablos hacer para desembarazarnos de este gobierno. Por el contrario, existe una demanda de éxito, un desearle al Presidente como símbolo de poder, cierta lucidez para que el país salga del atolladero. La etapa infantil de castigar al gobierno y volvernos a enamorar de un nuevo pretendiente ha comenzado a ceder. El fracaso de Lusinchi, sería mi fracaso, y mi fracaso no me puede alegrar. La polarización mediante la aplicación mecánica de la alternabilidad -AD-COPEI - COPEI-AD, tiene ahora otro sentido. Si alguna crítica se le puede hacer al doctor Lusinchi es haber cometido el acto de adolescencia de prometernos que con él íbamos a vivir mejor. La época de los ofertones ha comenzado a declinar, porque el país demanda del gobierno una mejor y más lúcida explicación de lo que está haciendo. Ningún gobierno es exitoso. El poder conduce a la desilusión en las sociedades primitivas. ¿No se desilusionó el país de Pérez a pesar de su espectáculo, a pesar del pleno empleo? Creo firmemente que los venezolanos hemos comenzado a salir de esa estupidez mediante la cual concebimos al presidente como un señor que arregla problemas por obra del Espíritu Santo. Un presidente no es un ser definitivo. Gómez era definitivo. Franco, en España, fue definitivo. Pérez Jiménez fue definitivo. Fidel Castro es lo más definitivo que existe. Pero se trata de dictadores, de gobiernos sometidos al sello personal, dramático, diría yo, del gobernante. Son hombres que se extienden en el tiempo y sus gobiernos terminan por ser “épocas”. Nadie puede hablar del gobierno de Fidel Castro en Cuba. En todo caso hablará de la “era” de Fidel Castro en Cuba. Pero un presidente quinquenal no es un caudillo. Y si la Constitución venezolana prohíbe drásticamente la reelección del mandatario, tú me dirás qué clase de caudillo puede ser ése. Pero en Venezuela le atribuimos al presidente características de caudillo; es decir, de hombre capaz de crear “eras”. Yo personalmente detesto los caudillos y no me gusta vivir “eras”. A veces creo que es absurdo que los venezolanos no podamos reelegir al presidente, porque, desde luego, en cinco años, es idiota prometer un “cambio”. Pero esto forma parte del pánico que inspira en Venezuela la figura del presidente. Cinco años, y salimos de él, como exclamando... ¡uf!
–¿Realmente el venezolano se ha dado cuenta de la necesidad de reformar el Estado o ha sido una reforma impuesta?
 –El país se atascó. Eso es un hecho. El país está saturado de vicios que provienen del Estado. Probablemente lo que sucede es que resulta muy difícil en Venezuela percibir la noción del Estado. En Venezuela hay gobierno... y de vaina. El gobierno es el primer agresor del Estado. Cada cinco años, el gobierno se enfurece contra el Estado, descabeza funcionarios, liquida planes, desvía presupuestos, liquida proyectos, quema documentos, cambia los membretes, es decir, destroza una mínima continuidad administrativa. El presidente irrumpe en Miraflores prometiendo un país nuevo, como las promociones de detergentes. Pero en el fondo, los detergentes no son nuevos. Los detergentes son más o menos lo mismo, y sus posibilidades de cambio, pertenecen al mundo de los detalles. El gobierno se publicita a sí mismo como “nuevo”, “audaz”, “definitivo”, “otra cosa”, “de aquí en adelante”, pero las relaciones de poder..., relaciones institucionales con la CTV, con Fedecámaras, con los bancos, con el Ejército, con el Clero, con los maestros, etc., son más o menos la misma cosa. Entonces, ¿por qué en lugar de proclamar novedad, no proclamamos efectividad? La noción de reforma del Estado, que en el fondo no es más que una más sana y efectiva distribución del poder, atenta contra este principio jabonero de nuestros gobiernos. Hace poco el doctor Humberto Celli argumentaba en televisión contra la proposición de que los gobernantes fuesen elegidos mediante una votación directa. El Celli se preguntaba por el desastre que eso significaría. ¡Un gobernante del estado Aragua enfrentado al Presidente de la República! ¡Qué horror! !Qué caos! ¡Qué desorden! ¡Si ahora cuesta meter a los gobernantes en cintura, imagínense cómo sería eso! Pero lo que no dice el doctor Celli es que el sistema actual ha creado una gran frustración en la provincia. Lo que no dice el doctor Celli es que nuestra provincia se ha hecho más sentida culturalmente hablando, más autónoma en la vida cotidiana, y que esa fórmula del gobernador elegido “a dedo” por el Presidente de la República, amenaza el desarrollo del país. La presencia de ese policía central que es el gobierno, ese policía que desde un alto faro vigila el territorio nacional, ha comenzado a resultar intolerable. Porque en el fondo es un policía que vigila mal, un policía equivocado, mofletudo, carente de reflejos, achacoso. Es el “supremo autor” según la letra de nuestro himno. El “supremo autor” que vigila desde el “Empíreo”. Volvemos a la comedia del Estado. Hay que engañar al Gordo. La expresión circunstancial del Estado, que es el gobierno, es la de un cretino al que debes engañar si quieres sobrevivir. Vas a pedirle algo y jamás podrás decir la verdad. Estás obligado a la mentira. Tienes que convertirte en un experto en el uso de palabras claves. Tienes que otear en el horizonte y percibir que hoy el gobierno está interesado, qué sé yo, en las instituciones pedagógicas populares. Entonces tú quieres escribir un ensayo, qué sé yo, sobre Teresa de la Parra, y deseas que el gobierno te patrocine esa investigación. Tienes que mentir. Tienes que decir que el ensayo sobre Teresa de la Parra se compadece perfectamente con la política de desarrollo de las instituciones pedagógicas de la cultura popular. Aquello no pega ni con cola. Tu ensayo es elitesco, no va más allá de treinta interesados, pero tú mientes y estafas al Gordo. Los documentos públicos, las cartas de peticiones, son en Venezuela una gran picaresca que ríete del Lazarillo de Tormes. Pero esta comedia no es potestad del gobierno. Es también un modo de ser de la oposición. La oposición en nuestro país es ridículamente pavloviana. Oposición en Venezuela es decir lo contrario de lo que dice el gobierno. Esto es blanco, dice Lusinchi. Esto es negro, contesta Fernández. Esto es verdad, dice Lusinchi. Esto es mentira, dice Fernández. Nada hay en este mundo más previsible que un discurso de la oposición. Un discurso de la oposición es un cassette previamente grabado. Se trata de una oposición “programada” como una Apple II. Lusinchi comete el dislate de decir que con su gobierno se va a vivir mejor, porque me da la gana, y la oposición lo espera en la bajadita, en la bajadita inevitable. Los candidatos le presentan al país un “plan de gobierno”, por allí, cuando la campaña está concluyendo, y todos sabemos que eso no es más que un “saludo a la bandera”. En mi actividad, que se refiere al teatro, los planes de gobierno consisten casi siempre en decir que se va a estimular la cultura, que se va a hacer más popular la cultura, y desde luego, que se va a afirmar la identidad cultural del venezolano. ¿Cómo? Ah, no sé. La oposición aguarda en la bajadita. Pasan tres años, y naturalmente, ni se desarrolló la cultura, ni se popularizó la cultura, ni se encontró por ninguna parte la identidad nacional. Entonces, la oposición sale de su escondite y grita: “¡Fracaso!”. “¡Fracaso!”. ¡Por Dios! ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo le permitimos al Presidente de la República que sea triturado por ese implacable mecanismo? ¿Hasta cuándo le vamos a permitir a la oposición ese ritual canónico, inexorable, que le impide hacer verdadera política?
 –¿Hasta cuándo la clase política está dispuesta a fracasar?
–Esa es una gran pregunta. ¿No será que al país le hace falta un nuevo liderazgo? ¿No será que debemos permitirle a AD y a Copei un buen descanso, unos cuantos años de recogimiento y meditación en algún claustro? Tal vez ni siquiera sean malos partidos. Pero, ¿por qué no los mandamos a las duchas?, para ver... Son partidos que carecen de objetividad. Son demasiado protagonistas. Pero, hasta Laurence Olivier cansa, si lo ves siempre en la misma cartelera.
–Eso es utópico.
–Pero al mismo tiempo inevitable. AD y Copei están viciados. Y lo que es peor, en sus vicios han arrastrado a los otros partidos. Arrastraron al MAS, por ejemplo. El MAS, al insertarse en ese ritual político, en calidad de actores de reparto, perdió su razón de ser. No hablo, por Dios, de fusiles, no tengo la menor nostalgia por los fusiles. Los fusiles siguen siendo tan estúpidos como en 1963. Pero sí hablo de otra política. Estoy harto de que el MAS baile al son que le tocan AD y Copei. ¿Qué le promete ese partido al país? Hoy en día nada. Hace unos años tampoco prometía nada, pero estábamos en vías de prometer algo. Y ya eso es bastante. Hoy en día, apenas podemos prometer ser... “mejores”. ¿Pero quién le creó eso al MAS? ¿Qué significa que el MAS sea “mejor” que esto? ¿Qué es ser mejor? De nuevo el esquema, la forma, la reflexión que nace y muere en el seno del partido político se impone sobre lo que debería ser real. De nuevo el político aturdido por sus propios mecanismos pierde la noción de sus funciones reales en esta sociedad. El desesperado esfuerzo del actual MAS es: “¡Tómenme en serio! ¡Yo soy tan serio como el doctor Gonzalo Barrios! ¡Yo no soy aquel loquito que proponía fantasías! ¡Yo cambié!” Es decir, yo me parezco a mis adversarios, yo sé de juego, de elegancia, de fairplay. ¿Cómo puede ser una alternativa así?
 –¿Hacia dónde puede dirigirse una reforma del Estado?
–¿Reformar qué? ¿Reformar en función de qué? Tenemos la sensación, y más que la sensación, las pruebas, de que el Estado venezolano es impráctico. Y hemos formulado la necesidad de una reforma del Estado. Sabemos que el Estado es ineficaz y que su estructura provoca en él un movimiento de paquidermo. Sabemos, por ejemplo, que existe una permisología aterradora, casi soviética, que impide un mejor desarrollo de la industria de la construcción. El elefante se ha convertido en un carcamal pesadísimo e insoportable, y por lo tanto es urgente una serie de reformas prácticas dictadas casi por el sentido común. Es posible, entonces, estas medidas de carácter inmediato, en estos próximos meses. Pero ellas no deben confundirnos. El problema sigue siendo el mismo. ¿Para qué vamos a reformar el Estado? ¿Qué queremos lograr con esa reforma? ¿Cuál es la proposición, qué es lo que entendemos por Estado aparte de la solemnidad principista? Un organismo existe en la medida que cumple una función y persigue unos objetivos. Se supone que el objetivo del Estado es el progreso efectivo real, coherente, práctico de la sociedad, tal como el reglamento del hotel a que hice referencia. Cuando estudié Derecho en la UCV, mi profesor de Derecho Constitucional decía que toda la armazón jurídica de una nación perseguía como objetivo una cosa llamada “el bien común”. Está bien. Pero, ¿qué diablos es el “bien común”? ¿La felicidad humana? ¿El bienestar humano? ¿La dignidad humana? ¿La justicia humana? El Estado, al igual que el hombre, vive prisionero de prejuicios, de verdades generales, de cosas que parecen ciertas o que el uso ha convertido en “ciertas”. ¿Qué supone que debemos “progresar”?, pero nadie nos dice qué se entiende por progreso. ¿Más cemento? ¿Más árboles? ¿Más automóviles? ¿Más calles destinadas a que los ciudadanos caminen y oigan el piar de los pajaritos? ¿A qué nos debemos parecer los venezolanos? ¿A la vida del estado de Texas? Ojo, no califico, simplemente me hago esa pregunta. Porque, de repente, para algunos progreso puede ser que vivamos como los pemones. Y para otros, progreso es chimenea, contaminación y cabillas. Todos estamos de acuerdo en que Venezuela debe fortalecer su agricultura. Jamás he conocido un venezolano que diga: “al diablo la agricultura, abajo la cosecha de arroz”. Supongamos entonces que el gobierno decide, como evidentemente es el caso del gobierno actual, aumentar la productividad del campo y reformar leyes, ordenanzas, códigos, procedimientos que tengan que ver con la productividad en el campo. Eso, aparentemente, sería estupendo. Pero, alguna vez nos hemos preguntado cómo vive un agricultor venezolano. ¿Qué necesita ese ser humano que recoge una cosecha de plátanos? ¿Dinero? ¿Más dinero? Pero, ¿dinero para qué? ¿No necesitará, por ejemplo, ese hombre un teatro donde ver maravillas del arte? ¿No necesitará, por ejemplo, una televisión regional, capaz de confrontarlo consigo mismo? ¿No aumentaría la productividad del cambur, si el hombre que lo trabaja está orgulloso, verdaderamente orgulloso, del lugar donde vive? ¿No aumentará esa productividad si el hijo del campesino puede encontrar una sólida librería, un sólido cine de arte, una programación musical y otras tantas dignidades? ¿No soy mejor agricultor si mi hijo puede graduarse de filósofo en la universidad cercana? Se dirá: ¡Qué idealismo! Pero es que la vida de un hombre, de un ciudadano, no puede medirse en términos de productividad. No sólo es cosechar tomates. Es ¿para qué cosecho tomates? He citado goces del arte y del pensamiento pero puedo hablar también de un buen restaurante, de una desconcertante discoteca para bailar, de un circo que me visita, de un recital de El Puma cerca de mi siembra de tomates, de una conferencia de Ramón J. Velázquez en la casa de cultura de mi comunidad. No de miserias culturales que es a lo que estamos acostumbrados. No de migajas que la capital desparrama sobre la provincia. Hablo de vida pletórica. De posibilidades auténticas. De incorporación de todos los hombres de este país a las mejores oportunidades. La calidad debería ser una consecuencia de la cantidad. Pero en nuestro país la cantidad es el único logro.
 –Tal vez la reforma más importante sería dotar al Estado de un conjunto de políticas coherentes, que eviten los movimientos espasmódicos, erráticos y convulsionados, y que son los que explican la ausencia de continuidad en los planes. ¿Cuál sería una política coherente en el campo de la cultura?
 –La política cultural del Estado venezolano es una política de mecenazgo. Desgraciadamente, no aparece Lorenzo de Médicis por ninguna parte, tal vez porque al mecenas le falta buen gusto, le falta contemporaneidad. Pero, en todo caso, la posición del artista venezolano es la de la mendicidad. El Estado se limita a distribuir un presupuesto, irritante las más de las veces, entre las instituciones culturales. Toma esto. Toma esto. Toma esto... y sigue en tu vida. Te beco, te financio, te ayudo, te doy. Pero el Estado venezolano no hace prácticamente nada por crear las estructuras mínimas donde desenvolverse la cultura en cualquiera de sus expresiones. Por ejemplo, se ayuda al teatro, en el sentido de que se dan unos reales, o unos realitos a los grupos teatrales. Pero el Estado es incapaz de organizar y cuidar y estructurar hacia un concepto de rentabilidad mínima las salas de teatro que existen en el país. Es como darle dinero a un señor para que cultive tomates y después desentenderme de dónde demonios va a vender ese señor esos tomates. ¡Es que el tomate sirve para comerlo! ¿Qué hago yo con unos tomates en unos guacales o en un depósito? Yo quiero comerme esos tomates. Yo quiero ver, oír y tocar las manifestaciones de cultura. Yo quiero que Zhandra Rodríguez se gane su dinero, mientras más, mejor, bailando para la gente y no para una elite ilustrada. Y lo quiero porque seguro que Zhandra Rodríguez se convierte en una empresa, se autofinancia, se muestra como un ser real, y como un artículo de lujo más o menos prescindible. Entonces, que sobrevivan los mejores, como pasa en todas partes del mundo. En todas partes del mundo civilizado hay artistas profesionales y hay artistas aficionados. Los aficionados hacen rifas, tómbolas, colectas y reciben alguna ayuda comunal para presentar sus espectáculos de aficionados. Los profesionales generan dinero y no hacen rifas. ¿Que el proceso es gradual? Sí. Es gradual. ¿Pero cuándo lo vamos a poner en marcha? A mí no me importa que ocurra en el año 2150. Lo importante es que ocurra y ahora hay que sembrarlo. Esa magnanimidad del Estado con la cultura es letal porque, repito, son unos Lorenzos de Médicis tacaños y de horroroso gusto. La actividad cultural en Venezuela es apenas una mala conciencia de nuestros gobernantes. Y si no, fíjate en el gobernador del estado Miranda, que de un plumazo canceló del presupuesto regional la partida cultural. ¿Por qué no cancela la del papel toilette? ¿Por qué no se cancela la partida de “clips”? ¿Por qué les es tan fácil cancelar la cultura?
–¿Cuál es la tarea del ciudadano común?
–La gran pelea es asumir la democracia. Sincerarla. Hay que enseñarle al Presidente de la República a que sea realmente demócrata. Nadie, en esta tarea, tiene derecho a colocarse en la acera de enfrente. Es importante elevar la discusión. Es importante que los socialdemócratas piensen y actúen como socialdemócratas; y los demócrata-cristianos piensen y actúen como demócrata-cristianos. Un cierto cinismo se ha apoderado de nuestros partidos. A veces, el cinismo se disfraza de resignación. Es así. Tiene que ser así. Tengo la obligación, como intelectual, como artista, o como lo que diablos sea yo, de tomarme en serio a los hombres que hacen política en Venezuela. Muchos de ellos han dado lo mejor de sí mismos en esa actividad. Por lo tanto, vale la pena reclamar inconsecuencias. Un día, Miguel Otero Silva me ofreció una columna en el Cuerpo C de El Nacional. Entonces pensé: José Ignacio, tienes cuarenta y ocho años, ¿cuándo carajo vas a decir lo que piensas?


Por favor, aún no.